La Jornada
La Fiscalía General del Estado de Veracruz dio a conocer ayer que descubrió una fosa clandestina que contiene los restos de cuando menos 166 personas en la zona centro de esa entidad. El hallazgo se suma a otros enterramientos ilegales, el mayor de los cuales fue realizado hace dos años por familiares de desaparecidos en Colinas de Santa Fe, y del cual se han recuperado restos de unas 300 personas.
El nuevo descubrimiento se suma a la multitud de fosas clandestinas encontradas hasta ahora en Veracruz y en otros estados de la República, y constituye un nuevo recordatorio de la continuada masacre en la que ha estado sumido el país desde hace muchos, demasiados, años. Cabe recordar que en la entidad los primeros de estos entierros fueron localizados en 2011, y que en ellos se encontraron restos humanos de más de 50 individuos.
Es escalofriante pero inevitable asumir que una buena parte de las decenas de miles de desapariciones forzadas perpetradas en México en los lustros recientes ha culminado en inhumaciones como las referidas, si no es que en la disolución en ácido de los cuerpos de las víctimas; que la inmensa mayoría de esos casos permanece en la impunidad; que el Estado, en sus tres niveles de gobierno, ha fallado en la obligación de garantizar la vida y la seguridad de centenares de miles de sus habitantes, y que como consecuencia hoy el territorio nacional es un inmenso cementerio.
En el caso veracruzano, la guerra difusa que ha tenido lugar en las dos décadas anteriores ha sido, en primer término, una sucesión de confrontaciones entre grupos delictivos: en un principio, el cártel del Golfo se hizo presente en el estado; posteriormente la escisión conocida como Los Zetas lo desplazó mediante cruentos enfrentamientos y ese grupo fue a su vez derrotado en años posteriores por el cártel Jalisco Nueva Generación. Las autoridades federales y estatales fueron incapaces de evitar esas confrontaciones y, lo peor, de proteger a la población de la entidad que se mantenía ajena a las pugnas criminales. Se perpetró de esa manera una gravísima omisión que, por sus nefastas consecuencias y por el grado de destrucción humana que implicó, debe ser considerada un crimen de lesa humanidad y esclarecida y sancionada como tal.
Peor aun, a pesar de las promesas de campaña formuladas hace dos años en el contexto de la elección estatal de 2016, la descontrolada violencia que azota a Veracruz dista de haber terminado tras la salida de Javier Duarte de la gubernatura y de la llegada a ella de Miguel Ángel Yunes Linares. Es decir, mientras que los delincuentes siguen actuando, las autoridades acumulan nuevas responsabilidades por omisión.
La violencia criminal debe ser detenida a la brevedad y esa tarea sólo puede emprenderse desde el poder público. Independientemente de las políticas de pacificación y de seguridad esbozadas por el próximo gobierno federal, es indispensable que el actual actúe, atraiga las investigaciones por los hallazgos de entierros masivos y actúe de inmediato, porque puede asumirse que la siembra de cadáveres sigue, y que continuará mientras no exista voluntad política real de ponerle un alto.
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