8/27/2023

Popular

Fabrizio Mejía Madrid

La ansiedad que sentían los catedráticos cuando trataron de eludir la palabra pueblo, por su contenido político, se extendió por sus libros a lo largo de las décadas de la despolitización, ese periodo que abarca los años 80 y 90 del siglo pasado. Para no usar popular se estrenaron conceptos como cultura ordinaria, local, híbrida, a fin de despojarla de su contenido de clase dominada, fuera en el campo o en los barrios de las ciudades; para sanitizarla. La ansiedad venía del imperativo emocional del nuevo capitalismo: lo sentimental y lo épico estaban prohibidos, salvo para referirse a las clases medias y sus pequeñas vidas ordinarias. Lo demás era ridículo o inverosímil.

Tras el 68, la relación entre intelectuales y pueblo toma la dirección de ir a las fábricas, a los pueblos, para dotarles de voz o, simplemente, vivir su experiencia, ponerse en sus zapatos agujerados. Ese camino no reconoce que lo popular es una forma de pensar y no sólo de hacer. No sólo los intelectuales piensan. A los trabajadores agrícolas o urbanos se les da el terreno del hacer –repetir– y, entonces, la artesanía sería su arte, así nombrado por los que piensan, una minoría que produce excepciones a lo ordinario de la repetición. Desaparecer la palabra pueblo terminaba con el problema de la politización de la cultura. El hombre ordinario era cualquiera, sobre todo el que gozaba de contactos en las galerías, editoriales, financiamientos gubernamentales y distribuidoras. Industrias culturales, productores de contenidos, usuarios, consumidores. Toda la palabrería comercial entró de lleno en lo que se entendía por cultura. El sujeto predilecto de esta intelectualidad era el que denunciaba el sistema con la certeza de que era perpetuo. Una década después, ese mismo sujeto había asumido con cinismo que la perpetuidad le beneficiaba. Los creadores se ajustaron a lo comercial.

Lo popular terminó refugiado en supuestos ghettos a los que el poder –siempre central– no podía llegar y, entonces, se llamó a eso resistencia. El ejemplo que pone Kristin Ross, burlándose abiertamente de esa idea, es rescatable: unos guatemaltecos vendiendo naranjas en un free-way de Los Ángeles son percibidos por los catedráticos en el instante en que se apropian del espacio urbano y desestabilizan el poder, aunque no se den cuenta. El pueblo sólo hace, no es capaz de interpretarse a sí mismo. Funciona igual en el kitsch, esa condescendencia cuando el innombrable pueblo hace un uso de los materiales y símbolos que le vienen de la élite. Por su candor, la élite las celebra y hasta podría decir que son resistencia. El ejemplo sería la celebración del cuadro con foquitos intermitentes de La última cena, de Da Vinci, en los comedores populares, perdón, de la gente común.

Los que sólo repiten y ni siquiera son capaces de pensarse, no dan cuenta de la creación de sentido y, desde luego, de un proyecto cultural. La élite no puede leer en los símbolos, representaciones, prácticas de los subalternos, un acontecimiento que surge articulando la historia, tanto personal o familiar como nacional. No pueden leer, por ejemplo, el Fobaproa o la guerra contra el crimen organizado, algo que va tejiendo un relato familiar con un proyecto, al menos, de indignación moral. Esa es la creación colectiva menos vista, interpretada y escuchada de los trabajadores, de lo popular. Por el contrario, la creación de los intelectuales fue la llamada transición democrática, la perpetuidad de la libertad consumidora asociada a la libertad para sufragar, la sospecha sobre el Estado, los partidos, la política. Y, por supuesto, la prohibición de hablar de pueblo o popular. En su lugar, prefirieron pintoresquismo, cuando no miserabilismo. No puede leerlo porque estaba convencida de que su papel como élite del sentido era el desaliento.

Digo esto porque, en el debate inconexo sobre los libros de texto gratuitos de la educación pública, pervive esa desazón con lo popular que, en este caso, son los maestros y sus alumnos. Tal pareciera que el libro es la fuente del conocimiento –del Mal demoniaco de la empatía, lo colectivo y la solución de problemas sociales–, una especie de fetiche que va a repetirse memorizado en boca de los profesores y será engullido por los niños de primaria. A partir de ese adoctrinamiento, como lo ha llamado la mismísima Iglesia católica, se le asigna a la cultura desde abajo, como hasta ahora, el papel de repetidora. Los maestros carecen de creatividad y los espacios de enseñanza no son lugares de producción de sentido personal, familiar y nacional, sino lugares donde se inyecta –dice la doctrina de la televisión concesionada– un virus de la división, donde, por ejemplo, el reconocimiento del racismo pasa a ser rascista. No hay lugar para el salón de clases como abierto, de convivencia, debate, igualitarismo, sino la petición de que regrese la educación donde las matemáticas van en un libro por separado, la familia es la del cine de los años 40 y la gramática no contemple el uso cotidiano de las lenguas. No importa que los maestros, los que saben enseñar a aprender, hayan participado en el diseño de los nuevos libros. Ellos son pueblo, no están en posición de pensar, sólo de hacer. Y, por eso, creo debe abrirse en las escuelas públicas el debate de la novedad de lo popular, donde la élite catedrática es casi analfabeta.

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