By Lev Moujahid
El
debate científico que durante largos siglos se ha hecho sobre la
objetividad de la ciencia alcanza las concepciones que se tienen acerca
del tema de la evaluación, quizás porque este sea un tópico de
relevancia en la sociedad contemporánea, pero también porque
efectivamente los fines y usos que de ella se han hecho obligan a
adoptar una posición ética y política frente a lo que está sucediendo en
nuestro país.
Desde
principios del siglo XX, la Escuela Crítica puso de manifiesto que la
racionalidad instrumental es heredera de la visión positivista de la
ciencia, la cual navega con bandera de imparcialidad ante un mundo que
es consecuencia de la dinámica del capitalismo, hoy en franca crisis de
viabilidad porque su mecanismo de “desarrollo” desigual se sustenta en
el progreso material y económico, selectivo de muy pocos; su crecimiento
se hace sobre la base de la explotación humana y el deterioro de la
naturaleza.
Según esta perspectiva, se niega
cualquier posibilidad de intervención subjetiva; es decir, de
interpretación y comprensión de la realidad desde una visión histórica.
El sujeto social que se educa y conoce, no puede ser protagonista de su
propia realidad, está incapacitado para revertir, reorientar y
transformar el devenir de la sociedad capitalista, que se presenta como
la única opción posible.
Pretender que la ideología, la intención
política y el sentido orientador de las acciones humanas sean parte de
los procesos educativos, atentaría contra los principios de la
objetividad científica. La lógica matemática es para la ciencia
positivista la forma más sublime de representación del mundo: sólo
aquello cuantificable es susceptible de alcanzar la cientificidad, lo
válido y rescatable para considerarse conocimiento verdadero.
Al adentrarse al campo de la evaluación
permea la misma idea, de tal modo que la medición sustituye incluso a la
evaluación; para tal razonamiento se requiere un estándar comparable,
un instrumento matemáticamente medible, que arroje números y no
propuestas, estadísticas y no soluciones, panoramas y no acciones
transformadoras.
La evaluación objetiva hace del
instrumento evaluador su mayor carta para alcanzar la verdad casi
absoluta, ella debe prescindir del sujeto, de sus intenciones y
pasiones, porque contaminan y enturbian lo imparcial, lo vuelven
subjetivo, entonces la evaluación positivista, convierte a los actores
educativos en entes ajenos a su propio hacer pedagógico.
Los intereses, percepciones, vivencias,
intenciones, opiniones y condiciones humanas de los actores educativos,
son abruptamente soslayadas por la dictadura de la supuesta
imparcialidad de los instrumentos de medición evaluativa a los que se
les rinde culto, como si no fuesen creaciones humanas; se trata del
imaginario instituyente que ha instalado la única verdad aceptada, la
que viene de arriba, verticalmente impuesta por las instituciones que
hasta han adoptado su carácter “autónomo” frente a las comunidades
educativas y ese sólo adjetivo las purifica de cualquier humanidad
corrompida.
De vez en cuando la sumisa academia
desliza alguna crítica conservadora, al considerar la evaluación como un
acto centrado en el currículo, como si el objetivo superior de la
educación fuera aprender contenidos seleccionados a priori por un grupo
hegemónico; se olvidan que se educa para la vida, para la democracia, la
libertad o la justicia, para hacer de este mundo algo mejor para todos.
Es ahí donde radica el carácter estratégico de lo educativo, cada paso
en ese sendero constitutivo de un nuevo mundo es el que debe ser
valorado, evaluado y visto en prospectiva.
La miopía de la evaluación se ha
enclaustrado en las mentes herméticas de los funcionarios de la
Secretaría de Educación Pública (SEP) y el Instituto Nacional para la
Evaluación Educativa (INEE), por tal motivo les parece fundamental que
la fuerza creativa y vital de los maestros se suicide para ser capaces
de resolver exámenes o, bien, de seguir instrucciones digitalizadas que
individualizan la burocratización, controlan y entorpecen el tiempo
pedagógico que debe ser socializado con todos los sujetos partícipes de
lo educativo.
La evaluación instrumental, de fines
puramente pragmáticos y de control social se presenta como un proceso
exógeno, que se hace desde fuera de los contextos y de los protagonistas
de la educación: cuanto más alejada esté de ellos, será mejor, porque
de otro modo empodera, informa, concientiza, organiza y moviliza a estos
actores, que no son sólo maestros, también son alumnos y padres de
familia; entonces debilitará los mecanismos de sujeción de los grupos
hegemónicos.
Esta evaluación está diseñada para
fortalecer la gobernanza de una oligarquía a través del miedo constante.
La promesa de una educación de fuertes pilares, garante de la movilidad
social e impartida por maestros arraigados en añejos imaginarios como
el nacionalismo, ahora se fundamenta en la constante incertidumbre.
Mientras menos solidez se condense sobre la figura docente, su
estabilidad laboral y preparación profesional a través de los procesos
evaluativos, mayor es el grado de manipulación que se ejerce sobre la
educación y sus principales actores.
La evaluación para el control social la hacen los investigadores del poder, la avalan los hombres de bien,
los que entienden que la cultura y la educación son parte de la gran
industria del siglo XXI que debe ser privatizada; la aplican y califican
técnicos que nada saben de pedagogía, ni de planeación curricular o
didáctica y mucho menos conocen el entramado de relaciones que se tejen
en la comunidad escolar y su contexto social; pero la padecen,
ajenamente a su vida cotidiana, los educadores, los alumnos y los padres
de familia, quienes miran danzar cifras y números, como simples
espectadores detrás del teatro escolar.
La evaluación crítica no niega el
contexto histórico social, por el contrario es parte fundamental para
emprender tan compleja tarea educativa, tampoco deslinda al sujeto de la
necesidad y su capacidad para pensarse así mismo en la formación de sí
como ser humano y su proyecto de vida. La evaluación técnica,
instrumental, estandarizada y cuantitativa, de ningún modo puede
abstraerse del contexto histórico, la acción y los instrumentos para
evaluar son una construcción social cuyos fines pretenden ser ocultados
por un sector hegemónico que quiere legitimar su visión dominante,
tornándola supuestamente objetiva.
La evaluación, así como el acto
educativo y la construcción científica implican una definición frente a
la realidad concreta, aun cuando se representen matemáticamente, los
fines son construidos predeterminada y deliberadamente por ciertos
sujetos que, para nuestro sistema de relaciones de dominación y
explotación, no son más que la reproducción del propio orden, es decir,
la conservación del estado de cosas.
Una evaluación crítica se pregunta desde
los sujetos que somos, desde nuestra geografía y condición social, no
puede ser externa, necesariamente es parte de la reflexión sobre lo que
consciente y colectivamente se quiere alcanzar a través del acto
educativo; la comunidad escolar se autoevalúa por medios horizontales y
dialógicos, desde la crítica y la autocrítica. Es por supuesto
investigación que propone, transforma y construye nuevas realidades y
conocimientos.
La evaluación no puede ser
individualista, selectiva, excluyente, clasificadora, punitiva y mucho
menos competitiva. Es lectura analítica del pasado, comprensión de la
realidad presente que deriva en la toma de conciencia sobre las
prospectivas para la proyección utopística de un futuro emancipatorio.
Despedir, intimidar, estresar, denostar,
exhibir y clasificar no es evaluar, pero sí son componentes, procesos y
resultados de formas de control social, como las que caracterizan a la
propuesta regresiva que la SEP se ha empeñado en presentar como
evaluación, pero que sólo se ha exhibido como mecanismo de terror
educativo.
Lev Moujahid Velázquez Barriga*
*Doctor en Pedagogía Crítica y Educación
Popular, miembro de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la
Educación en Michoacán
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: EDUCATUVO]
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