5/16/2015

La protección del asilo frente a la persecución por motivos de género


Vivir sin miedo

En CEAR-Euskadi [1] trabajamos en la defensa y promoción de los derechos humanos y el desarrollo integral de las personas refugiadas, desplazadas, apátridas y migrantes con necesidad de protección internacional o en riesgo de exclusión. Llevamos más de 20 años defendiendo el derecho de asilo y, en este camino, una de nuestras luchas ha sido – y sigue siendo- que se reconozca esta protección a las personas perseguidas por motivos de género. Lo hemos hecho de la mano de muchas organizaciones que nos han enseñado y acompañado desde el feminismo y desde un compromiso profundo con los derechos humanos.


La piedra angular de la protección internacional del asilo es la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 y su Protocolo de Nueva York de 1967. Estos instrumentos establecen la definición de persona refugiada como aquella que “tiene fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentra fuera de su país de nacionalidad y no puede o -a causa de dichos temores- no quiere acogerse a la protección de tal país”. 

Desde el punto de vista de la protección internacional del asilo, la persecución puede ser definida como la violación grave o sostenida o sistemática de los derechos humanos. La discriminación o el trato menos favorable pueden llegar a equivaler a persecución y requerir de la protección internacional.   

La actual Ley de Asilo [2] recoge la persecución por motivos “de género u orientación sexual” como causa de asilo (Artículo 3) gracias al trabajo que desde las organizaciones, movimientos y colectivos sociales y feministas hemos llevado a cabo. Este reconocimiento formal supone una evolución con respecto a la legislación anterior y un avance muy importante hacia la igualdad entre mujeres y hombres y hacia el reconocimiento de las violencias que sufre la población LGTBI [3] .

Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con las otras causas de persecución -la raza, la religión, la nacionalidad, el grupo social y las opiniones políticas-, la Ley de Asilo expresa que el género y la orientación sexual no pueden dar origen a una persecución ‘per se’, sino que dependerá de las “circunstancias imperantes en el país de origen” (Artículo 7).

Para que una persona reciba asilo tiene que haber sufrido un temor fundado y probarlo. El órgano competente estudia el caso para corroborar si la persona tiene miedo y si ese miedo está fundado en hechos que pueden comprobarse. Deben existir circunstancias en su entorno que justifiquen la huída. Sin embargo, estos hechos no tienen por qué ser las “circunstancias imperantes en el país de origen”.
Las organizaciones de derechos humanos y los colectivos sociales de muchas regiones expresan además la dificultad para recoger información fidedigna sobre unas violaciones de derechos humanos que todavía no son consideradas en plenitud, son invisibilizadas por las estructuras estatales y no estatales, y donde los esfuerzos por visibilizar lo ocurrido, la investigación por esclarecerlo y enjuiciar a los perpetradores supone asumir el riesgo de persecución.

Esta fue la experiencia de Rosa Isela Pérez, periodista de Ciudad Juárez que se vio forzada a exiliarse debido a su trabajo por visibilizar el feminicidio en esta localidad mexicana.

Por su propia definición, el femicidio desembocaría en la muerte. Sin embargo, la violencia se dirige también hacia aquellas personas que buscan la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas. Así, encontramos que se da una persecución a familiares de las víctimas que trabajan por el esclarecimiento de lo ocurrido; a defensores y defensoras de derechos humanos que luchan por eliminar las causas; a personas de la red social de las víctimas y a periodistas que investigan lo ocurrido con el fin de difundirlo, entre otras.

Dependiendo del tipo de feminicidio, los agentes de persecución son diversos: personas con un vínculo con las víctimas, grupos con poder económico que ‘consumen’ mujeres, empresariado, instituciones y fuerzas de seguridad del Estado, crimen organizado (maras, narcotráfico, redes de trata de personas…), sectas, agentes estatales y paraestatales vinculados a la ‘limpieza social’, etc.

Además de tener en cuenta quién ejerce la violencia, en el ámbito del derecho de asilo es de gran relevancia el rol que juega el Estado. Es su responsabilidad proteger a las personas y, en caso de no poder o no querer hacerlo, la persona perseguida tiene derecho a buscar protección internacional.

En el caso del feminicidio en Ciudad Juárez, la incapacidad del Estado para proteger a las víctimas nace y crece a partir del patriarcado y del capitalismo. Se dan respuestas ineficientes y actitudes indiferentes en cuanto a la investigación de los crímenes por parte de las autoridades. Y existen altos niveles de impunidad, especialmente en aquellos casos en los que las víctimas son consideradas ‘desechables’ (mujeres pobres, migrantes, prostitutas, transexuales…).

El Estado se ve además debilitado en sus funciones de promoción y protección de derechos debido a su sumisión frente al capital. Pasa de ser un Estado de Derecho a ser un Estado corporativo. En este contexto patriarcal y capitalista, el cuerpo de las mujeres se convierte en un producto de consumo. Los crímenes contra ellas se cometen bajo un manto de impunidad, especialmente cuando son perpetrados por personas vinculadas a los grupos de poder económico. Este corporativismo de los Estados puede llegar, además, a involucrar de forma activa a sus instituciones y sus estructuras en los crímenes.

Así fue el caso del feminicidio en Campo Algodonero, en el que el Estado mexicano fue condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El Estado estuvo involucrado en torturas, amenazas, enjuiciamientos y asesinatos de falsos perpetradores; amenazas y asesinatos a quienes trabajaban por el esclarecimiento de los hechos y luchaban contra la impunidad; seguimientos y vigilancia por parte de instituciones gubernamentales; y campañas de difamación contra quienes estaban trabajando para esclarecer los hechos.

La experiencia de Isela muestra cómo el feminicidio puede desencadenar una huída motivada por la violencia de género o por la persecución que desencadena el apoyo a las víctimas y el trabajo de búsqueda de verdad, justicia y reparación. Las amenazas sufridas por esta periodista debido a su trabajo por visibilizar el feminicidio en Ciudad Juárez y por su testificación ante la Corte en el caso de Campo Algodonero le obligaron a abandonar el país, como ella misma relata.

Monólogo de un exilio

Cuando empecé a escribir sobre las historias de mujeres desaparecidas y asesinadas, no imaginé que después de unos años, tendría que irme del lugar donde nací, Ciudad Juárez, antiguamente conocida como Paso Del Norte.
Ciudad Juárez es una tierra donde el desarrollo sólo es visible a través de las grandes empresas internacionales que allí se enriquecen, un escenario donde la existencia de la gente es muy frágil y, aunque se diga lo contrario, la vida de las mujeres empobrecidas poco importa a los responsables de velar por su seguridad.
Es una frontera en la que el mantenimiento del estado de las cosas está enlazado a intereses tan diversos como problemáticas tiene la ciudad. En este escenario surrealista, las negociaciones por la publicación o censura de información sobre la violencia contra las mujeres se balancean entre los contratos de publicidad oficial y la lucha de las familias de las víctimas por encontrar a sus hijas y exigir justicia.
En el medio de comunicación donde trabajé se apoyó durante algunos años la publicación de la versión de las familias de las víctimas y la negligencia y corrupción del sistema de procuración de justicia. Mientras, la mayoría de los medios de comunicación, en particular de Ciudad Juárez, daba vuelo a las versiones oficiales. Por estas publicaciones, todo el sexenio del entonces gobernador de Chihuahua, Patricio Martínez García (1998-2004) fue de confrontación con directivos del periódico donde yo trabajaba.
Después de 7 años, me quedé sola en la trinchera del periodismo. La censura no fue el primer aviso de que la impunidad permeaba también las páginas de los periódicos y los noticiarios televisivos.
A mi correo electrónico llegaban mensajes con insultos y amenazas. Algunos de ellos sólo decían: “here, the serial killers”. Informé al director del periódico, pero no hizo nada. Ni siquiera se hizo pública la denuncia.
En vano hablé nuevamente con el director del periódico de las llamadas que recibió mi madre. Su respuesta fue que si quería lo denunciara, pero que no tenía ningún caso porque “nosotros sabemos que los que hacen esas cosas son los mismos que hacen las investigaciones”. Nunca más hablé de esa situación con nadie del periódico.
Todo empeoró después del hallazgo de 8 mujeres asesinadas en una zona conocida como Campo Algodonero, en noviembre de 2001.
Con tortura, los agentes arrancaron confesiones de culpabilidad a dos personas. Las familias de los acusados sufrieron intentos de secuestro y asesinato. Mario Escobedo y Sergio Dante Almaraz Mora, abogados de los acusados, fueron asesinados. En uno de estos crímenes se comprobó la participación de agentes judiciales, pero nunca se les consignó.
Gustavo González, uno de los acusados de estos 8 crímenes, murió en el penal de máxima seguridad de Chihuahua. Su familia acusó al Gobierno de haberlo asesinado, pero las autoridades atribuyeron su muerte a una complicación médica.
Antes de ser asesinado, Sergio Dante Almaraz logró la libertad de Víctor Javier García Uribe, otro de los acusados, quien para proteger su vida se sumió en el silencio absoluto.
Una campaña de desprestigio acompañó estas irregularidades. Esta vez fue dirigida a las propias familias de las víctimas, defensores de derechos humanos y periodistas que denunciamos la impunidad. Se nos acusó de manchar la imagen de la ciudad con lo que llamaron “el mito del feminicidio” y de lucrarnos con este problema.
A la campaña del Gobierno se unieron medios de comunicación, empresarios y directivos de dos universidades.
Todo esto coincidió con la llegada de una nueva administración gubernamental y el periódico donde yo trabajaba cambió su política editorial. El tema de la violencia contra las mujeres, con suerte, ocupaba un tercer plano. En otras ocasiones, la información que escribía era modificada. Hasta que fui despedida sin justificación.
Luego se me impuso un veto laboral. La causa, me dijeron, fue haber “manchado la imagen de la ciudad al escribir sobre el mito del feminicidio”.
El recuerdo de todo lo que pasó me llenaba de indignación esperando la entrevista en la Oficina de Asilo y Refugio (OAR) en Madrid donde pedimos asilo. Pensaba que en realidad todo había ocurrido despacio, con la paciencia cautelosa de un engranaje de intereses, muy experimentado.
Confundí fechas, sucesos, todo lo que había de relatar en aquella oficina fría donde sólo se escuchaban algunos susurros y los sollozos de una mujer africana. Los funcionarios y guardias de la OAR ignoraban el llanto de aquella mujer que también esperaba a ser atendida. Estaba sola. Así me sentía en esa oficina en Madrid, sin amigos.
De pronto llamaron a la africana que, por momentos, me había puesto a salvo de la memoria. Al verla alejarse limpiándose las lágrimas con las manos, recordé a mi madre y a mi hermana cuando nos despedimos llorando en el aeropuerto de Ciudad Juárez.
Tras ser despedida las amenazas habían cesado, pero inmediatamente después de enviar un testimonio a la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 2009 por el caso del Campo Algodonero, volvieron reactivarse. El proceso contra México por este caso estaba por llegar a su fin en esta instancia.
La Corte dictó medidas urgentes y provisionales a mi favor, pero el Gobierno mexicano sólo ofreció un teléfono móvil por si ocurría “algo”. No había voluntad de cumplir con el mandato de la Corte. Teníamos que irnos.
Tuvimos la fortuna de contar con el respaldo de personas y organizaciones civiles, y el 11 de septiembre de 2009, tres días después de llegar a este país, acudimos a la OAR. Una mujer me llamó cuando ya casi cerraban. Escribió lo que relaté sin inmutarse. Al terminar de escribir me dijo con indiferencia: “Eso es todo, ya le avisarán…”.

Rosa Isela y su familia llegaron al estado español en septiembre de 2009. Un año después fue reconocida como refugiada. Su historia fue uno de los muchos casos de persecución por motivos de género para el que CEAR reivindicó el derecho de asilo.

El exilio es una experiencia que va más allá de este reconocimiento por parte de un Estado. Detrás de los testimonios de personas refugiadas y de las investigaciones sobre el derecho de asilo, nos encontramos ‘primaveras con esquinas rotas’. El testimonio de Isela nos muestra estos claro-oscuros. Se trata de un sueño de vida, de sobrevivir frente a una persecución que impide permanecer en un contexto concreto.

El camino del asilo está marcado por el dolor y el sufrimiento, pero también por la resistencia y la fuerza para reconstruirse a pesar de lo vivido. Su testimonio forma pare del libro Vivir sin Miedo, publicado por CEAR-Euskadi en 2014.

[1] Comisión de Ayuda al Refugiado en Euskadi (CEAR-Euskadi).
[2] Ley 12/2009, de 30 de octubre, reguladora del derecho de asilo y de la protección subsidiaria
[3] Personas Lesbianas, Gays, Trans, Bisexuales e Intersexuales.

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