Carmen Boullosa
1. Eugenio Toussaint
De niño se paraba de puntitas para alcanzar el teclado del viejo piano alemán de su abuela que tenían en casa -añoso, pesado, con candelabros-. Ahí se despertó un Hamelin. Desde entonces supo que lo suyo era ser músico.
A los ocho años sus papás le encontraron maestra que le enseñara las artes del oficio. Ella quiso enseñarle una música letrada, que no era para él. Dejó a un lado el piano, y se mudó a la guitarra, una hábil estrategia para esquivar la academia.
Desde los 10 años fue rockero profesional, entró a una primera banda.
Un día, más por juego que por otra cosa, con algún amigo músico, regresó al piano, por improvisar. Jazzearon. Supo que volvía a lo suyo.
Con él, sus hermanos, Fernando, Enrique, Cecilia, todos geniales y diferentes.
Eugenio Toussaint participó en conciertos con Paul Anka, Herb Alpert, más reciente con el puertorriqueño Eddie Gómez. Era de talla internacional. Además de músico popular, fue compositor de música “culta”, para orquesta.
Entraba y salía de las iluminaciones del verdadero jazzista con temperamento. Aunque enorme -un hombresote-, había en su música la magia y el asombro de aquel niño que se acercara al teclado de puntitas para alcanzarlo.
Da un pesar enorme que haya muerto.
2. Carmen Aristegui
Todos salen perdiendo con su despido. Sin duda un rumor es inadmisible en la Cámara de Diputados, es provocación barata. El deber del periodista es aclararlo, sacarlo del musgoso territorio, y llevarlo a la luz del día. Creo que es lo que Aristegui quiso hacer. ¿Resultado? Un empujón a las tinieblas. No sé si, como decían en manifestación de apoyo, todos seamos Carmen -yo sí, por bautizo y por filia-, porque hay los que no la quieren, pero lo que es un hecho es que su despido nos empuja a la escondidilla del musgo. Un paso atrás, o varios.
3. Las hijas del Cid
Releí El Cantar del Mío Cid. Me quedé de a cuatro. Tiene partes geniales, de una fuerza literaria que sorprende al oído contemporáneo. ¿Me interesó tanto porque ya regresamos a la violencia del temprano medioevo? Y por los fraticidios, el antisemitismo y los (malos) moros degollados, que representan al dedillo la “reconquista” de Iberia, el antisemitismo, la expulsión que vendrá de los judíos y después de los moriscos.
El pasaje que me dejó más cabizbaja es el de la afrenta de los Carrión a las hijas del Cid, casi niñas. Después de una noche de amor, sus nuevos maridos las llevan a solas a un despoblado, les quitan las ropas, las golpean hasta con las espuelas, y las abandonan cuando las dan por muertas.
¿Es una semilla mítica del feminicidio?
¿Cómo pudieron amarlas y horas después proceder a maltratarlas? Imagino en sus bocas una frase de Ibsen: “Tu crimen: mataste el amor que había en mí”, que tomo de:
4. John Gabriel Borkman
Las pilas de nieve que pueblan estos días Nueva York se prolongan sobre el escenario del teatro, en el montaje del prestigioso Abbey Theater de Irlanda. Pero ni la nieve, ni el fraude bancario del personaje central (tan frescos y familiares para oídos neoyorkinos) ni el desparpajo del hijo ni la hambruna sentimental de la madre ni las interpretaciones de Alan Rickman, Fiona Shaw y Lindsay Duncan consiguen despertar al público. El motivo es el montaje, riguroso, pero muy acartonado.
Con todo, los neoyorkinos ríen, inopinadamente se burlan del ridículo en que creen ver caer al autor.
5. El tiempo que queda
La película palestina, de Elia Suleiman, va de la creación del Estado de Israel en 1947, desde una perspectiva doméstica, la de la propia familia del director, y termina en el día de hoy. El tema no es fácil. Los primeros 20 minutos son inmejorables. El final sólo vale la pena por un par de imágenes -en una de ellas, aparece un niño palestino obeso, harto de comer cochinadas por no tener satisfacción ninguna, ni perspectiva personal o colectiva, ¿suena a México?
6. Cold Weather
La dirige Aaron Katz. Del género mumblecore, o neorrealismo digital, o slackavettes -¿murmullo duro?-. Raúl Castillo roba cámara de tan bueno, y contra el género. El final: hilarante, despierto.
De niño se paraba de puntitas para alcanzar el teclado del viejo piano alemán de su abuela que tenían en casa -añoso, pesado, con candelabros-. Ahí se despertó un Hamelin. Desde entonces supo que lo suyo era ser músico.
A los ocho años sus papás le encontraron maestra que le enseñara las artes del oficio. Ella quiso enseñarle una música letrada, que no era para él. Dejó a un lado el piano, y se mudó a la guitarra, una hábil estrategia para esquivar la academia.
Desde los 10 años fue rockero profesional, entró a una primera banda.
Un día, más por juego que por otra cosa, con algún amigo músico, regresó al piano, por improvisar. Jazzearon. Supo que volvía a lo suyo.
Con él, sus hermanos, Fernando, Enrique, Cecilia, todos geniales y diferentes.
Eugenio Toussaint participó en conciertos con Paul Anka, Herb Alpert, más reciente con el puertorriqueño Eddie Gómez. Era de talla internacional. Además de músico popular, fue compositor de música “culta”, para orquesta.
Entraba y salía de las iluminaciones del verdadero jazzista con temperamento. Aunque enorme -un hombresote-, había en su música la magia y el asombro de aquel niño que se acercara al teclado de puntitas para alcanzarlo.
Da un pesar enorme que haya muerto.
2. Carmen Aristegui
Todos salen perdiendo con su despido. Sin duda un rumor es inadmisible en la Cámara de Diputados, es provocación barata. El deber del periodista es aclararlo, sacarlo del musgoso territorio, y llevarlo a la luz del día. Creo que es lo que Aristegui quiso hacer. ¿Resultado? Un empujón a las tinieblas. No sé si, como decían en manifestación de apoyo, todos seamos Carmen -yo sí, por bautizo y por filia-, porque hay los que no la quieren, pero lo que es un hecho es que su despido nos empuja a la escondidilla del musgo. Un paso atrás, o varios.
3. Las hijas del Cid
Releí El Cantar del Mío Cid. Me quedé de a cuatro. Tiene partes geniales, de una fuerza literaria que sorprende al oído contemporáneo. ¿Me interesó tanto porque ya regresamos a la violencia del temprano medioevo? Y por los fraticidios, el antisemitismo y los (malos) moros degollados, que representan al dedillo la “reconquista” de Iberia, el antisemitismo, la expulsión que vendrá de los judíos y después de los moriscos.
El pasaje que me dejó más cabizbaja es el de la afrenta de los Carrión a las hijas del Cid, casi niñas. Después de una noche de amor, sus nuevos maridos las llevan a solas a un despoblado, les quitan las ropas, las golpean hasta con las espuelas, y las abandonan cuando las dan por muertas.
¿Es una semilla mítica del feminicidio?
¿Cómo pudieron amarlas y horas después proceder a maltratarlas? Imagino en sus bocas una frase de Ibsen: “Tu crimen: mataste el amor que había en mí”, que tomo de:
4. John Gabriel Borkman
Las pilas de nieve que pueblan estos días Nueva York se prolongan sobre el escenario del teatro, en el montaje del prestigioso Abbey Theater de Irlanda. Pero ni la nieve, ni el fraude bancario del personaje central (tan frescos y familiares para oídos neoyorkinos) ni el desparpajo del hijo ni la hambruna sentimental de la madre ni las interpretaciones de Alan Rickman, Fiona Shaw y Lindsay Duncan consiguen despertar al público. El motivo es el montaje, riguroso, pero muy acartonado.
Con todo, los neoyorkinos ríen, inopinadamente se burlan del ridículo en que creen ver caer al autor.
5. El tiempo que queda
La película palestina, de Elia Suleiman, va de la creación del Estado de Israel en 1947, desde una perspectiva doméstica, la de la propia familia del director, y termina en el día de hoy. El tema no es fácil. Los primeros 20 minutos son inmejorables. El final sólo vale la pena por un par de imágenes -en una de ellas, aparece un niño palestino obeso, harto de comer cochinadas por no tener satisfacción ninguna, ni perspectiva personal o colectiva, ¿suena a México?
6. Cold Weather
La dirige Aaron Katz. Del género mumblecore, o neorrealismo digital, o slackavettes -¿murmullo duro?-. Raúl Castillo roba cámara de tan bueno, y contra el género. El final: hilarante, despierto.
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