Guillermo Almeyra
Desde
que en los 80 comenzó en México la aplicación de la política neoliberal
exigida por el capital financiero internacional, el hilo rojo de las
resistencias de masa une continuamente y engarza diferentes momentos de
lucha cada vez más radicales.
En 1988 los votantes cardenistas estaban dispuestos a imponer el
respeto a su victoria electoral, pero fueron contenidos por su
dirección, que encarriló su ardor revolucionario hacia un
parlamentarismo conservador y corruptor. Carlos Salinas, con las
políticas de desmantelamiento de las redes de protección social en el
campo y para los trabajadores, pudo abrir así el camino a la
integración subordinada de México en la economía y la política de
Washington, con las privatizaciones y el Tratado de Libre Comercio para
América del Norte.
El resultado fue el estallido de la rebelión zapatista en Chiapas,
que dio voz a la protesta indígena y campesina y a quienes en 1988
habían sido derrotados sin poder combatir, pero deseaban hacerlo. El
Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) demostró que se podía
decir
noy enfrentar al poder sin ser vencido por éste, y en un primer momento, como con la Marcha del Color de la Tierra y la lucha por incorporar a la Constitución los derechos de los pueblos indígenas, despertó esperanzas y entusiasmo al buscar reforzar la autonomía de las comunidades en algunas regiones de Chiapas, logrando apoyos a escala nacional. Pero después se replegó sobre la consolidación de una autonomía forzosamente parcial en un pequeño sector muy pobre y dispersó desgraciadamente su apoyo, desgastándolo con el vacío de ideas y el sectarismo de las proclamas de su vocero oficial.
Ernesto Zedillo, presidente gracias al asesinato de su predecesor,
prosiguió la política criminal de Salinas, enfrentó una huelga de un
año en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y sirvió en
bandeja de plata el gobierno a la derecha tradicional fascistizante,
clerical, antes de irse al extranjero para dirigir una trasnacional.
El hartazgo popular ante los gobiernos del Partido Revolucionario
Institucional (PRI) fue canalizado así por la extrema derecha de las
clases gobernantes. El país cayó de la sartén a las brasas debido a la
incompetencia política y al carácter timorato y oportunista de una
oposiciónperredista que estaba siendo asimilada por el sistema y no era una alternativa y a un voto de castigo políticamente inmaduro.
El resultado fue trágico. Los gobiernos del Partido Acción Nacional
(PAN) acentuaron el servilismo hacia Estados Unidos y, carentes de
consenso popular, intentaron primero desaforar a Andrés Manuel López
Obrador o recurrieron a un nuevo fraude descarado, dando origen a
inmensas movilizaciones populares y la ocupación del centro del
Distrito Federal. Más tarde, durante el desgobierno del espurio Felipe
Calderón, militarizaron el país y lo sembraron de muertos y
desaparecidos en un supuesto combate contra el narcotráfico, que
corrompía algunos altos mandos que decían combatirlo, las finanzas y la
mayoría gubernamental.
Las
heroicas luchas de los campesinos de Atenco, salvajemente reprimidos
por el entonces gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto, o
de los mineros y los electricistas del SME; las crecientes protestas y
movilizaciones estudiantiles y de los millones que seguían a López
Obrador y la enorme emigración de jóvenes que, al precio de su libertad
y hasta de su vida, huían del país en busca de trabajo, revelaron en
todo ese periodo la creciente resistencia popular.
Aparecieron así las policías comunitarias, ante la corrupción de los
organismos estatales por el crimen organizado; los grupos de
autodefensa; los estudiantes que, con el lema antipeñista Yo soy 132,
protestaban contra el fraude, hasta que todo estalló cuando el Estado,
mediante la complicidad del alcalde de Iguala, el gobernador de
Guerrero –perredistas provenientes del PRI y aliados con éste– y la
justicia, desaparecieron o asesinaron a los que estudiaban para
maestros rurales bilingües para servir a sus comunidades y al futuro
del país. Entonces la conciencia de vastos sectores populares dio un
salto, pues quedó claro que estamos enfrentando los crímenes de un
Estado al servicio de una oligarquía entreguista y racista.
¿Y ahora? A pesar de las divisiones y temores en las clases
dominantes, éstas no se disponen a cambiar de caballo en medio del río
rugiente de la protesta y la movilización populares.
La violencia popular armada es prematura, no sería comprendida por
más de la mitad de la población; sería una aventura sangrienta con la
que sueñan unos pocos irresponsables que no tienen paciencia para
construir una nueva relación de fuerzas, una dirección unitaria y a la
vez plural, un objetivo claro y común más allá de la expulsión de Peña
Nieto. La otra violencia, la pacífica, organizada, de masas, de la
mayoría, no se ejerce sólo con manifestaciones, por necesarias que
éstas sean, sino también con el desconocimiento de los ilegítimos, con
la construcción de organismos de poder popular, como los concejos
municipales o las policías comunitarias y grupos de autodefensa.
Esa lucha debe unir además todas las distintas resistencias: la de
los obreros que quieren reconquistar su trabajo y su independencia
sindical; la de los campesinos que quieren trabajar honestamente y
remodelar su territorio; la de quienes luchan contra los secuestros,
desapariciones, prisiones de activistas, torturas y asesinatos y, al
mismo tiempo, por un apoyo a la acción cultural de los maestros
sindicalizados. Si los zapatistas se limitan a atrincherarse en sus
pocas tierras y se encierran sin encontrar aliados en todo el país,
corren el riesgo de ser aplastados tarde o temprano.
Los hermanos sean unidos. Es tiempo de unir esfuerzos, no de sectarismos o declaraciones de que
todos los partidos son igualesporque no es lo mismo quien –aunque procapitalista– defiende el marco legal y quien, en cambio, asesina, desaparece, tortura, viola, encarcela y se apoya sólo en la kalashnikov del narco o del soldado.
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