La Jornada
Ligado a un gran número de utilidades en la red, Google –el mayor y más conocido motor de búsqueda en Internet– permite, en cuestión de segundos, acceder a información que hace menos de tres décadas era preciso buscar laboriosamente en distintas fuentes no siempre accesibles. Pero como un arma de doble filo, también recopila y almacena, por conducto de sus plataformas (el servicio de correo Gmail es el más conocido) un descomunal volumen de datos de los usuarios que se comunican entre sí, se dirigen a terceros o hacen en la red incursiones cuya cifra anual se mide en billones en español, es decir un uno seguido de 12 ceros.
Los usuarios no son sólo los internautas individuales (alrededor de 3 mil 750 millones en 2017), sino también organismos gubernamentales y privados de todo el mundo que se encuentran más o menos ligados al diseño y manejo de la política, producción, economía, salud, información pública, ciencia y prácticamente todos los ámbitos de la sociedad. Escapan a ese enorme universo tan sólo las organizaciones que procesan y administran su información con un nivel de encriptación que las pone, al menos en teoría, a salvo de la escrutadora mirada del gigante informático. Pero no son muchas: estructuras militares y de defensa, entidades bancarias y financieras que codifican sus transacciones, y operadores de la inquietante dark net (red oscura), no indexada en los buscadores comunes y sólo accesible por medio de herramientas especiales. Los demás usuarios contribuyen, con sus visitas a Internet, a alimentar diariamente con nuevos datos el formidable data center (centro de procesamiento de datos) de Google.
Pero ¿qué información recoge este buscador y sus utilidades asociadas, las de telefonía celular incluídas? En lo individual, el perfil de las personas integrado por el cruzamiento de datos privados que éstas suministran vía los servicios que usan (edad, género, ocupación, estado civil); sus inclinaciones en materia de consumo, ocio, religión, preferencias sexuales o hábitos de vida; sus relaciones personales, sociales y familiares; fotografías y documentos guardados en la nube; sus predilecciones en materia de sitios de Internet; su ubicación geográfica; recorridos realizados, medio de transporte utilizado y tiempo empleado durante el desplazamiento; lista de amistades y frecuencia de los contactos con las mismas; gustos literarios, horas de sueño, actividad física y otra variada gama de datos. En lo institucional, casi todo lo anterior más datos de facturación, volúmenes operativos, composición, y demasiado a menudo comunicación interna supuestamente confidencial, apenas protegida por contraseñas débiles o cifrados elementales.
El caudal de información que Google acumula le llega de diversas fuentes; es generalmente proporcionado por el propio usuario de manera fragmentaria y discontinua, y cada dato individual no vulnera, en sentido estricto, la privacidad de aquél, pero el cruzamiento de esos datos revela que el todo es algo más que la suma de sus partes, porque permite elaborar perfiles que equivalen a una investigación profunda e invasiva de las personas. Organizamos la información del mundo para que todos puedan acceder a ella y usarla, dice Google para definir su misión. El asunto es que organizar la información del mundo le da a la empresa un poder de dimensiones difícilmente imaginables, al punto de que ha logrado preocupar por igual a los funcionarios del gobierno de Washington como a los integrantes del Parlamento Europeo: los primeros dicen que EU debería tomar muy en serio los riesgos del dominio de las empresas tecnológicas, y los segundos opinan que es mucho poder para una sola compañía.
Parece, en efecto, mucho para una empresa que, sin embargo, ha llegado a alcanzar las dimensiones de su nombre: “ Googol”, concepto inventado en 1938 por un niño de nueve años, hijo de un matemático, que designa a un número uno seguido de 100 ceros.
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