Los números cuentan otra realidad. Con Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto el fenómeno se intensificó: el panista tomó el poder con 10 mil asesinatos al año y lo dejó en 26 mil; el priista lo recibió con esta cifra y la llevó a 36 mil. Es decir, lejos de atenuar el problema, lo multiplicaron. Bajo cualquier perspectiva, lo que hicieron en materia de seguridad tendría que ser cuestionado a partir de estos resultados. López Obrador no pudo resolver el problema, pero en efecto al menos logró que no siguiera creciendo en sus primeros tres años, y en los siguientes tres comenzó a disminuirlo. Al terminar su administración habrá pasado de 36 mil a 30 mil anuales. La tasa de asesinatos por 100 mil habitantes habrá disminuido de 28 a 25. Una proporción que nos mantiene entre los más altos del mundo, pero al menos desescalando posiciones.
Cualquier valoración tendría que partir de estos números, no de la propaganda. Algo funcionó en lo que se hizo, pese a todo. Poco, si se considera la enorme sangría que supone 82 asesinatos en promedio cada día y una disminución de 20% a lo largo del sexenio. Mucho, si se considera lo extraordinariamente difícil que supone detener una tendencia expansiva que parecía imparable.
Si bien los números terminarían dando parcialmente la razón a López Obrador, la pregunta es si esa tibia mejoría está a la altura de las expectativas de la población. Una parte de la exasperación es hasta cierto punto natural: los ciudadanos están exhaustos por el impacto acumulado tras décadas de violencia. Y, por lo demás, aunque los números hayan comenzado a bajar lentamente, hay regiones en las que el control por parte de los delincuentes se ha intensificado, particularmente en lo que toca a extorsiones por derecho de piso y asaltos. No siempre la disminución de asesinatos significa un retroceso del crimen organizado, a veces es lo contrario: simplemente obedece al enseñoramiento de un poder salvaje en una región al grado de que ya no exige sangrientos enfrentamientos con sus rivales.
No obstante, otra parte de la exasperación proviene del uso político de la violencia por parte de la oposición y los medios críticos. A juzgar por las portadas de algunos periódicos, parecería que la situación es exponencialmente peor que en los últimos años de Enrique Peña Nieto, a pesar de ser lo contrario. Insisto, puede ser leve la mejoría, pero con el priista los asesinatos rondaban la cifra de 100 diarios, sin que la nota roja inundara los noticieros. La cobertura tan contrastante fue producto, en parte, de la estrategia de silencio que impuso el gobierno peñanietista, ayudada por una derrama sustancial en publicidad oficial; y en parte porque la oposición ha encontrado que esta es la punta de lanza, el flanco más débil de la 4T, de cara a la opinión pública. Nada es más efectivo que exasperar los miedos de la población y a eso está dedicada en gran medida la estrategia electoral y mediática de los adversarios del lopezobradorismo.
Todo eso es hasta cierto punto natural. Lo malo es que nos enfrentamos a un problema demasiado dramático para convertirlo en materia de propaganda en un sentido u otro. Defender la estrategia de seguridad a ultranza para apoyar a la 4T puede ser tan dañino como desacreditarla simplemente para dañar al gobierno o a su candidata. Un tema demasiado importante para convertirlo en piñata de intereses y pasiones políticas.
Si los números muestran que algo está funcionando, pero de manera demasiado lenta o insuficiente, tendría que conducirnos a analizar, con cuidado y responsabilidad, los pros y contras de lo que se está haciendo. Lo peor que podría suceder es volver a comenzar de cero, arriesgando el regreso de la terrible tendencia al alza que al menos se pudo detener.
Pero quizá tampoco podemos permitirnos que la percepción de miedo o impaciencia se extienda demasiado tiempo. Se necesita acelerar el ritmo para que esa sensación no derive en salidas falsas o desesperadas. En otros países la exasperación de los habitantes ha propiciado el triunfo de verborreicos de rostro fotogénico y fórmulas simplistas que ofrecen seguridad a cambio de la pérdida de libertades. Sería terrible terminar siendo presa de lo que la propaganda ha inflado.
Y también debemos entender que estamos en una carrera contra el tiempo en otro sentido. El probable triunfo de Donald Trump nos coloca en una especie de cuenta regresiva. El republicano ha convertido el combate al tráfico de fentanilo (además de la migración) en banderas electorales. Si llega a la Casa Blanca la tentación para intervenir en México de manera directa en un sentido u otro, será mayúscula. Más allá de que tales pretensiones imperiales son éticamente inadmisibles, nuestra mejor defensa es una estrategia de combate al crimen que esté funcionando. Lo que hasta ahora estamos haciendo no constituye un escudo para blindarnos frente a las críticas externas. Y no, no es un asunto meramente interno. Bajo el argumento de que el fentanilo “mata” a 100 mil estadounidenses al año, nuestro poderoso vecino convierte el asunto en un tema de política doméstica.
Así pues, al margen de la grilla, funcionarios, expertos y miembros del nuevo equipo de gobierno tendrían que revisar sin prejuicios y con realismo lo que se ha hecho bien y ha permitido avances relativos, lo que no ha funcionado, lo que puede fortalecerse, lo que habría que eliminar. La estrategia seguida hasta ahora constituye una opción militarizada, aunque solo presencial, con cientos de cuarteles y más de cien mil miembros de la Guardia Nacional desplegados en el territorio. No es claro lo que vaya a seguir. Todo tiene riesgos e implicaciones delicadas. A falta de espacio para examinarlas en este texto, solo insisto en que se haga de manera responsable y, sobre todo, al margen de mezquindades ideológicas y partidistas.
@jorgezepeda
Jorge Zepeda Patterson
Es periodista y escritor.
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