Carlos Bonfil
Un tema de reflexión para las nuevas autoridades en México puede ser la manera en que, en el contexto de las negociaciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), o lo que de él queda, Canadá sigue defendiendo lo que desde un inicio fue para esa nación un principio irrenunciable: la situación de las industrias culturales; en otras palabras, la excepción cultural o no inclusión de la cultura como una mercancía más en los acuerdos comerciales. Sin ser la explicación central de las dificultades por las que ha atravesado el cine mexicano en los años pasados, ciertamente nunca fue una idea afortunada haber supeditado su desarrollo a la prosperidad y hegemonía sin trabas del cine hollywoodense en nuestro país.
Sin un marco jurídico realmente favorable para la cinematografía nacional, asistimos a una paradoja irónica: México vive hoy el mejor momento de su producción fílmica, y lo hace en condiciones muy desventajosas para su distribución y exhibición. El talento fílmico mexicano es reconocido y premiado en festivales locales e internacionales, lo mismo en Morelia y Guadalajara que en Cannes o en Berlín. En este momento triunfan en Venecia las cintas Roma, de Alfonso Cuarón, y Nuestro tiempo, de Carlos Reygadas, y la producción anual rebasa ya los 170 títulos. Cabe esperar que una nueva administración entienda al fin que ese cine mexicano de cuya calidad tanto presumieron las administraciones pasadas, manteniéndolo muy marginado en los circuitos comerciales –por ineptitud, por desidia o por falta de voluntad política–, merece ahora un trato digno y soluciones más audaces e imaginativas. Rescatar este cine es la asignatura pendiente y un reto mayor para el nuevo gobierno mexicano.
Una película mexicana de calidad tiene por fortuna esta semana su estreno simultáneo en la cartelera comercial y en la Cineteca Nacional. Se trata de Tiempo compartido(2018), segundo largometraje de Sebastián Hofmann, autor hace seis años del notable filme de horror Halley. La buena recepción que la cinta comienza a tener en estos dos ámbitos muestra hasta qué punto el buen cine nacional es capaz de competir con el hegemónico que hasta ahora se ha considerado único valor seguro en la taquilla.
La propuesta de Hofmann es por lo demás atractiva. En el lujoso complejo turístico Vistamar, situado en la Riviera Maya, aunque sugerentemente filmado en el viejo hotel Acapulco Princess, Pedro (Luis Gerardo Méndez) y Eva (Cassandra Ciangherotti), una pareja conyugal acompañada de su pequeño hijo, se descubre obligada a compartir un bungalow familiar con una pareja desconocida y sus dos hijos, debido a un misterioso asunto de sobreventa de lugares.
Aunque las dos familias parecen ser de clase media, en realidad representan polos opuestos. El reservado y pretencioso Pedro deberá soportar la familiaridad excesiva del extrovertido Abel (Andrés Almeida), quien muy pronto lo adopta como su companche,y de su bienintencionada y entrometida esposa, una pareja capaz de convertir la impertinencia invasiva en generosidad hospitalaria. Para la joven Eva, renuente a las rutinas conyugales y abierta a experiencias nuevas, esta situación inesperada representa una posibilidad de aventura.
Lo que parece una comedia de situaciones previsibles, pronto adquiere tintes de humor negro. Algo extraño y perverso sucede en ese paraíso de tiempo compartido. Los vacacionistas semejan miembros de una secta de iniciados a una religión de la dicha por decreto, la vida sin dolor y una sabiduría de manual de autoayuda. Un gurú espiritual estadunidense (RJ Mitte, de la serie Breaking Bad), preside las sesiones de esos turistas exaltados, convencidos de formar parte de la gran familia Everfields International Resorts.
Una pareja de empleados, el sometido y casi zombi Andrés (estupenda, la actuación de Miguel Rodarte) y Gloria (la actriz Montserrat Marañón), su emprendedora esposa, también forman parte de la intriga enigmática. ¿Se trata de una conspiración diabólica para derribar la armonía doméstica de un matrimonio incauto? ¿Asistimos al delirio de un Pedro muy estresado, incapaz de aceptar las bondades de la enajenación colectiva y el consumismo turístico? En cualquier caso, lo que Sebastián Hofmann propone es el itinerario de un desquiciamiento mental y de un comportamiento paranoico en un clima que algunos comentadores han asociado con el absurdo kafkiano, mientras otros lo relacionan con el cine del griego Yorgos Lanthimos. Hay algo, sin embargo, en el conjunto de la trama, que remite a otro referente emblemático, la trama conspiratoria de El bebé de Rosemary (Polanski, 1968), en el que la obsequiosidad perversa de una vieja pareja embauca a un joven matrimonio hacia un viaje sin retorno a un territorio maligno.
En el filme de Hofmann todo ese horror tiene como elementos distintivos la tragicomedia y lo bizarro, dos registros que el joven cineasta maneja con una destreza sorprendente.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y salas comerciales.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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