Cristina Pacheco
Rodolfo
tiene muchas virtudes, pero sigue siendo un tipo raro. De qué otra
manera puedo calificar a alguien que desde niño ama a los insectos más
que a las personas. Como profesora, me he dado cuenta de que muchos de
mis alumnos muestran esa misma inclinación –en especial los que son
hijos únicos y tienen escaso contacto con sus padres– pero ninguno me
ha dicho que habla con los insectos.
Ese era el mayor interés de Rodolfo. Para lograrlo inventó un
idioma. Ahora comprendo que era una hábil mezcla de vesre y sifinofo,
pero cuando era adolescente me parecía una lengua misteriosa y de
seguro antiquísima que, por razones incomprensibles, privilegiaba a mi
amigo permitiéndole dialogar con los moscos patones, las cucarachas
voladoras, los cara de niño y en especial con las arañas que salían de
entre las grietas, las fisuras y las duelas carcomidas de todas las
viviendas.
Eran ocho sumamente pequeñas y asfixiantes. Cada una correspondía a
la sala, el comedor, la cocina y las habitaciones de una casona vieja
subdividida al extremo, desde la azotea hasta el sótano, y transformada
en vecindad. Rodolfo y sus padres ocupaban lo que había sido un baño
lujoso. Por esta razón era explicable que entre la estufa y las camas
estuviera una tina de porcelana con garras de león en vez de patas y un
bidet, también inservible, cuya utilidad desconocíamos.
II
Después de una muy larga búsqueda, mi familia y yo
llegamos a vivir al último lugar disponible en el viejo caserón: la
cocina. Abarcaba la pared principal un brasero de ocho hornillas. Mi
padre lo clausuró con un tablón para convertirlo en mesa de trabajo.
Allí confeccionaba los artículos de fieltro que empezó a vender desde
que tuvo el accidente que anuló su interés por trabajar en otras
fábricas.
De acuerdo con su plan, mi padre variaba sus artesanías según el
calendario: enero, babuchas y gorros; febrero, cupidos; marzo, caminos
de mesa; abril, flores y mariposas; mayo, corazones; junio, manteles...
Así iba modificando su programa de actividades hasta noviembre. A esa
altura del año se sujetaba a las exigencias de los pequeños
comerciantes que le pedían adornos y accesorios para revenderlos en
diciembre a precios muy superiores a los que le habían pagado.
Cubiertos los pedidos con la ayuda de mi madre, mi papá disponía de
algún tiempo libre para llevarnos a pasear por el rumbo. Caminábamos
durante horas, sin rumbo, pero al fin siempre llegábamos a la zona
comercial y nos deteníamos ante los aparadores de las tiendas en donde
estaban exhibidas las artesanías hechas por mi padre. Verlas envueltas
en papel celofán y adornadas con moños o escuchar los comentarios de
algún posible comprador –
Mira qué preciosidad...– duplicaba la satisfacción de mi papá por su trabajo y nuestro orgullo de saberlo un artista del fieltro.
III
Entre la vivienda de Rodolfo y la nuestra mediaba una
parcela de tierra endurecida que en tiempos remotos, o por lo menos
mucho antes de que llegáramos a vivir a la casona, había sido jardín.
Las únicas pruebas de su existencia eran una camelia apergaminada que
nunca floreció y un arbusto que hacia fin de año adornábamos con
guirnaldas raquíticas y unas cuantas esferas para convertirlo en
nuestro árbol de Navidad.
En ese fantasma de jardín Rodolfo sepultaba a los insectos que,
después de horas o días de vivir en su mochila o en bolsas escondidas
debajo de su cama, se le iban muriendo. A sus pocos amigos Rodolfo nos
invitaba al entierro, pero sólo asistíamos dos o tres guiados por la
curiosidad y el extraño deseo de sentir espanto.
La ceremonia era minuciosa y complicada, empezando por la solemnidad
con que Rodolfo envolvía a los bichos en trozos de papel o, en
circunstancias especiales, depositaba en frasquitos de mermelada que su
padre le traía como recuerdo del avión en que regresaba de Canadá,
donde era albañil, a fin de pasarse una semana en familia o celebrar la
Navidad.
En ambos casos Rodolfo despedía a las arañas, los cara de niño o
cualquier otro bicho muerto, con una larga oración en su idioma
incomprensible. (Por cierto, jamás le pregunté en dónde o cómo lo había
aprendido.) Inmóviles, esforzándonos por disimular nuestra repugnancia,
escuchábamos a Rodolfo esperando el momento en que, convertido en una
especie de sacerdote, tomara entre el pulgar y el índice el cuerpo que
aun inerte nos producía horror y lo envolviera o lo depositara en el
frasquito.
Antes de sepultar a los animales en el hoyo que había hecho con sus
manos en la tierra endurecida como piedra, Rodolfo los levantaba y los
exhibía en sus mortajas: la de papel me recordaba los capullos de
mariposa; la de vidrio me hacía pensar en los aparadores donde, al cabo
de los meses, las artesanías hechas por mi padre iban perdiendo color y
tersura
IV
Entre las rarezas de Rodolfo está la de esfumarse por
largo tiempo o reaparecer mediante llamadas telefónicas y sin darme
explicaciones de su silencio. Sólo porque le insisto me dice si tiene
trabajo o en dónde está viviendo, pero nunca me indica su dirección ni
me invita a visitarlo y mucho menos me promete que volverá a llamarme.
En nuestras largas conversaciones Rodolfo evita hablar del tiempo en
que fuimos vecinos en la casona. Entonces me asombraban su apasionado
interés por las sabandijas y su conocimiento del extraño idioma en que
decía comunicarse con ellos. Por cariño, por amistad, quiero pensar que
lo consiguió y que en verdad es el único y último hablante de una
lengua tan antigua como los primeros insectos que poblaron la Tierra.
¿Y si fuese uno de ellos...?
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