Estimado Javier Hernández:
Tomo la oportunidad de emplear este espacio periodístico para emitir un mensaje que de entrada parecería imprudente, porque lo escribo yo, que no te conozco personalmente y me limito a saber de tu vida pública como deportista profesional; y lo que sé como uno más de los cientos de millones de aficionados al futbol que hay en el mundo; y uno más de las decenas de millones de aficionados al Club Deportivo Guadalajara que hay en México y fuera de sus fronteras.
Pero por mucho que este mensaje para ti aparente ser un asunto irrelevante, o en el mejor de los casos una carta personal y unilateral, no lo es por dos razones. La primera es porque yo considero cierta la premisa del gran sociólogo estadunidense Wright Mills, quien señaló, en su obra cumbre llamada La imaginación sociológica de 1959, una verdad que no sólo es poética sino que es una clave intelectual enorme, y esa es la de que a través de la vida de una persona se puede leer la historia de una sociedad.
Si a eso se le añade que la persona cuya vida se trata de leer, como en este caso la tuya, Javier, es la de una figura pública cuya voz tiene resonancia y liderazgo en miles, quizá millones de personas, el asunto se vuelve una obviedad: hablar de tu persona podría significar el interés de todos aquellos que en ti ven un ídolo, ven un ejemplo, ven un personaje que puede dejar un legado; ven a un adversario futbolístico que deturpar; o, como es mi caso, ven a un goleador histórico que al hablar, guste o no, captará atención multitudinaria y nunca indiferencia.
Ya justificada mi carta pública, paso ahora al tema que entraña relevancia. Primeramente quiero decir que la imagen más vigorosa, fuerte y viril que hay de ti, no es la tuya birlando con firmeza y brillantez al portero Hugo Lloris en el Mundial de Sudáfrica para marcar un gol de polendas que encaminaría la histórica victoria mexicana contra la Selección Francesa en ese 2010.
Tampoco tu imagen más fuerte es la de cuando hiciste una jocosa y aceptable provocación a los jugadores del archirrival Atlas el año pasado, cuando, como la ocasión lo ameritaba, encabezaste un escarnio de ellos cuando tu equipo Chivas, que es también el mío como aficionado, entró a la liguilla tras derrotarlos en el clásico local, en una mofa válida que fue consecuencia de provocaciones previas de los adversarios y que se dio solamente después de que nuestro equipo hablara bien y con goles en la cancha.
Tu imagen más fuerte y vigorosa, sin embargo, es otra, y tomó lugar cuando el 17 de junio de 2018, en la Copa Mundial celebrada en Rusia, México logró una victoria histórica ante el campeón vigente, la poderosa Alemania, en un partido trepidante y brillante de la Selección Mexicana, donde sobresaliste al ser parte clave de la jugada que generó el único gol del encuentro. Ahí, cuando el árbitro oficializó el fin del partido y el triunfo mexicano, diste al mundo un rostro de fortaleza impecable, porque comenzaste a derramar hilos de feliz llanto, movido por la grandeza emotiva del momento.
Ahí, no te limitó la predecible burla de las bestias tóxicas que suelen merodear y expeler sus frustraciones disfrazados de aficionados al futbol. No te limitó la posible cauda de memes inmaduros que trataran de hacerte sentir vergüenza por llorar a la luz pública. No te limitó la posibilidad de recibir apodos lerdos. No te importó, en suma, tirar a la basura una tesis histórica que ha sido un insalubre acompañante de la humanidad, y es esa de que “los hombres no deben llorar”.
En ese momento, mostraste algo que a cualquier ser humano mentalmente sano le puede pasar, y eso es que cuando una emoción te desborda, también el llanto puede anegar el rostro, y eso no sólo es un denominador común para cualquiera, sea mujer u hombre, sino que ese llanto es algo válido, legítimo y necesario. Quien trate de ocultarlo hace y se hace daño; y quien diga que nunca ha sentido esa emoción desbordada miente o se trata de un robot antipático. O, en el peor de los casos, se trata de una persona que cree que siempre debe estar mostrando fortaleza, precisamente porque su mayor debilidad es que le aterra que lo vean débil. Eso no es ser fuerte: es una fachada autodestructiva que tarde o temprano estalla.
Ese día de 2018, de manera voluntaria o no, pisoteaste un prejuicio tan viejo como dañino, referido a que los hombres no deben llorar porque si lo hacen son debiluchos, cobardes, “maricas” o “afeminados”. No existe tal cosa como la “energía femenina”, pero si lo hiciera, en esta mentalidad rústica y venenosa, derramar lágrimas sería sin duda uno de sus rasgos.
Y aquel día de 2018 fuiste valiente y fuerte porque estuviste por encima de ese prejuicio histórico y dañino, que, sin exagerar, ha neurotizado, vapuleado y corroído a millones de hombres, quienes cambian la felicidad y estabilidad propias para hacer lo que creen que la sociedad más obtusa espera de ellos.
Ese día, antes que fuerte, valiente o ejemplar, fuiste libre. Te ubicaste muy por encima de las hordas de cretinos que aprovecharían el momento para emitir contra ti mofas dignas de aborrescente o chistes idiotas dignos de pared de baño público. Te valió un sorbete lo que los gusanos pensaran y te diste el lujo de escocerlos y hacerlos retorcerse con una imagen tuya llorando de felicidad.
Porque, como debes saber, a esos gusanos y a esos pubertos tardíos que esperan un supuesto gesto de debilidad en el prójimo para hacer burla de él, los mueve un principio freudiano muy básico: como ellos son infelices, no quieren que nadie sea feliz. Por eso hubieran querido demeritar tu imagen donde desbordabas una emoción válida.
Y así como tú ese día, hubo varios compañeros tuyos en la Selección que sentían la misma felicidad que te invadió y decidieron expresarla de otras vías. Ahí estuvo Miguel Layún abrazándose con ahínco con sus colegas. Ahí estuvo Alfredo Talavera celebrando lleno de euforia a su técnico Juan Carlos Osorio; mientras "Chucky" Lozano recibía los más cálidos parabienes de toda su carrera profesional; y otros más se tiraban desperdigados por el césped, alzando brazos al cielo en una muda plegaria de agradecimiento y simultáneamente de alegría.
Entre todas las posibilidades tú quisiste derramar gratas lágrimas y, como lo mandata el canon de salud social, sin que te importara la opinión del sector más tonto de la sociedad. Y ese es la clave de todo: pudiste sucumbir y mantenerte esclavizado a la horrible consigna de que “los hombres no lloran”, pero decidiste ejercer tu libertad, como otros ejercieron la suya sin lágrimas pero desbordados también de felicidad.
Y es que, Javier, de esa cuestión sencilla se trata la equidad de género en una sociedad civilizada y pacífica: consiste simplemente en una mayor libertad de elegir. Vi tu video breve de días recientes donde expones tus percepciones sobre la “energía femenina” y la masculinidad, donde denuncias, sin ningún matiz, que las “mujeres están fracasando” y “haciendo a la sociedad hipersensible”.
Resulta una completa incoherencia, cuando no una imperdonable contradicción, escuchar esas salmodias esotéricas y misóginas en contra de la “sociedad hipersensible” de alguien que tuvo el valor de llorar sensiblemente en público.
Perdón Javier -me tomo la confianza de tutearte aunque no nos conozcamos-, pero esa zafiedad contra la “hipersensibilidad” es justamente el tipo de barbajanadas que expectoraron los pubertos eternos que se mofaron de ti cuando celebraste a tu modo el triunfo contra Alemania. Aquí hay sólo dos opciones: en aquella ocasión infiero que esos comentarios te incomodaron -como era tu derecho- o, maduramente, los ignoraste. Pero absolutamente nadie debió aplaudirlos.
Y cualquiera de ambas opciones es justamente lo que una sociedad madura debería hacer ahora ante tus dichos. Ya sea que esa sociedad se incomode y con razón te los recrimine, o te los ignore; hecho que se antoja imposible dada tu relevancia como celebridad con amplia visibilidad y con tantos seguidores que ven en ti un modelo de conducta.
La equivocación de tus dichos radica precisamente en la negación de la libertad. Ignoro qué concepto prejuicioso tengas en contra de la equidad de género, pero la clave central ahí estriba en que estamos obligados a no imponer jerarquías. Si una mujer se dedica al hogar y a cuidar a sus hijos debe ser porque ella libremente así lo decidió y no porque un prejuicio medieval así se lo impuso. Si una mujer decide nunca casarse, no ser madre y dedicar de lleno su vida a su profesión para proveerse a sí misma, sólo limpiar para sí misma y multiplicarse sólo a sí misma, es válido también.
El mundo hoy nos ha demostrado con creces que esta libertad no sólo es posible, sino que es deseable. Basta que observes a tus colegas futbolistas del equipo femenil del Guadalajara, que de haber seguido la consigna ultramontana de la “energía femenina” que exigiste, nunca habrían llegado a la profesión deportiva donde, orgullosamente para ellas y para todos, están hoy.
Cierro esta carta con una preocupación de fondo. Hoy el mundo vive una ola de ascenso de un nuevo fascismo que, precisa y curiosamente, tiene como principal base social a hordas de jovenzuelos célibes involuntarios, inseguros de su hombría, incapaces por su propia culpa de socializar sanamente, que buscan disfrazar su impericia mundana de “individualismo”, y culpan de su fracaso afectivo y de su soledad no a su pésima forma de vincularse sino “al feminismo”.
Igual que los grotescos barrabravas americanistas de los años noventa, que culpaban de las derrotas no al pésimo desempeño de su equipo, sino al árbitro o a conspiraciones imaginarias, así se ve esta horda de jovenzuelos débiles, que en vez de hacer la fácil labor de respetar a las mujeres y así ganarse su aprecio, prefieren culparlas de su propia incapacidad de relacionarse, sin darse cuenta que en el menosprecio por ellas se camufla en un círculo vicioso el desprecio mayor que en el fondo sienten por sí mismos.
Y no es exagerado lo que te digo, Javier. Hay una palabra dolorosa que empleas en tu discurso y es cuando apelas a que las mujeres deben liderarse por hombres, lo cual implica por fuerza la idea de que son seres minusválidos que necesitan de una supremacía que las dirija. Debes saber Javier que los fascismos de todos los tiempos se distinguen precisamente por eso: por la noción peligrosa de que naturalmente existen jerarquías por razones de clase, género, raza o nación; donde un grupo humano vale más que otro y tiene derecho a imponerse.
La historia ya nos legó dolorosas y sangrientas lecciones de cuán destructivo, peligroso y miserable es este pensamiento. Por supuesto que no te estoy acusando de fascista, pero sí llamo a que nos preguntemos públicamente por qué todos los líderes del fascismo posmoderno -sean Trump, Javier Milei o Eduardo Verástegui- suelen tener entre sus huestes más visibles y en sus bases más leales a personajillos que asemejan a la horda de obtusos que aplaudió tu discurso.
Reconozco que ofreciste disculpas por tus dichos y observé las sanciones de las que fuiste objeto, mismas que a muchos les podrían parecer un exceso. Yo soy partidario de las sanciones formativas más que las coercitivas porque lo importante no está en retractarse cuando uno dice una barbaridad; sino saber el saber precisamente por qué eso es una barbaridad.
Cierro esta carta, que quizá no te llegue pero en el fondo es una reflexión pública sobre hechos relevantes en el mundo contemporáneo a partir de tus dichos, citando otras palabras tuyas. Tu historia merece que se te recuerde como ese novel campeón goleador del Guadalajara en 2010 cuya brillante campaña lo llevó al Mánchester United. Como ese artillero mexicano que aún ostenta la marca de mayor cantidad de goles en la Selección Nacional. Como ese entusiasta que labró su suerte en el campo para verter goles increíbles en México, Inglaterra, España, Estados Unidos, Sudáfrica, Brasil o Rusia.
Y quizá, también, como alguien que se desdijo de un discurso deletéreo, supremacista, irrespetuoso con tus colegas de institución, con tus compatriotas mujeres y contigo mismo; para así mostrar que es capaz de reconocer la libertad que las mujeres tienen para ser lo que deseen ser sin imposiciones sexistas, del mismo modo que tú, valiéndote de esa misma libertad, derramaste hipersensibles y muy válidas lágrimas de felicidad ante la vista de todos. Como seguidor del equipo donde juegas, y como militante eterno del antifascismo, espero que así sea. Pensemos cosas chingonas.
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