El presente año, a
propósito de la conmemoración de la masacre estudiantil de 1968, el
andamiaje administrativo de la Universidad Nacional Autónoma de México
se ha dedicado a desplegar una serie de estrategias culturales,
artísticas, académicas, literarias, etc., orientadas hacia el trabajo de
la memoria colectiva que los mexicanos, en general; y la comunidad
estudiantil, en particular; tienen en torno de aquellos acontecimientos
que en Octubre próximo cumplen cincuenta años. Pero lo ha hecho en un
sentido en el que lo que en aquel momento fue un movimiento que
trascendió a la propia institucionalidad de las entidades escolares
involucradas, hoy quede reducido justo a eso: a un recuerdo que hay que
preservar como un pasado, quizá no tan distante, al cual se le debe
rendir culto, pero siempre teniendo como límite la precaución de no
buscar (re)vivirlo y actualizarlo en el presente como una práctica ética
y política ineludible.
En este sentido, desde principios
del año, los mexicanos y las mexicanas han asistido a un magno esfuerzo
de la Universidad de representaciones de la memoria histórica del 68,
saturadas de solemnidad y de discursos plagados del lenguaje
revolucionario, crítico y abiertamente contestatario de quienes cinco
décadas atrás se indignaron y actuaron no únicamente en contra de los
atropellos cometidos por el gobierno en turno sobre los estudiantes y
los recintos a los que acudían a tomar clases, sino en contra, también,
de un sistema político obsesionado con la idea de despolitizar a las
masas, obsesionado con el objetivo de hacerlas simples receptoras de su
poder y consumidoras insaciables de las mercancías ofrecidas por el
capitalismo como aspiración existencial.
La solemnidad
en curso, por supuesto, no hace sino excluir la necesidad de la
autocrítica sobre el camino andado, sustituyéndola por la
autocomplacencia que produce el saberse herederos de aquel pasado
glorioso en el que se rompieron las cadenas de una sociedad a la que
incluso se le expropió el derecho legítimo de reivindicar el recuerdo de
su propia participación histórica en cada baño de sangre, en cada
guerra y cada crisis que se vivió en el país. Y los discursos vigentes,
por profundos que sean sus parafraseos de las consignas de ayer, por
extensa que sea su labor de recuperar los reclamos que hicieron eco lo
mismo entre estudiantes que entre trabajadores, entre mineros que entre
médicos, entre oficinistas que entre ferrocarrileros, entre hombres que
entre mujeres, entre jóvenes que entre adultos, entre el México profundo que al finalizar la guerra civil se urbanizó que entre el México moderno
que nació con espíritu estadounidense; y por más sistemático y
reiterativo que sea su empecinamiento en despojar a la ciudadanía de su
combatividad para apropiársela y adjudicársela a las clases que hoy
administran el Estado; siguen siendo discursos vacíos de todo contenido:
apenas formas aparentes de la pretensión de Ser agentes de cambio.
Hace
años que intereses propios y ajenos a la conducción de la Universidad
la mantienen asediada, buscando constituirla como un mundo, un universo
por completo apático y desconectado de la realidad de violencia,
desigualdad y explotación generalizadas que se viven, día con día, en
todos los rincones de la geografía nacional. Hoy, la norma que dicta los
estándares de calidad educativa, científica y humanística, de la
institución son los estándares propios del neoliberalismo más atroz.
Hoy, el éxito de sus estudiantes se mide en su eficiencia terminal,
sin importar que el tránsito de su vida universitaria se reduzca al
superficial objetivo de obtener un título o un grado nobiliario que le
conceda la ilusión de tener un estatus superior en sociedad. Hoy, la
calidad de sus profesores se mide por la cantidad de su producción en
revistas y libros, con independencia de que el volumen producido no pase
de ser un exhaustivo ejercicio de regurgitamiento y reciclamiento de
espacios comunes e ideas trilladas que por lo rebuscado de su redacción
se aprecian como contenidos críticos, aunque no lo sean.
Hoy,
y desde hace muchos años, la convivencia de la comunidad universitaria,
dentro de sus instalaciones, se está viendo empujada cada vez más hacia
un puro reflejo mecánico de asistencia a aulas sin que ello se traduzca
en el cultivo autocrítico de una cultura política activa. El avance del
neoliberalismo sobre la Universidad se ha cristalizado, cada vez con
mayor fuerza, en el sometimiento del universitario a una carencia de
práctica política en su comunidad; y ello no sólo en lo que concierne a
los asuntos propios de la misma, sino, más aún, en todo lo que se
refiere al rumbo de su sociedad.
Por eso no sorprende
ver que hoy el conservadurismo más retrograda se personifica en esas
figuras —también llenas de solemnidad autodeclarada— que reducen la
práctica pedagógica a aquello que sucede en un salón de clases: como si
con el simple hecho de tomar un aula de la materia que sea el alumno ya
esté poniendo en juego la irrenunciable exigencia de posicionarse en los
asuntos que le competen, por cuanto integrante de una sociedad que cada
vez aísla e individualiza más a sus integrantes, reafirmándolos como
meros consumidores de un cúmulo inagotable de mercancías.
Y
es que, en efecto, más allá de las coyunturas nacionales que significan
los cambios de gobierno a nivel federal (en donde los intereses de la
administración de la Universidad se acomodan según sople el viento), el
mayor peligro al que se enfrenta la Universidad proviene de ese empuje
constante que pretende hacer de ella un espacio inmaculado en el que las
catarsis que se viven en la cotidianidad del cuerpo social no tengan
lugar, no calen hondo en las conciencias de quienes, se supone —y en
verdad lo son en un país en donde la educación superior es un privilegio
de las clases medias; y uno que ya no pone en juego ninguna promesa de
movilidad social— los estratos poblacionales más privilegiados de
México.
Se olvida ya con tanta facilidad y sin tantos
tapujos que frente a las mayores crisis de violencia que han asolado a
este país en los últimos dos sexenios fueron los estudiantes, los
académicos y administrativos de la Universidad, comprometidos con la
construcción de un proyecto político diferente, los que se posicionaron
al frente de aquellas monumentales manifestaciones que cimbraron la
retórica y el anesteciamiento en los que vive ensimismado el poder
público. Se olvida, sin mayor reparo, que millones de mexicanos son los
benefactores directos de aquellas conquistas políticas que los
estudiantes conquistaron para su sociedad. Y si hoy algo de aquella
historia y de ese compromiso se mantiene, es porque desde esos escasos y
siempre asediados sectores se ha decidido resistir: no por el
individuo, sino por la colectividad.
Toda práctica
pedagógica y educativa debe traducirse en acción política directa sobre
la sociedad si es que se pretende que los ciudadanos a los que se
escolariza no sean simples autómatas del mercado: individuos apáticos y
desinteresados por todo cuanto no afecte directamente sus intereses
personales, cada día más reducidos y más fáciles de satisfacer por el
mercado neoliberal. Y aquí es, por ello, importante el no olvidar que en
la historia de América son los momentos de crisis, de protestas y de
inconformidad social, los que le han servido a sus pueblos como los
principales asideros no sólo en términos de cuestionamiento del estado
de cosas imperante, sino de ejercicios pedagógicos del quehacer
político.
De ahí la importancia de observar en las
protestas recientes de los universitarios un hecho que no se encuentra
aislado de la totalidad social. Y es que sí, es cierto, las condiciones
de seguridad en las instalaciones de la Universidad se han ido
degradando a pasos agigantados. Y sí, también el modelo educativo y de
convivencia entre universitarios ha fragmentado espacios y
posicionamientos, éticos y políticos, que antaño sirvieron como punta de
lanza para lanzar las consignas que hoy ya no resuenan en las calles y
las avenidas del país.
No son estas movilizaciones de
la comunidad universitaria un mero capricho de la misma. Y menos aún se
reducen a la exigencia hoy tan visible de expulsar de la Universidad al
grupo de choque por excelencia lo mismo de Rectores que de Directores de
Facultades, Escuelas, Preparatorias y Colegios. Lo que hoy está
teniendo lugar en la Universidad es reflejo del hartazgo que se vive por
causa de la descomposición del tejido colectivo de la sociedad.
Sí,
son movilizaciones por las universitarias acosadas, violadas y
asesinadas en los últimos años. Pero también son movilización por un
pasado con millones de casos similares que la memoria colectiva olvidó, y
por supuesto, por un futuro en el que esos casos sean la excepción, y
no la regla. Sí, son movilizaciones por la inseguridad y la violencia
que los universitarios viven en día a día. Pero lo son también por la
violencia y la inseguridad con la que se vive en el resto del país, en
donde el morir desmembrado, decapitado o disuelto en aceite es más
sencillo que lograr sacar adelante a una familia que gana el salario
mínimo. Sí, son movilizaciones por las agresiones vividas, a manos de
grupos porriles (de choque), el pasado 3 de septiembre, frente al
edificio de Rectoría. Pero también lo son por todos aquellos que en el
país se han inconformado y han actuado frente a un aparato estatal
represor, que terminó declarándoles una verdad histórica indiscutible.
Queda
en el tintero la reflexión sobre por qué se decidió disolver una
manifestación tan pequeña, tan concentrada y tan pacífica, por medio de
una agresión de proporciones como la observada frente a Rectoría. ¿Un
movimiento político francamente torpe? ¿Un golpe de timón desde
intereses opuestos a la administración en curso? ¿Una advertencia de
grupos anquilosados al régimen federal saliente, de cara a la cercanía
que se tiene con el gobierno entrante? Quizá, como sucedió con miles de
documentos, voces y vidas que se aniquilaron en el 68, jamás se sabrá
más allá de la pura especulación.
Pero lo que ahora sí
se sabe es que la inmovilidad no es una opción. Porque por concentrada y
reducida que pueda o no ser la protesta en curso, lo que queda claro es
que de seguir por el camino recorrido, por el recurso a renunciar al
posicionamiento político, por la salida fácil que supone el no tomar una
posición ética concreta frente a la descomposición de la sociedad, lo
único que se tiene asegurado es más de lo mismo.
Y hay
que aclarar, como reza el viejo adagio de la Revolución de 1905: «Las
masas no van a la revolución con un plan preconcebido de la sociedad
nueva, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir
soportando la sociedad vieja».
¡Que la memoria del 68
no sea sólo un recuerdo solemne al que se le deba rendir culto, sino una
realidad que se debe seguir (re)viviendo y actualizando de manera
permanente!
¡Por mi raza hablará el espíritu!
Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional.
Blog del autor: https://columnamx.blogspot.com
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