Carlos Bonfil
El actor Benedict Cumberbatch interpreta al brillante matemático inglés
Alan Turing, quien salvó millones de vidas al descifrar los códigos
secretos alemanes durante la Segunda Guerra MundialFoto tomada de Internet
Un paria social, visionario de la modernidad. El código enigma (The imitation game),
de Morten Tyldum, insiste con solvencia narrativa, aunque sin gran
originalidad, en la biografía del brillante matemático inglés Alan
Turing, tardíamente reivindicado como héroe salvador de millones de
vidas al haber puesto un punto final al desciframiento de los
inviolables códigos secretos de la máquina alemana Enigma durante la Segunda Guerra Mundial.
Exponer con una máquina imitadora de procesos codificadores la red
de operaciones bélicas nazis, permitió intervenir y romper los códigos
alemanes. Con ello se propiciaron victorias significativas de los
aliados en Stalingrado y Normandía, entre otros frentes, abreviando un
conflicto que, de lo contrario, se habría prolongado varios años más.
Esta reinterpretación histórica de los sucesos coloca en planos
paralelos el heroísmo de los combatientes y la labor de un grupo de
científicos británicos decididos a impedir la victoria total del
fascismo en Europa. Huelga señalar que por razones de seguridad
militar, el desciframiento del código nazi debía mantenerse
estrictamente secreto.
La estrategia del guionista Graham Moore, a partir del libro The imitation game,
de Andrew Hodges, consiste en explorar por partida doble esa noción del
secreto que marcó de manera trágica la existencia de Alan Turing. El
hombre empeñado en descifrar un código de guerra y revelar, con ayuda
de sus colaboradores, valiosos secretos militares, se vio
paradójicamente obligado a guardar el secreto de su propia orientación
erótica en un país que condenaba con la cárcel la homosexualidad. De
modo irónico, se trata del mismo país al que Turing sirvió con enorme
eficacia en el frente científico.
Una aventura sexual precipitaría luego la revelación del secreto
celosamente guardado, así como la condena judicial, la deshonra social
y la chantajista elección entre dos años de prisión o una castración
química supuestamente terapéutica. Turing eligió la segunda opción para
poder seguir trabajando, y harto de esa situación, se suicidó dos años
después. Colmo de la ironía, la reina de Inglaterra aceptó
perdonarloen vísperas de la Navidad de 2013, lo que cerró el largo episodio de intolerancia moral contra quien fuera, según lo deja claro la cinta, el brillante científico que obsesivamente contribuyó (más por amor a la ciencia que por celo patriótico) a frenar por completo el totalitarismo nazi.
Desprestigiado hoy el viejo prejuicio moral contra el gran paria
sexual de la ciencia inglesa, su recuperación mediática incurre aquí en
inexactitudes, anacronismos, situaciones forzadas y una retórica
sentimental que la figura de Turing (Benedict Cumberbatch) no necesita
ni merece. En un juego de imitación de los códigos hollywoodenses, el
filme británico sobredimensiona la figura del matemático de Bletchley,
haciendo de sus colaboradores unos eternos comparsas sumidos en el
pasmo admirativo, y de su compañera de trabajo (Keira Knightley), la
también resignada prometida nupcial, todo un emblema de tolerancia y
sacrificio.
Desde
un inicio la cinta anuncia estar basada en hechos reales, pero su
interpretación de los mismos es caprichosa y atenta a un imperativo de
entretenimiento. Se sabe que el desciframiento de los códigos se
intentó primero en varios países europeos y que Turing sólo llevó a
buen término los esfuerzos precedentes; también que de ningún modo
habría podido el matemático nombrar en los años 40 el fenómeno
cibernético y digital que su
máquina universalseguramente anticipaba. Pero el director Morten Tyldum no vacila en servirse de anacronismos y dividir el campo científico de Bletchley en un bando de villanos insensibles y otro de tenaces científicos abnegados.
En ese manejo rutinario de una trama por lo demás fascinante no hay
espacio tampoco para presentar de modo convincente el caso de
discriminación que padeció Turing por su orientación sexual. Hay, por
ejemplo, un acierto y una audacia mayor en el modo en que la cinta Víctima,
de Basil Dearden, presentaba a Dirk Bogard en 1961 como objeto de
chantaje, que en el sentimentalismo liberal que hoy reivindica a la
figura de Turing colocando un tanto en la sombra su propia vida sexual.
Todo en aras, nuevamente, de su exaltación como un héroe de la ciencia.
El juego de imitación del matemático tiene como curiosa
contrapartida el juego de simulación de un cineasta atento al esplendor
mediático de esas grandes causas que devoran a su paso los afectos y
los apetitos carnales. Todo con una visión puritana similar a la que
tuvo que padecer Turing en vida. Medio siglo después las cosas apenas
han cambiado en el terreno moral; eso explicaría, tal vez, el perdón
póstumo de una reina y la presurosa recuperación del paria sexual por
parte de un cine británico que parece haber sepultado por completo la
incorrección política de un Derek Jarman.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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