José Antonio Crespo
En solidaridad con Carmen Aristegui.
La rebelión antiautoritaria en el mundo islámico constituye un ejemplo de la contradicción entre modernización social y democracia, observada en la historia de varios países. Los clásicos del desarrollo político señalan que ahí donde existen fuertes poderes tradicionalistas (típicamente la nobleza feudal y las iglesias) no es posible (o al menos, nada fácil) emprender un proceso de modernización social (económica, administrativa, comercial, técnica, cultural) y al mismo tiempo erigir una democracia funcional. Y es que la apertura y libertad propias de la democracia favorecen que los segmentos conservadores utilicen su propio poder para detener o revertir cualquier política modernizadora que amenace sus intereses (y que son casi todas).
En tales condiciones, se hace indispensable concentrar el poder en un agente comprometido con la modernización social, lo que permite neutralizar el poder de los grupos conservadores, pero implica instaurar un régimen autocrático. Ese papel lo cumplieron lo mismo reyes absolutos (como Luis XIV, Alejandro II de Rusia o los Pahlevi en Irán) que dictadores modernizadores (como Porfirio Díaz en México o Kemal Ataturk en Turquía). Sólo sacrificando la democracia temporalmente puede avanzarse en algunos aspectos de modernización social —incluyendo la secularización de la cultura y el surgimiento del Estado laico—, hasta que dicho proceso sea irreversible y la influencia política de los diversos cleros sea limitada (como ocurre hoy en Europa, Japón y Estados Unidos). Es decir, hasta que “la sociedad esté preparada para la democracia”, recordando la famosa sentencia porfirista. Pero en ese momento (difícil de determinar) la apertura democrática ha de hacerse a riesgo de enfrentar un estallido revolucionario (como el de Francia, China, México, Rusia, Irán).
En el mundo islámico, debido a su importancia geopolítica, la modernización ha sido favorecida por las grandes potencias occidentales, pues los cleros islámicos suelen favorecer el integrismo y su probable derivación en radicalismo terrorista. Si además en el Islam fundamentalista se considera a Occidente como encarnación del demonio, entonces fácilmente pueden organizarse guerras santas en su contra. De ahí que la protección de los intereses occidentales en la región —su protección al Estado de Israel— haya suscitado el respaldo a dictaduras personalistas, sean monarquías o republicanas (incluido Saddam Hussein, en Irak). Sin embargo, lo peculiar en esos países ha sido que la modernización no ha logrado erradicar la peculiar cultura islámica, su preservación y carácter militante contra “la occidentalización”. De ahí que al agotarse la legitimidad y viabilidad de las dictaduras modernizadoras, sea elevado el riesgo de un retorno a una teocracia fundamentalista. Ocurrió, desde luego en Irán, cuya revolución de 1979 tuvo la peculiaridad de que, tras la coalición de liberales modernos y ayatolas integristas, éstos terminaron logrando el respaldo de la mayoría social e imprimieron en el movimiento un sello tradicionalista y conservador.
En Argelia, la democratización de 1991 permitió un triunfo electoral del Frente Islámico de Salvación (FIS) contra el que había sido partido único (Frente de Liberación Nacional), por lo cual los líderes modernizadores optaron por un golpe de Estado, sacrificando la incipiente democracia y lanzando al país a una guerra civil de baja intensidad. De ahí el temor de que en Egipto y otros países en revuelta, en lugar de una democracia laica y moderna, resurja algún tipo de régimen fundamentalista que pondría en riesgo el precario equilibrio en la región y, eventualmente, alimentar nuevos movimientos antiestadounidenses (como lo fueron los talibanes de Afganistán y lo siguen siendo los ayatolás de Irán). Especialistas confían en que ese riesgo en Egipto será menor, pues los célebres y temidos Hermanos Musulmanes congregan apenas 125 mil miembros en una población de 80 millones. Pero no es el número de miembros activos lo que podría derivar en un régimen fundamentalista, sino la creciente expansión del integrismo en los ciudadanos de esos países como elemento de identidad nacional y bandera frente a los abusos e injerencia de las potencias occidentales. En tales condiciones, una democracia no sería garantía frente a la influencia de los clérigos y organizaciones fundamentalistas, sino un vehículo para su acceso al poder.
cres5501@hotmail.com
Investigador del CIDE
La rebelión antiautoritaria en el mundo islámico constituye un ejemplo de la contradicción entre modernización social y democracia, observada en la historia de varios países. Los clásicos del desarrollo político señalan que ahí donde existen fuertes poderes tradicionalistas (típicamente la nobleza feudal y las iglesias) no es posible (o al menos, nada fácil) emprender un proceso de modernización social (económica, administrativa, comercial, técnica, cultural) y al mismo tiempo erigir una democracia funcional. Y es que la apertura y libertad propias de la democracia favorecen que los segmentos conservadores utilicen su propio poder para detener o revertir cualquier política modernizadora que amenace sus intereses (y que son casi todas).
En tales condiciones, se hace indispensable concentrar el poder en un agente comprometido con la modernización social, lo que permite neutralizar el poder de los grupos conservadores, pero implica instaurar un régimen autocrático. Ese papel lo cumplieron lo mismo reyes absolutos (como Luis XIV, Alejandro II de Rusia o los Pahlevi en Irán) que dictadores modernizadores (como Porfirio Díaz en México o Kemal Ataturk en Turquía). Sólo sacrificando la democracia temporalmente puede avanzarse en algunos aspectos de modernización social —incluyendo la secularización de la cultura y el surgimiento del Estado laico—, hasta que dicho proceso sea irreversible y la influencia política de los diversos cleros sea limitada (como ocurre hoy en Europa, Japón y Estados Unidos). Es decir, hasta que “la sociedad esté preparada para la democracia”, recordando la famosa sentencia porfirista. Pero en ese momento (difícil de determinar) la apertura democrática ha de hacerse a riesgo de enfrentar un estallido revolucionario (como el de Francia, China, México, Rusia, Irán).
En el mundo islámico, debido a su importancia geopolítica, la modernización ha sido favorecida por las grandes potencias occidentales, pues los cleros islámicos suelen favorecer el integrismo y su probable derivación en radicalismo terrorista. Si además en el Islam fundamentalista se considera a Occidente como encarnación del demonio, entonces fácilmente pueden organizarse guerras santas en su contra. De ahí que la protección de los intereses occidentales en la región —su protección al Estado de Israel— haya suscitado el respaldo a dictaduras personalistas, sean monarquías o republicanas (incluido Saddam Hussein, en Irak). Sin embargo, lo peculiar en esos países ha sido que la modernización no ha logrado erradicar la peculiar cultura islámica, su preservación y carácter militante contra “la occidentalización”. De ahí que al agotarse la legitimidad y viabilidad de las dictaduras modernizadoras, sea elevado el riesgo de un retorno a una teocracia fundamentalista. Ocurrió, desde luego en Irán, cuya revolución de 1979 tuvo la peculiaridad de que, tras la coalición de liberales modernos y ayatolas integristas, éstos terminaron logrando el respaldo de la mayoría social e imprimieron en el movimiento un sello tradicionalista y conservador.
En Argelia, la democratización de 1991 permitió un triunfo electoral del Frente Islámico de Salvación (FIS) contra el que había sido partido único (Frente de Liberación Nacional), por lo cual los líderes modernizadores optaron por un golpe de Estado, sacrificando la incipiente democracia y lanzando al país a una guerra civil de baja intensidad. De ahí el temor de que en Egipto y otros países en revuelta, en lugar de una democracia laica y moderna, resurja algún tipo de régimen fundamentalista que pondría en riesgo el precario equilibrio en la región y, eventualmente, alimentar nuevos movimientos antiestadounidenses (como lo fueron los talibanes de Afganistán y lo siguen siendo los ayatolás de Irán). Especialistas confían en que ese riesgo en Egipto será menor, pues los célebres y temidos Hermanos Musulmanes congregan apenas 125 mil miembros en una población de 80 millones. Pero no es el número de miembros activos lo que podría derivar en un régimen fundamentalista, sino la creciente expansión del integrismo en los ciudadanos de esos países como elemento de identidad nacional y bandera frente a los abusos e injerencia de las potencias occidentales. En tales condiciones, una democracia no sería garantía frente a la influencia de los clérigos y organizaciones fundamentalistas, sino un vehículo para su acceso al poder.
cres5501@hotmail.com
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