12/14/2014

México: el hilo rojo del cambio por venir


Guillermo Almeyra

Desde que en los 80 comenzó en México la aplicación de la política neoliberal exigida por el capital financiero internacional, el hilo rojo de las resistencias de masa une continuamente y engarza diferentes momentos de lucha cada vez más radicales.

En 1988 los votantes cardenistas estaban dispuestos a imponer el respeto a su victoria electoral, pero fueron contenidos por su dirección, que encarriló su ardor revolucionario hacia un parlamentarismo conservador y corruptor. Carlos Salinas, con las políticas de desmantelamiento de las redes de protección social en el campo y para los trabajadores, pudo abrir así el camino a la integración subordinada de México en la economía y la política de Washington, con las privatizaciones y el Tratado de Libre Comercio para América del Norte.

El resultado fue el estallido de la rebelión zapatista en Chiapas, que dio voz a la protesta indígena y campesina y a quienes en 1988 habían sido derrotados sin poder combatir, pero deseaban hacerlo. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) demostró que se podía decir no y enfrentar al poder sin ser vencido por éste, y en un primer momento, como con la Marcha del Color de la Tierra y la lucha por incorporar a la Constitución los derechos de los pueblos indígenas, despertó esperanzas y entusiasmo al buscar reforzar la autonomía de las comunidades en algunas regiones de Chiapas, logrando apoyos a escala nacional. Pero después se replegó sobre la consolidación de una autonomía forzosamente parcial en un pequeño sector muy pobre y dispersó desgraciadamente su apoyo, desgastándolo con el vacío de ideas y el sectarismo de las proclamas de su vocero oficial.

Ernesto Zedillo, presidente gracias al asesinato de su predecesor, prosiguió la política criminal de Salinas, enfrentó una huelga de un año en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y sirvió en bandeja de plata el gobierno a la derecha tradicional fascistizante, clerical, antes de irse al extranjero para dirigir una trasnacional.

El hartazgo popular ante los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI) fue canalizado así por la extrema derecha de las clases gobernantes. El país cayó de la sartén a las brasas debido a la incompetencia política y al carácter timorato y oportunista de una oposición perredista que estaba siendo asimilada por el sistema y no era una alternativa y a un voto de castigo políticamente inmaduro.

El resultado fue trágico. Los gobiernos del Partido Acción Nacional (PAN) acentuaron el servilismo hacia Estados Unidos y, carentes de consenso popular, intentaron primero desaforar a Andrés Manuel López Obrador o recurrieron a un nuevo fraude descarado, dando origen a inmensas movilizaciones populares y la ocupación del centro del Distrito Federal. Más tarde, durante el desgobierno del espurio Felipe Calderón, militarizaron el país y lo sembraron de muertos y desaparecidos en un supuesto combate contra el narcotráfico, que corrompía algunos altos mandos que decían combatirlo, las finanzas y la mayoría gubernamental.

Las heroicas luchas de los campesinos de Atenco, salvajemente reprimidos por el entonces gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto, o de los mineros y los electricistas del SME; las crecientes protestas y movilizaciones estudiantiles y de los millones que seguían a López Obrador y la enorme emigración de jóvenes que, al precio de su libertad y hasta de su vida, huían del país en busca de trabajo, revelaron en todo ese periodo la creciente resistencia popular.

Aparecieron así las policías comunitarias, ante la corrupción de los organismos estatales por el crimen organizado; los grupos de autodefensa; los estudiantes que, con el lema antipeñista Yo soy 132, protestaban contra el fraude, hasta que todo estalló cuando el Estado, mediante la complicidad del alcalde de Iguala, el gobernador de Guerrero –perredistas provenientes del PRI y aliados con éste– y la justicia, desaparecieron o asesinaron a los que estudiaban para maestros rurales bilingües para servir a sus comunidades y al futuro del país. Entonces la conciencia de vastos sectores populares dio un salto, pues quedó claro que estamos enfrentando los crímenes de un Estado al servicio de una oligarquía entreguista y racista.

¿Y ahora? A pesar de las divisiones y temores en las clases dominantes, éstas no se disponen a cambiar de caballo en medio del río rugiente de la protesta y la movilización populares.

La violencia popular armada es prematura, no sería comprendida por más de la mitad de la población; sería una aventura sangrienta con la que sueñan unos pocos irresponsables que no tienen paciencia para construir una nueva relación de fuerzas, una dirección unitaria y a la vez plural, un objetivo claro y común más allá de la expulsión de Peña Nieto. La otra violencia, la pacífica, organizada, de masas, de la mayoría, no se ejerce sólo con manifestaciones, por necesarias que éstas sean, sino también con el desconocimiento de los ilegítimos, con la construcción de organismos de poder popular, como los concejos municipales o las policías comunitarias y grupos de autodefensa.

Esa lucha debe unir además todas las distintas resistencias: la de los obreros que quieren reconquistar su trabajo y su independencia sindical; la de los campesinos que quieren trabajar honestamente y remodelar su territorio; la de quienes luchan contra los secuestros, desapariciones, prisiones de activistas, torturas y asesinatos y, al mismo tiempo, por un apoyo a la acción cultural de los maestros sindicalizados. Si los zapatistas se limitan a atrincherarse en sus pocas tierras y se encierran sin encontrar aliados en todo el país, corren el riesgo de ser aplastados tarde o temprano. Los hermanos sean unidos. Es tiempo de unir esfuerzos, no de sectarismos o declaraciones de que todos los partidos son iguales porque no es lo mismo quien –aunque procapitalista– defiende el marco legal y quien, en cambio, asesina, desaparece, tortura, viola, encarcela y se apoya sólo en la kalashnikov del narco o del soldado.

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