Orlando Delgado Selley
Recientemente, Cepal publicó un trabajo titulado La ineficiencia de la desigualdad,
en el que insiste sobre una tesis central sostenida a lo largo de sus
años de vida: la de-sigualdad es no sólo injusta, sino ineficiente: es
un obstáculo al desarrollo y a la consecución de la sostenibilidad.
Cepal plantea que en América Latina el tema distributivo mejoró en el
decenio anterior, pero se estancó en los años recientes, debido
directamente a la disminución del ritmo de crecimiento, que entre 2012 y
2017 fue en la región de 2.3 por ciento en promedio, lo que contrasta
con 3.8 por ciento de los años anteriores. Lograr avanzar en un camino
de mayor igualdad no es únicamente un imperativo ético, es condición
necesaria para acelerar el crecimiento de la productividad, la creación
de riqueza y, por ello, lograr el desarrollo.
Si nos proponemos reducir la de-sigualdad es necesario reconocer que
hay una clara interdependencia entre fiscalidad y provisión de bienes y
servicios públicos. En este propósito, además, se requiere reconocer
–como lo advierte Cepal– que la crisis financiera que estalló en 2007 y
se agudizó con la quiebra de Lehman Brothers hace justamente 10 años,
provocó un impresionante deterioro del bienestar de la humanidad. Este
rezago ha llevado a crear un consenso global sobre los riesgos de la
economía financiera. Aunque el sistema financiero de nuestro país no
participó de la colosal expansion global del crédito de los primeros
años de este siglo, sin embargo, se lleva utilidades anualmente que
resultan desproporcionadas en relación con el crecimiento de la economía
mexicana y del crecimiento de su propia operación crediticia.
De acuerdo con los datos publicados, los bancos comerciales que
operan en México lograron que sus utilidades crecieran más de 12 por
ciento al segundo trimestre de este año respecto de hace un año, en
tanto la economía en ese mismo periodo creció cerca de uno por ciento y
en el segundo trimestre de 2018 incluso decreció. El tema importa porque
en la lucha para abatir la de-sigualdad es indispensable que la
política macroeconómica no se concentre en controlar la inflación, sino
que se ocupe de que las utilidades que se generen en el país sirvan para
el crecimiento económico, de operar políticas anticíclicas que
diversifiquen la producción y que se sustente en buenas políticas
fiscales que permitan generar bienes y servicios públicos.
No puede olvidarse que la desigualdad en nuestro país, como en toda
América Latina, se sustenta en una cultura del privilegio que se expresa
en tres formas: primero, la desigualdad se entiende como derivada de la
diferencia que está en la naturaleza humana; segundo, quienes imponen
las jerarquías sociales no son imparciales; tercero, esta jerarquización
se difunde mediante actores, instituciones, reglas y prácticas. Entre
las reglas en las que se expresa esta cultura del privilegio está el
sistema tributario, que impide que la fiscalidad provoque efectos
redistributivos significativos. Por supuesto que todo esto está
correlacionado con la ausencia de democracia o con limitaciones
democráticas. Si la democra-cia se fortalece es posible y deseable que
se combata eficazmente la cultura del privilegio y sus consecuencias en
la generación de mayor desigualdad.
La llegada de la nueva mayoría política al gobierno federal, al de
varias entidades y al Congreso de la Unión hace posible y altamente
deseable que se actúe para evitar que los conflictos y desequilibrios
provocados por la concentración del ingreso y de la riqueza se
exacerben. Si las acciones instrumentadas son exitosas, entonces se
reducirán los flujos migratorios y, por supuesto, la crisis de
gobernabilidad en la que vivimos. El éxito dependerá de que se entienda
que sin una nueva fiscalidad claramente progresiva no podrán producirse
mejoras distributivas que sean permanentes. Sostener que el país puede
cambiar de modelo económico a partir de correcciones al gasto público y
eliminación de la corrupción, implica desconocer que la desigualdad es
estructural, que se ha construido en base a una cultura del privilegio
que se reproduce cotidianamente en el funcionamiento económico, político
y social.
Los bancos comerciales son un buen ejemplo de esta cultura del
privilegio. Se entiende como natural que las filiales mexicanas de los
bancos españoles resulten más rentables que las filiales españolas
cuando se pasa de las utilidades brutas a la utilidades netas. BBV
España tiene un mejor resultado financiero al comparar las utilidades
brutas generadas, pero al deducir impuestos y participaciones en las
utilidades la filial mexicana se convierte en la más rentable. Una
situación de este tipo es completamente injustificada. El fisco mexicano
requiere recursos que debiera destinar al desarrollo social, al
bienestar social. No hay razón para que no se le grave fiscalmente como
corresponde.
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