Vivir sin miedo
En CEAR-Euskadi [1]
trabajamos en la defensa y promoción de los derechos humanos y el
desarrollo integral de las personas refugiadas, desplazadas, apátridas y
migrantes con necesidad de protección internacional o en riesgo de
exclusión. Llevamos más de 20 años defendiendo el derecho de asilo y, en
este camino, una de nuestras luchas ha sido – y sigue siendo- que se
reconozca esta protección a las personas perseguidas por motivos de
género. Lo hemos hecho de la mano de muchas organizaciones que nos han
enseñado y acompañado desde el feminismo y desde un compromiso profundo
con los derechos humanos.
La piedra angular de la protección
internacional del asilo es la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de
los Refugiados de 1951 y su Protocolo de Nueva York de 1967. Estos
instrumentos establecen la definición de persona refugiada como aquella que
“tiene fundados temores de ser perseguida por motivos de raza,
religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u
opiniones políticas, se encuentra fuera de su país de nacionalidad y no
puede o -a causa de dichos temores- no quiere acogerse a la protección
de tal país”.
Desde el punto de vista de la
protección internacional del asilo, la persecución puede ser definida
como la violación grave o sostenida o sistemática de los derechos
humanos. La discriminación o el trato menos favorable pueden llegar a equivaler a persecución y requerir de la protección internacional.
La actual Ley de Asilo [2] recoge la persecución por motivos “de género u orientación sexual”
como causa de asilo (Artículo 3) gracias al trabajo que desde las
organizaciones, movimientos y colectivos sociales y feministas hemos
llevado a cabo. Este reconocimiento formal supone una evolución con
respecto a la legislación anterior y un avance muy importante hacia la
igualdad entre mujeres y hombres y hacia el reconocimiento de las
violencias que sufre la población LGTBI [3] .
Sin
embargo, a diferencia de lo que ocurre con las otras causas de
persecución -la raza, la religión, la nacionalidad, el grupo social y
las opiniones políticas-, la Ley de Asilo expresa que el género y la
orientación sexual no pueden dar origen a una persecución ‘per se’, sino
que dependerá de las “circunstancias imperantes en el país de origen” (Artículo 7).
Para
que una persona reciba asilo tiene que haber sufrido un temor fundado y
probarlo. El órgano competente estudia el caso para corroborar si la
persona tiene miedo y si ese miedo está fundado en hechos que pueden
comprobarse. Deben existir circunstancias en su entorno que justifiquen
la huída. Sin embargo, estos hechos no tienen por qué ser las “circunstancias imperantes en el país de origen”.
Las
organizaciones de derechos humanos y los colectivos sociales de muchas
regiones expresan además la dificultad para recoger información
fidedigna sobre unas violaciones de derechos humanos que todavía no son
consideradas en plenitud, son invisibilizadas por las estructuras
estatales y no estatales, y donde los esfuerzos por visibilizar lo
ocurrido, la investigación por esclarecerlo y enjuiciar a los
perpetradores supone asumir el riesgo de persecución.
Esta fue la experiencia de Rosa Isela Pérez,
periodista de Ciudad Juárez que se vio forzada a exiliarse debido a su
trabajo por visibilizar el feminicidio en esta localidad mexicana.
Por
su propia definición, el femicidio desembocaría en la muerte. Sin
embargo, la violencia se dirige también hacia aquellas personas que
buscan la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas. Así,
encontramos que se da una persecución a familiares de las víctimas que
trabajan por el esclarecimiento de lo ocurrido; a defensores y
defensoras de derechos humanos que luchan por eliminar las causas; a
personas de la red social de las víctimas y a periodistas que investigan
lo ocurrido con el fin de difundirlo, entre otras.
Dependiendo
del tipo de feminicidio, los agentes de persecución son diversos:
personas con un vínculo con las víctimas, grupos con poder económico que
‘consumen’ mujeres, empresariado, instituciones y fuerzas de seguridad
del Estado, crimen organizado (maras, narcotráfico, redes de trata de
personas…), sectas, agentes estatales y paraestatales vinculados a la
‘limpieza social’, etc.
Además de tener en cuenta quién ejerce la
violencia, en el ámbito del derecho de asilo es de gran relevancia el
rol que juega el Estado. Es su responsabilidad proteger a las personas
y, en caso de no poder o no querer hacerlo, la persona perseguida tiene
derecho a buscar protección internacional.
En el caso del
feminicidio en Ciudad Juárez, la incapacidad del Estado para proteger a
las víctimas nace y crece a partir del patriarcado y del capitalismo. Se
dan respuestas ineficientes y actitudes indiferentes en cuanto a la
investigación de los crímenes por parte de las autoridades. Y existen
altos niveles de impunidad, especialmente en aquellos casos en los que
las víctimas son consideradas ‘desechables’ (mujeres pobres, migrantes,
prostitutas, transexuales…).
El Estado se ve además debilitado en
sus funciones de promoción y protección de derechos debido a su
sumisión frente al capital. Pasa de ser un Estado de Derecho a ser un
Estado corporativo. En este contexto patriarcal y capitalista, el cuerpo
de las mujeres se convierte en un producto de consumo. Los crímenes
contra ellas se cometen bajo un manto de impunidad, especialmente cuando
son perpetrados por personas vinculadas a los grupos de poder
económico. Este corporativismo de los Estados puede llegar, además, a
involucrar de forma activa a sus instituciones y sus estructuras en los
crímenes.
Así fue el caso del feminicidio en Campo Algodonero, en
el que el Estado mexicano fue condenado por la Corte Interamericana de
Derechos Humanos. El Estado estuvo involucrado en torturas, amenazas,
enjuiciamientos y asesinatos de falsos perpetradores; amenazas y
asesinatos a quienes trabajaban por el esclarecimiento de los hechos y
luchaban contra la impunidad; seguimientos y vigilancia por parte de
instituciones gubernamentales; y campañas de difamación contra quienes
estaban trabajando para esclarecer los hechos.
La experiencia de
Isela muestra cómo el feminicidio puede desencadenar una huída motivada
por la violencia de género o por la persecución que desencadena el apoyo
a las víctimas y el trabajo de búsqueda de verdad, justicia y
reparación. Las amenazas sufridas por esta periodista debido a su
trabajo por visibilizar el feminicidio en Ciudad Juárez y por su
testificación ante la Corte en el caso de Campo Algodonero le obligaron a
abandonar el país, como ella misma relata.
Monólogo de un exilio
Cuando empecé a escribir sobre las historias de mujeres desaparecidas y
asesinadas, no imaginé que después de unos años, tendría que irme del
lugar donde nací, Ciudad Juárez, antiguamente conocida como Paso Del
Norte.
Ciudad Juárez es una tierra donde el desarrollo
sólo es visible a través de las grandes empresas internacionales que
allí se enriquecen, un escenario donde la existencia de la gente es muy
frágil y, aunque se diga lo contrario, la vida de las mujeres
empobrecidas poco importa a los responsables de velar por su seguridad.
Es una frontera en la que el mantenimiento del estado de las cosas está
enlazado a intereses tan diversos como problemáticas tiene la ciudad.
En este escenario surrealista, las negociaciones por la publicación o
censura de información sobre la violencia contra las mujeres se
balancean entre los contratos de publicidad oficial y la lucha de las
familias de las víctimas por encontrar a sus hijas y exigir justicia.
En el medio de comunicación donde trabajé se apoyó durante algunos años
la publicación de la versión de las familias de las víctimas y la
negligencia y corrupción del sistema de procuración de justicia.
Mientras, la mayoría de los medios de comunicación, en particular de
Ciudad Juárez, daba vuelo a las versiones oficiales. Por estas
publicaciones, todo el sexenio del entonces gobernador de Chihuahua,
Patricio Martínez García (1998-2004) fue de confrontación con directivos
del periódico donde yo trabajaba.
Después de 7 años, me
quedé sola en la trinchera del periodismo. La censura no fue el primer
aviso de que la impunidad permeaba también las páginas de los periódicos
y los noticiarios televisivos.
A mi correo electrónico
llegaban mensajes con insultos y amenazas. Algunos de ellos sólo decían:
“here, the serial killers”. Informé al director del periódico, pero no
hizo nada. Ni siquiera se hizo pública la denuncia.
En
vano hablé nuevamente con el director del periódico de las llamadas que
recibió mi madre. Su respuesta fue que si quería lo denunciara, pero que
no tenía ningún caso porque “nosotros sabemos que los que hacen esas
cosas son los mismos que hacen las investigaciones”. Nunca más hablé de
esa situación con nadie del periódico.
Todo empeoró después del hallazgo de 8 mujeres asesinadas en una zona conocida como Campo Algodonero, en noviembre de 2001.
Con tortura, los agentes arrancaron confesiones de culpabilidad a dos
personas. Las familias de los acusados sufrieron intentos de secuestro y
asesinato. Mario Escobedo y Sergio Dante Almaraz Mora, abogados de los
acusados, fueron asesinados. En uno de estos crímenes se comprobó la
participación de agentes judiciales, pero nunca se les consignó.
Gustavo González, uno de los acusados de estos 8 crímenes, murió en el
penal de máxima seguridad de Chihuahua. Su familia acusó al Gobierno de
haberlo asesinado, pero las autoridades atribuyeron su muerte a una
complicación médica.
Antes de ser asesinado, Sergio Dante
Almaraz logró la libertad de Víctor Javier García Uribe, otro de los
acusados, quien para proteger su vida se sumió en el silencio absoluto.
Una campaña de desprestigio acompañó estas irregularidades. Esta vez
fue dirigida a las propias familias de las víctimas, defensores de
derechos humanos y periodistas que denunciamos la impunidad. Se nos
acusó de manchar la imagen de la ciudad con lo que llamaron “el mito del
feminicidio” y de lucrarnos con este problema.
A la campaña del Gobierno se unieron medios de comunicación, empresarios y directivos de dos universidades.
Todo esto coincidió con la llegada de una nueva administración
gubernamental y el periódico donde yo trabajaba cambió su política
editorial. El tema de la violencia contra las mujeres, con suerte,
ocupaba un tercer plano. En otras ocasiones, la información que escribía
era modificada. Hasta que fui despedida sin justificación.
Luego se me impuso un veto laboral. La causa, me dijeron, fue haber
“manchado la imagen de la ciudad al escribir sobre el mito del
feminicidio”.
El recuerdo de todo lo que pasó me llenaba
de indignación esperando la entrevista en la Oficina de Asilo y Refugio
(OAR) en Madrid donde pedimos asilo. Pensaba que en realidad todo había
ocurrido despacio, con la paciencia cautelosa de un engranaje de
intereses, muy experimentado.
Confundí fechas, sucesos,
todo lo que había de relatar en aquella oficina fría donde sólo se
escuchaban algunos susurros y los sollozos de una mujer africana. Los
funcionarios y guardias de la OAR ignoraban el llanto de aquella mujer
que también esperaba a ser atendida. Estaba sola. Así me sentía en esa
oficina en Madrid, sin amigos.
De pronto llamaron a la
africana que, por momentos, me había puesto a salvo de la memoria. Al
verla alejarse limpiándose las lágrimas con las manos, recordé a mi
madre y a mi hermana cuando nos despedimos llorando en el aeropuerto de
Ciudad Juárez.
Tras ser despedida las amenazas habían
cesado, pero inmediatamente después de enviar un testimonio a la Corte
Interamericana de Derechos Humanos en 2009 por el caso del Campo
Algodonero, volvieron reactivarse. El proceso contra México por este
caso estaba por llegar a su fin en esta instancia.
La
Corte dictó medidas urgentes y provisionales a mi favor, pero el
Gobierno mexicano sólo ofreció un teléfono móvil por si ocurría “algo”.
No había voluntad de cumplir con el mandato de la Corte. Teníamos que
irnos.
Tuvimos la fortuna de contar con el respaldo de
personas y organizaciones civiles, y el 11 de septiembre de 2009, tres
días después de llegar a este país, acudimos a la OAR. Una mujer me
llamó cuando ya casi cerraban. Escribió lo que relaté sin inmutarse. Al
terminar de escribir me dijo con indiferencia: “Eso es todo, ya le
avisarán…”.
Rosa Isela y su familia llegaron al estado
español en septiembre de 2009. Un año después fue reconocida como
refugiada. Su historia fue uno de los muchos casos de persecución por
motivos de género para el que CEAR reivindicó el derecho de asilo.
El
exilio es una experiencia que va más allá de este reconocimiento por
parte de un Estado. Detrás de los testimonios de personas refugiadas y
de las investigaciones sobre el derecho de asilo, nos encontramos
‘primaveras con esquinas rotas’. El testimonio de Isela nos muestra
estos claro-oscuros. Se trata de un sueño de vida, de sobrevivir frente a
una persecución que impide permanecer en un contexto concreto.
El
camino del asilo está marcado por el dolor y el sufrimiento, pero
también por la resistencia y la fuerza para reconstruirse a pesar de lo
vivido. Su testimonio forma pare del libro Vivir sin Miedo, publicado por CEAR-Euskadi en 2014.
[1] Comisión de Ayuda al Refugiado en Euskadi (CEAR-Euskadi).
[2] Ley 12/2009, de 30 de octubre, reguladora del derecho de asilo y de la protección subsidiaria
[3] Personas Lesbianas, Gays, Trans, Bisexuales e Intersexuales.
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