La mujer que inventó el método "Yo sí puedo" falleció el pasado 17 de enero
“Estoy
viviendo los mejores momentos de mi vida”, me dijo en La Habana Leonela
Relys, una mujer pequeñita, de sesenta y siete años y herida de muerte.
Yo no tenía ni idea de que padecía un cáncer de pulmón y ella tampoco
dio señales de llevar tal peso encima. Todo lo contrario. Sonreía como
siempre y respondió a un comentario que le hice sobre el abuso de las
tecnologías en la enseñanza, con su opinión volcada a los hechos y
enhebrada con discreción y sabiduría. Esa prudencia en la firmeza (y
aun diría en el combate) es lo que conocía de Leonela, la mujer que
inventó el método Yo sí puedo, para enseñar a analfabetos de cualquier edad a leer y escribir en pocos meses.
El
programa comenzó a aplicarse en 2001 en Haití, donde la mitad de la
población era entonces analfabeta. La primera palabra que aprendió en
creole, lengua que llegó a dominar, fue “grangou”, que quiere decir
“hambre”. “El analfabeto no entiende bien por qué tiene que aprender a
leer. Su urgencia es alimentar a su familia. Algunos preguntaban cuánto
se pagaba por estar allí, y otros, cuando le entregamos por primera vez
un lápiz, lo apoyaron por la parte de la goma de borrar, en pleno siglo
XXI.”
Allí comprendió la relación
del analfabetismo con la pobreza, el hambre, la insalubridad. “El
analfabetismo existe, porque existen iniquidades e injusticias
sociales. Existe porque no hay educación para todos.”
Más
de 100 mil personas fueron alfabetizadas en Haití con el método de
Leonela, desplegado a través de la radio. Ella elaboró una cartilla en
pocas páginas en las que combinó los números con las letras; “los
pobres siempre aprenden a contar a la fuerza, y había que ir poco a
poco de lo conocido a lo desconocido, de lo sencillo a lo complejo”, me
explicó. En Haití sufrió un accidente que la obligó a regresar a Cuba y
someterse a varias operaciones en una pierna. Convaleciente, recibió
una llamada de Fidel Castro. El líder cubano le habló de su niñez en
Birán, de los campesinos analfabetos que conoció y no sabían contar,
pero asociaban el número de los billetes con las imágenes que traían.
El diálogo con Fidel dio a la experiencia de Leonela una dimensión
homérica: quería que aquel método para enseñar a leer pudiera llegar a
todos los analfabetos del mundo, comenzando por los de los países
latinoamericanos que quisieran sumarse a la aventura. El gobierno del
presidente Hugo Chávez fue el primero en apuntarse.
Leonela
recordaba perfectamente esa primera conversación, y las que se
sucedieron después. Fidel estaba convencido entonces de que sólo se
consigue erradicar el analfabetismo si los países que lo sufren se
empeñan en acabar con él. Sabía perfectamente que, en algunas naciones,
ser analfabeto equivale a ser menor de edad para el ejercicio de los
derechos cívicos. “Si no sabes leer, no sabes votar, no puedes reclamar
nada”, y Leonela insistía en esos diálogos en una dimensión esencial:
la autoestima. El analfabeto carga, además, la vergüenza de serlo.
La
persistencia de los altos porcentajes de iletrados depende de factores
estrictamente políticos, argumentaba Fidel en encuentros que a veces se
prolongaban hasta la madrugada. El mundo tiene 700 millones de
analfabetos: diez por ciento de la población humana que habita este
planeta. La historia de la mujer –ellas suponen sesenta y cuatro por
ciento de los iletrados actuales- que acude al vecino para que descifre
la carta de su hijo; el drama de los analfabetos que se ven asaltados
en las grandes ciudades por señales incomprensibles, por impresos que
para ellos son papeles garabateados; la escena del analfabeto que
quiere redimirse y no halla en la sociedad los instrumentos precisos
para procurarse la cultura, son imágenes que reflejan el fracaso de una
política alfabetizadora internacional que no ha alcanzado sus objetivos
primordiales.
La metodóloga nacional de Español
y Literatura del Ministerio de Educación, que había organizado una
primera cartilla en creole, se vio de la noche a la mañana dirigiendo
“un equipo multidisciplinario” que incluía técnicos y actores
vinculados al recién creado Canal Educativo, de la Televisión Cubana.
“Comenzamos a escribir los guiones, a hacer el trabajo de mesa, a
reunirnos para ver las imágenes y la música, y nació el Yo sí puedo.”
La
idea que encabezó en 2001 con una vocación latinoamericana, se
materializó en 2002, cuando comenzaron las grabaciones. Los actores
dramatizaban las historias e intervenían maestros locales y alumnos
iletrados que aprendían, observados por las cámaras. El sistema incluyó
manual, cartilla, apoyo audiovisual y capacitación para los
facilitadores, siempre “con la premisa de que fuera agradable, ameno y
alegre, porque no había que sumar cargas nuevas a la vida de los
pobres, que ya es de por sí bastante dura”.
Los programas se grabaron en
quechua y aymará (Bolivia), creole (Haití), tetum (Timor Leste), inglés
(Nueva Zelanda), suajili (Tanzania), portugués, francés y varias
versiones del castellano (para un numeroso grupo de países
latinoamericanos y España). También armó cartillas “ecológicas” –con
más de trescientas imágenes de árboles y animales– y otras que
utilizaban la computadora y el teléfono móvil: “Descubrí que los pobres
en muchos de estos países no tenían para comer, pero andaban con
celulares.” Los signos de la computadora y el móvil son números y
letras. “La tecla 2 del móvil, por ejemplo, va con las letras ABC. Es como un Yo sí puedo
masificado… No hay que fajarse con los instrumentos populares, hay que
utilizarlos. El mensaje que siempre quisimos llevar es ‘aprender a leer
es bueno, útil y divertido’”.
Este resultado de la pedagogía latinoamericana –ella nunca permitió que dijeran que el Yo si puedo
era sólo cubano– logró alfabetizar en treinta y tres países de diversos
continentes, México entre ellos. Graduó a más de 8 millones 800 mil
personas y tuvo un beneficio colateral que Leonela no podía prever:
“Cuando lo estábamos implementando en distintas partes de América
Latina nos dimos cuenta de que había personas que no podían leer ni
escribir porque tenían problemas en la vista. Entonces comenzó la
Operación Milagro para devolver la visión a todas esas personas y que
eso no fuera limitante para aprender.”
Alfabetizadora con 13 años
El
aula era su felicidad y ella lo celebraba con un gesto discreto, porque
la humildad de Leonela era tan grande como su genio pedagógico. Su
metodología no sólo era una enseñanza útil para la alfabetización, sino
una pedagogía que, como tal, comprendía también una filosofía sobre el
ser humano y la sociedad, que está atada a su biografía, en particular
a su niñez y adolescencia.
Nació en Camagüey,
en las llanuras del centro oriental de la Isla. Su madre murió cuando
ella era muy pequeña, y fue criada por sus abuelos. Su abuela la enseñó
a leer en una Biblia y era una niña todavía cuando, en 1961, dos años
después del triunfo de la Revolución y contra la voluntad de su
familia, se apuntó como alfabetizadora para la gran campaña donde un
millón de cubanos aprendió a leer y la contrarrevolución asesinó a
maestros voluntarios y a sus alumnos campesinos. Leonela tenía trece
años y fue destinada, con otra compañera, a Brisas de Yareyal, un
pueblo del norte de la Isla que ni siquiera estaba en el mapa.
Ahí
encontró su vocación y descubrió que su vida iba a ser “más que una
lucha por la alfabetización, simplemente una lucha contra el
analfabetismo, que es algo cambiante con la evolución de la sociedad y
mucho más complejo que el no saber leer y escribir”. Se graduó de
maestra primaria en 1964 y dio clases de Español y Literatura; años
después se hizo doctora en Pedagogía, escribió una veintena de libros y
recibió los más altos honores del país –incluido el título de Héroe del
Trabajo de la República de Cuba, que muy pocos ostentan. La unesco le
otorgó dos Menciones Honoríficas Rey Sejong (de 2002 y 2003), y el
premio de 2006, mientras la Universidad de Gerona le entregó el Premi
Mestres 68, en su edición de 2012.
Todo eso lo hizo mientras,
como cualquier otra cubana, hacía malabares para llevar el hogar y
atender a sus dos hijos, una mujer y un varón ahora cuarentones, que le
dieron tres nietos a los que adoraba. Sus últimas horas las vivió en la
casita verde que ella y su esposo levantaron casi desde los cimientos
en una calle llena de baches y grietas de la barriada de Diez de
Octubre, en la periferia de La Habana.
Aquel día, el último en que conversé con ella, volví a la carga sobre el método audiovisual del Yo sí puedo
y el peligro de sustituir al maestro por el televisor. “El problema no
es la tecnología. Sin humanismo tendremos una generación dotada de
capacidad profesional pero sin corazón. La competencia habrá de
prevalecer entonces sobre la solidaridad y el capital sobre los seres
humanos. Y así iremos a la barbarie”, anoté en mi agenda y sus palabras
quedaron ahí, hasta este 17 de enero, en que amanecimos con la noticia
de su muerte. Un dato, que quedó relegado en los titulares, porque lo
único que parecía importar de la Isla eran las conversaciones entre los
gobiernos de Estados Unidos y Cuba.
Nadie en la
prensa dijo, por ejemplo, que el fraile dominico Frei Betto dio una
conferencia en la Casa de las Américas, de La Habana, dedicada a otro
gran pedagogo, el brasileño Paulo Freire, profeta de la educación
solidaria. Al terminar su disertación y cuando ya sonaban atronadores
los aplausos, Betto pidió a su audiencia que se pusiera de pie y que
esas palmas batieran para abrazar y despedir a una mujer: Leonela.
El reloj se detuvo
El
rostro de esta mujer, que hizo tanto y cuyo nombre aparece en miles de
referencias en Google, apenas aparece en internet. Ni siquiera se asoma
en su propia casa, fiel a su personalidad, capaz de mover el mundo sin
estridencia. Rolando Hernández, su esposo por “treinta años más cinco
prestados, de novios”, entra en la pequeña habitación donde Leonela
tenía su estudio y va sacando de una en una las fotos que ella
guardaba, en la que se le ve con los presidentes Fidel Castro, Hugo
Chávez, René Preval, Martín Torrijos…
Es la primera vez que Rolando
abre la puerta del estudio desde la muerte de su mujer y se disculpa,
porque le cuesta hurgar entre sus papeles, todavía desordenados, como
ella los dejó. Leonela trabajó mientras tuvo fuerzas, casi hasta el
final cuando, teniendo todos los premios de su profesión y la
posibilidad de mantenerse como académica en el Instituto Pedagógico
Latinoamericano y Caribeño (IPPLAC) de
Cuba, decidió volver al punto donde había comenzado: maestra. El
agravamiento de su enfermedad la sorprendió en el preuniversitario
“Tomás David Roig”, del Vedado habanero. Se había jubilado para retomar
sus clases de Español y Literatura y cuando el médico advirtió a la
familia que el cáncer apenas le permitiría tres o cuatro meses de vida,
le dolió dejar el trabajo de psicopedagoga en ese preuniversitario.
“Mire,
yo soy ateo, pero Leonela tenía algo, un don, no sé…”, confiesa
Rolando. “Ella me regaló este reloj en 1999 –se lo quita de la muñeca y
me lo muestra. Lo he llevado desde entonces y jamás se adelantó ni se
atrasó un minuto. Leonela murió a las 10:55 de la mañana, lo sé porque
a esa hora cerré sus ojos. Cuando llegué a la funeraria, el reloj
seguía detenido en las 10:55, y ha seguido así, sin moverse, por más
que le doy a la cuerda.”
Fotos: Ladyrene Pérez/ Cubadebate y archivo de la familia de Leonela Relys
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