Por Fernando Buen Abad
La burla no es inocente: opera como dispositivo ideológico, violento y deshumanizante en la lógica neoliberal y mediática contemporánea
Aquí se entiende la “burla” como una enfermedad ideológica de clase cuyo propósito fundamental es aniquilar socialmente a las víctimas. Desde luego existen matices, vectores y definiciones de la burla contra los poderes económicos y simbólicos y donde cumple un papel de resistencia semiótica, siempre cuestionable y siempre coyuntural.
La sola burla no constituye salidas, aunque trafique catarsis varias. De lo cotidiano a lo histórico los fabricantes de burlas trabajan para intoxicar las relaciones sociales con basura deshumanizante e imponer en las colectividades una complicidad decadente y tóxica parida por la mezcla de las peores patologías sociales hegemónicas. Todo es susceptible de ser víctima en el reino absurdo de las burlas y de los burlones. Algunos la llaman hoy “bulling”.
Una burla no es un simple acto lúdico o una forma inocente de humor, es una operación semiótica compleja que puede funcionar como dispositivo de exclusión, dominación o deshumanización. En las sociedades contemporáneas, donde los vínculos sociales atraviesan un proceso sostenido de erosión —producto del neoliberalismo, la hiperindividualización y la cultura del espectáculo—, la burla se constituye en un mecanismo privilegiado para la desarticulación del lazo social. Este texto propone una lectura semótica crítica de las burlas en tanto prácticas discursivas que, lejos de ser triviales, configuran estructuras profundas de significación social.
Toda burla es un acto de significación. Se estructura mediante un enunciador (quien burla), un enunciatario (el público) y un objeto burlado (el blanco). Este triángulo semiótico no es simétrico ni neutral: articula relaciones de poder, jerarquías y construcciones de sentido que refuerzan o cuestionan las formas hegemónicas de identidad y pertenencia. Puede analizarse como un acto de manipulación modal, donde el sujeto que perpetra burlas intenta imponer un cierto “saber” o “querer hacer” al público, a través de la denigración del otro. Pero, más allá de la estructura superficial, lo importante es el contrato social implícito que se activa: ¿quién tiene derecho a burlarse?, ¿de qué se puede uno burlar?, ¿por qué se celebra la
Toda burla está cargada de ideología. Es una forma de sentido que se naturaliza como “humor” o “ironía” pero que, en verdad, vehicula representaciones de clase, género, raza y poder. Hay burlas y clase social donde el desprecio al “pobre”, al “inculto”, al “negro”, al “grasa”, son prácticas habituales donde la burla se convierte en forma de violencia simbólica para reforzar distinciones de clase. Hay burlas y colonialismo interno que matrices coloniales, donde lo indígena, lo popular o lo mestizo son objeto de ridiculización. La burla opera aquí como forma de colonización del imaginario. Hay burlas de género y sexualidad donde el machismo se expresa con frecuencia mediante degradaciones a las mujeres, personas no heterosexuales o identidades de género disidentes. Estas burlas, más allá de su tono, consolidan órdenes patriarcales y transfóbicos.
Esas burlas con su modalidad destructiva, actúa como un ácido sobre el tejido social: debilita la empatía, erosiona el respeto mutuo, impide la reciprocidad y fragmenta el reconocimiento. En este sentido, puede ser analizada como una tecnología semiótica de descomposición de lo común y para la destrucción de la alteridad. Convierte al otro en objeto, no en sujeto de relación. La víctima no participa del juego de sentidos, sino que es reducido a una caricatura de sí. Esta cosificación impide la dialéctica del reconocimiento.
Esa violencia del burlón cancela la posibilidad de diálogo, porque convierte la expresión del otro en un motivo de mofa. Esto bloquea los procesos comunicacionales dialógicos, necesarios para construir comunidad y normaliza el desprecio. Por eso el uso sistemático de la burla en medios, redes o discursos políticos banaliza el desprecio. Se convierte en una norma desmoralizante que produce cinismo colectivo, incapacidad de conmoción y desensibilización moral.
Tenemos hoy regímenes de burla en la era digital que han amplificado la función destructiva de la burla. En las redes, los memes, los comentarios irónicos o calumnias que se propagan sin responsabilidad ni contexto. Esta circulación masiva convierte la burla en un acto performativo de deshumanización colectiva, donde la víctima es expuesta públicamente al escarnio.
Rompe con los límites éticos y se convierte en espectáculo. En este contexto, se consolida un fascismo emocional que no sólo se impone con armas, sino con discursos. La burla es una herramienta retórica del fascismo afectivo: su uso sistemático produce desprecio por el otro, goce en la humillación y adhesión emocional a figuras de poder que se burlan de los débiles.
Daña severamente en contextos donde ciertas vidas se consideran descartables, la burla no es sólo una agresión simbólica es intención de muerte semiótica, una forma de anunciar que esa vida ya no merece ser tomada en serio.
Contra la lógica destructiva de la burla, se impone la necesidad de una ética comunicacional fundada en el respeto, la escucha y la compasión. No se trata de censurar el humor ni de promover la solemnidad autoritaria, sino de reconstruir una semótica del cuidado. Una forma de significar que permita restituir el vínculo, el juego mutuo, el reconocimiento del otro como interlocutor válido. Una revolución de las conciencias. Dejar de divertirse con las penurias de otros.
Aquí exigimos una militancia profunda de crítica semiótica para desmontar, también, los dispositivos de burla naturalizados, visibilizar sus efectos y construir otros lenguajes posibles. El humor emancipador, el que se ríe con el otro y no del otro, puede ser una herramienta poderosa de rehumanización. Si entendemos que la burla no es inocente. En contextos de fragmentación social, su uso acrítico contribuye a la destrucción de los lazos que sostienen la vida común.
Comprender su lógica semiótica, desenmascarar sus efectos ideológicos y reconstruir formas solidarias de sentido son tareas urgentes para una política de la comunicación verdaderamente humanista. Basta de la negación ontológica del otro, ridiculizarlo, despojarlo de sentido y dignidad. Burlarse encarna una forma de nihilismo práctico que destruye el vínculo ético que debe sustentar toda comunidad.
Desde nuestra perspectiva filosófica, la burla revela una relación fallida con la alteridad, una huida de la responsabilidad que nos impone la dignidad humana. Burlarse de otros es una forma de criminalidad semiótica, allí donde debería haber hospitalidad del pensamiento. Pero la burla instala cinismo.
Por eso, no es sólo un problema de formas, sino de fondo. La burla es síntoma de descomposición burguesa que intoxica y enferma la construcción de lazos humanos. Urge, entonces, combatir toda forma de burla de clase con las fuerzas humanistas de la ética del cuidado. Sólo una comunicación basada en la empatía puede contrarrestar esta patología cultural. Pronto.

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