Editorial La Jornada
un tipo de insurgenciay tienen el potencial para hacerse del gobierno en nuestro país. El funcionario añadió que no le gustaría ver un escenario en el que las fuerzas estadunidenses tuvieran que ser enviadas a combatir
en nuestra frontera, en violación de nuestra constitución, o incluso tener que enviarlas a través de ella.
Vistos en forma aislada, los comentarios de Westphal podrían entenderse como una opinión personal
–así los caracterizó, de hecho, el funcionario–, ciertamente preocupante y desafortunada, sobre la naturaleza de la inseguridad y la violencia que recorren nuestro país y sobre sus posibles consecuencias. Una consideración ineludible, sin embargo, es que lo dicho por el subsecretario del Ejército estadunidense es esencialmente una repetición, salvo matices, de lo expresado por la secretaria de Estado de ese país, Hillary Clinton, el 8 de septiembre del año pasado, cuando calificó de insurgencia
la actividad de los grupos dedicados al tráfico de drogas en México e incluso sostuvo que nuestro país está en situación parecida a la Colombia de hace 20 años
.
Resulta difícil, pues, asumir tal coincidencia en la caracterización de lo que hoy se vive en México como producto de la casualidad. Antes bien, dichas declaraciones confirman una visión distorsionada, y compartida por algunas de las autoridades del vecino país, sobre los complejos fenómenos sociales y delictivos que tienen lugar en territorio mexicano. Dicho equívoco se basa, como se mencionó en su momento en este mismo espacio, en un argumento falaz: sostener que, como el narco y las organizaciones insurgentes recurren a medios comunes –en concreto, el uso de la violencia y el control sobre zonas del territorio nacional–, comparten también los mismos fines. El sofisma omite dos datos fundamentales: que los métodos violentos y el dominio territorial son empleados también por actores diferentes de los grupos insurreccionales y la delincuencia organizada –empezando por el propio Estado; y que, mientras el objetivo de los primeros es esencialmente político, la motivación de la segunda es estrictamente mercantilista y de utilidad económica.
La equiparación del narcotráfico con la insurgencia tiene implicaciones indeseables, como confundir a la opinión pública y distorsionar su comprensión de los fenómenos delictivos y violentos en México; soslayar la responsabilidad de las propias autoridades estadunidenses en la configuración de los mismos –por ejemplo, su incapacidad para frenar la demanda de drogas en ese país y el flujo de armas al nuestro–, y justificar la criminalización, persecución y aplastamiento de movimientos y activistas opositores, con el pretexto de combatir a los cárteles.
Pero lo más preocupante de estos señalamientos es que con ellos se da pie a la perspectiva –mucho más explícita en lo dicho ayer por Westphal que en lo expresado por Clinton hace unos meses– de una ampliación del injerencismo de Washington en las tareas de combate al narco en México e incluso de una intervención directa de efectivos de ese país en el territorio nacional. Y es que, si se atiende a las declaraciones del subsecretario del Ejército, las resistencias de Washington al envío de sus tropas a México no se deben tanto a un respeto de ese gobierno por la soberanía de nuestro país, sino a la posibilidad de que con ello Estados Unidos empiece a sufrir bajas militares en un conflicto en el que los combates, hasta ahora, se han librado exclusivamente entre mexicanos, por más que sus causas originarias estén, en buena medida, relacionadas con acciones y omisiones de las autoridades de la nación vecina.
Así pues, a los costos inaceptables de la actual guerra contra la delincuencia
en materia de seguridad pública, tranquilidad social, respeto a la legalidad y observancia de los derechos fundamentales en México, es obligado añadir una amenaza creciente a lo que queda de soberanía nacional.
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