“Mi madre nunca me tomó de la mano”: Violette Leduc.
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Una no puede exigirle a su madre que fuera capaz de amarla. Cada
quien hace lo que puede, cada quien carga su historia, cada una/o busca
–desbrujulada/o- sus indispensables resarcimientos, y no todo el mundo
es capaz de resarcirse en el amor y en sus promesas. No toda madre
encuentra en sus hijos, al amor y sus promesas. Dato duro. Lupina me
cuenta que la primera vez que escuchó a su madre reírse, ella ya tenía
24 años. Hasta entonces las carcajadas estuvieron prohibidas en su
casa. Parece que después de este escampado feliz, las risas se
prohibieron de nuevo. Ella ya no vivía en la casa de sus padres.
Se preguntó por qué había sido necesario atravesar tantos años y un
océano para mirar a su madre feliz. A su madre le costaba muchísimo
trabajo la felicidad. Deja tú, el bienestar. La calma. Muchísimo. La
vida para ella –por ocultas sinrazones- era como escalar una montaña
descalza y en medio de arbustos puntiagudos. La desesperación. Cada
quien hace lo que puede. Cada quien carga su historia. Cada quien
arrastra sus fantasmas, sus hoyos negros y sus desamores. De niña y
adolescente Lupina espiaba –en otras familias- los territorios de la
madre amorosa, y entonces regresaba a su casa como quien se interna en
una tierra de nadie. No puede decir que su madre no estuviera
físicamente presente, era de otro estilo su ausencia: Como si viviera
atrapada en un más allá que no le permitía registrar la realidad
inmediata. Las cotidianas Cumbres Borrascosas.
Como si un antiguo sufrimiento suyo tomara todo el espacio. Lupina
pensaba que adentro de su madre existía un inmenso vacío con fuerza de
atracción: La jalaba por dentro y se la tragaba, entonces ella andaba
por allí, o junto a sus hijos, cumplía, daba órdenes, se desplazaba por
la casa, los llevaba y los traía, pero en realidad, ella, la madre,
siempre estuvo en otro lado. Lupina extendía la mano y tocaba la mano de
su madre. Su madre –ausente y sin apenas darse cuenta- retiraba la
mano.
En las noches Lupina se hacía bolita en la cama e inventaba
felicidades para su madre. Buscaba viajes, risas, aventuras, collares
para ella. Pero, ¿qué deseaba la madre? ¿qué le gustaba? La madre leía
sus revistas “femeninas” de modas, consejos y glamour y
suspiraba. ¿Quizá el problema de la madre era no ser la amiga preferida
de la Grace Kelly, no estar casada con un compadre de Rainiero, y que no
la invitaran al Festival Internacional de Circo de Montecarlo? ¿Acaso
sí podría haber sido feliz en las playas de Cannes o Ibiza, como la
duquesa de quién sabe qué, dada a posar en todas las arenas del mundo
junto a sus perritos? Pero la madre detestaba a los perritos. Es que
casi todo lo que estuviera vivo y se moviera a la madre le causaba
desazón, lágrimas y cantidad de problemas.
No había manera de saber lo que la madre quería, sólo flotaba sobre
sus cabezas una pena rotunda: No la “merecían”. Eran unos niños
malvados con corazones de piedra. Los cinco hijos, hasta los más
chiquitos. Eran unos niños nacidos con dos o tres genes atravesados, un
mal casi desconocido, una desgracia que sólo podía haberle tocado a
ella, y esos genes retorcidos –de los que Lupina habla como si de veras
existieran- convertían a los niños –casi desde la cuna- en seres
egoístas y demandantes guiados por un fin único: Atormentar lo más
posible a su madre, “arruinarle la vida”, beberle su fuerza y su
posibilidad de ser feliz. Vampiritos minúsculos e ingratos.
“Pero, ¿de qué me hablas Lupina? ¿Cómo a qué hora te inventaste la
existencia de esos genes atravesados”. “No lo sé, en la infancia, creo
que me lo sugirió mi mamá. Hasta te puedo decir que hay poquísimos caso
en el mundo para buena suerte de las madres: Quizá dos en Italia, uno en
Costa Rica, dos o tres en Singapur. En Rusia, varios casos se dieron en
Siberia. En México hubo dos, el de mis hermanitos y yo, y el de los
hijos de una amiga de mi mamá”. “¿Y quién te mantuvo tan
científicamente informada?”. “Me lo iba imaginando, no importa a cuántas
racionalizaciones puedas llamarme hoy. Lo que te digo es verdadero,
porque para aquello de los diez años yo ya tenía varios casos
registrados”.
Su mamá se los explicaba con mucho detalle a través de la vida de su
amiga con sus hijos: “No se la merecen”, “un día debería largarse para
que cuando esos ingratos lleguen a su casa no haya nadie”, “la están
matando, un día se la van a encontrar muerta y se lo habrán ganado”,
después la conversa se deslizaba más o menos de la siguiente manera: “Un
día van a regresar ustedes de la escuela y no voy a estar aquí, no van a
volver a saber de mí”. Lupina –con frecuencia- sentía que le sudaban
las manos a la salida de la escuela, una navajita le atravesaba el
corazón durante las clases: ¿Y si su madre ya no estaba en la casa? ¿Y
si se moría de tantas penas? ¿podría ella ser la madre de sus
hermanitos? ¿podría a pesar del gen retorcido de la maldad que la
habitaba?
No los abandonó su madre, y siempre le ha estado agradecida. Pero
había un algo como de vivir en el filo de la navaja: ¿Cómo es ser
ingrato? ¿Cómo es ser hijos que no se merecen a su madre? ¿En qué
momento una ya cayó en la ingratitud? ¿Si te ríes eres ingrato? ¿Y si
sueñas? La madre lloraba mucho. Lupina se acercaba y le preguntaba por
qué: “¿No lo sabes?”, decía la madre. “Piénsalo, eres (son) tan
egoísta(s) que ni siquiera lo sabes (saben)”. Lupina pensaba y pensaba y
el corazón se le oprimía con una emoción que después entendió que se
llama angustia. “Virgencita del Santo Socorro, ilumíname, ¿qué le hice a
mi mamá?”. Imposible pensar que ese daño tan cotidiano se lo
infligieran los hermanitos a la madre. Eran unos lindos niños sus
hermanitos. Tan dóciles, tan atemorizados y calladitos.
Lupina lee y lee los homenajes a las madres en las redes sociales.
¡Cuánto comercio y cuánta vendimia! Y sin embargo, los lee y siente una
especie de antiguo anhelo. No es que quiera sumarse a idealizaciones de
la imagen materna que pueden ser descabelladas y terminan funcionando
como armas crueles contra las mujeres: “La madre abnegada”, “la madre
perfecta”, “la madre con su infinita capacidad de amor”. Nadie está para
lanzar demandas inhumanas. Es otra cosa ese anhelo: Alguna vivencia de
una madre que la abraza. Alguna memoria de una madre feliz, de veras
feliz. Algún segundo de una madre agradecida con la vida. Un “te
quiero”, un “lo hiciste bien”, un “estoy orgullosa de tus hermanitos y
de ti”.
Pero la madre no podía, no pudo. “Cada quien hace lo que puede”, dice
Lupina. Y quizá lo intentó la madre; amarlos. Quizá lo intentó porque
vivía en un casi sádico sentido del deber. Lupina puede jurar que jamás
niña alguna tuvo los cabellos peinados con mayor precisión. Ninguna
niña llegó a la escuela con los tablones de la falda más meticulosamente
planchados. Su madre no hacía el trabajo de la casa, pero lo vigilaba
con ojo de águila. Y era una suerte que la madre no hiciera el trabajo
de la casa, porque eso permitía que existieran Mari y Candelaria. Las
ternuras salvadoras de Mari y Candelaria. Mari, quien aún después,
cuando ya no vivía en la casa y era ya madre de sus propios hijos,
todavía tenía el tiempo –entre el puchero y el postre en su trabajo de
“entrada por salida”- de preguntar: “¿Cómo te fue en la escuela mi
niña?”.
Parecería una pregunta muy simple: “¿Cómo te fue en la escuela?”. “Es
increíblemente complicada de hacer esa pregunta”, me dice Lupina.
“¿Cómo te diré? Primero se te tiene que ocurrir que tu hija vive una
vida. Que tus hijos existen en la realidad y más allá de ti. Que tus
hijos –también- necesitan”. “¿Estás enojada con ella?”. “Ya no.
Desolada, a veces. Desolada porque su sufrimiento misterioso y antiguo
la alejó de tantas cosas lindas que ofrece la vida. Tantas cosas que le
pasaron de largo. No podía vivirlas. Nada más no podía. Quizá ahora las
vive un poco más. Hace algún tiempo me ofreció un regalo inmenso, me
dijo: ‘Qué cariñosos, inteligentes y hermosos son mis nietos, hoy pensé
que tal vez mis hijos fueron así, y yo nunca pude verlos’”.
“Eso me dijo. Y sentí como una caricia en el alma que me llenó de
esperanzas. Una especie de resarcimiento. Eso me dijo mientras se
escuchaba de fondo las risas de mis sobrinitos y de mis hijos. ¿Te das
cuenta el regalo que me hizo y que se hizo? No fue una explicación, no
fue una disculpa, más bien una constatación. Como si por fin tuviera la
fuerza para nombrar una verdad suya que tuvo que negar toda la vida
para sobrevivirse. El miedo que mi madre habrá tenido de ella misma”.
“Una a veces quisiera, es cierto, ser la madre de su madre”, me dice
Lupina. “Acariciarle los cabellos y viajar con ella hacia su infancia.
Protegerla, cuidarla. Decirle a su madre- niña: ‘No te preocupes, ese
sufrimiento no es indispensable. Intentemos vivirnos juntas de otra
manera. Yo te amo mamá-niña, tan hija del desamor tú misma. Tu madre
tampoco pudo, ¿verdad? No te preocupes madre-niña, nosotras vamos a
romper esas cadenas generacionales, nunca es tarde’”. “¿Y lo crees
Lupina, que nunca es tarde?”. “Sí lo creo. El anhelo de casi toda/o hijo
desamada/o: Mientras haya vida, nunca es tarde. Los tiempos del amor
son misteriosos, pero a veces pienso que hay abrazos capaces de resarcir
todas las ausencias de todos los abrazos. Nunca es tarde”.
“Y si tu madre y tú se dieran esa oportunidad ¿qué harías?”.
“Abrazarla”. Lupina se ríe. “¿Qué hace una si tiembla la tierra, dime
tú? Es tan simple: una abraza y protege a los que ama”.
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