9/07/2018

Interregno

Pedro Miguel

El lapso de cinco meses entre la elección presidencial y la asunción del candidato triunfador era funcional en los tiempos en los que la jefatura del Estado se transfería de un priísta a otro, y cuando la regla no escrita indicaba que el saliente designaba al entrante. Era un tramo concebido para el reacomodo pausado del grupo en el poder y hasta para el aprendizaje de los novatos en las artes y las mañas de gobernar. Ese periodo tampoco estuvo de más en las alternancias prianistas, en las que grupos distintos se pasaban unos a otros los bártulos del mando, los mecanismos de la impunidad y los canales de la corrupción, toda vez que había entre ellos acuerdos fundamentales en torno a la continuidad del modelo económico.

Pero en la circunstancia presente, cuando el demolido proyecto de país de la oligarquía neoliberal debe ser remplazado por un paradigma republicano del todo diferente, estos cinco meses se vuelven una eternidad de equilibrios frágiles y tensiones insoslayables que deben ser contenidas porque la inestabilidad no es conveniente para los que se van ni para los que llegan.

Además, estos meses se traducen en un vacío de poder en el cual los actos de la presidencia de Peña Nieto carecen ya de propósito y significado, en tanto que el equipo de trabajo de López Obrador tiene influencia y autoridad, pero no atribuciones para tomar decisiones cruciales. Se generan, así, confusiones involuntarias o dolosas en amplios sectores de la sociedad acerca de quién tiene el poder, y un campo propicio para que la comentocracia propale su insidia; un caso ilustrativo de ello fue la maledicencia con la que se atribuyó al próximo presidente la decisión de dejar en libertad a Elba Esther Gordillo, una insinuación que no pocos despistados dieron por verdadera.
Hay que reconocer que este lapso tiene sus ventajas, porque concede al gabinete entrante un valioso tiempo de preparación para empezar a gobernar desde el primer día y aprovechar así un sexenio de por sí corto para llevar a cabo los cambios proyectados; para colmo, un ajuste constitucional señala que quien suceda a AMLO tomará posesión el primero de octubre de 2024, con lo que su presidencia sufrirá un recorte de dos meses.
Por si el asunto no fuera suficientemente complicado, ocurre que desde el pasado primero de septiembre coexisten dos poderes de orientación contrapuesta: mientras que el Ejecutivo sigue a cargo de algo que alguna vez fue el PRI, el Legislativo es controlado ya por Morena y sus aliados. Esta condición priva a los términos gobierno y oposición de toda capacidad definitoria y obliga a una convivencia incómoda que hace aconsejable contener las pasiones de la confrontación política para después de la toma de posesión del hoy presidente electo.
Los dos grupos que tienen en sus manos las decisiones nacionales más importantes enfrentan, cada cual en su bando, presiones encontradas: muchos del viejo régimen querrían sabotear hasta donde fuese posible el buen arranque de la próxima administración, en tanto que los triunfadores enfrentan la impaciencia de sus bases, para las cuales ha pasado ya demasiado tiempo desde su victoria insurreccional del primero del julio sin que hasta ahora el espíritu de la cuarta transformación haya podido encarnar sino en cosas simbólicas y de estilo, lo cual es mucho en clave política, pero del todo insuficiente para restañar décadas de agravios, violencia, despojo y destrucción generalizada.
El país vive un interregno, que es como los romanos llamaban al temible periodo entre la ausencia del gobernante (cónsul o rey) y la asunción de su sucesor. Pero en la antigua Roma al menos existía la figura del interrex, el regente que debía llevar la conducción de la cosa pública en ese lapso. Para evitarse la molestia, la corona británica estableció que un sucesor designado de antemano ascendiera al trono en automático en cuanto falleciera el monarca en funciones.
Las formalidades republicanas son un poco más complicadas porque un triunfo en las urnas requiere de una validación y porque el traspaso de poderes implica una enormidad de andamiajes institucionales cuyo control no puede ser asumido desde cero y de la noche a la mañana.
A la espera del primero de diciembre, Andrés Manuel López Obrador habría podido optar por guardarse bajo la manga todos los ases de su política y estrenar la Presidencia de una manera espectacular, con una sucesión de grandes sorpresas. Pero su estilo es diferente: ha ido definiendo los ejes de su administración no desde el 2 de julio sino desde hace muchos años y ha preferido asumir decisiones e incluso rectificaciones a la vista del público. Eso podría representarle un desgaste prematuro, pero las encuestas indican que ha ocurrido lo contrario: sus preferencias se han incrementado entre 10 y 20 puntos desde las pasadas elecciones, lo que indica que ha ganado en confiabilidad.
Moraleja: hay que armarse de paciencia.
Twitter: @navegaciones

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