Importa la deliberación porque nuestra Constitución Política contiene
múltiples mandatos que bien pudieran apreciarse con esa orientación, si
por ello se entiende la búsqueda de condiciones sociales y económicas
más justas para la población, la garantía de mínimos en torno a bienes y
servicios básicos elementales, el respeto irrestricto a la igualdad
desde la diversidad, el combate a toda forma de discriminación, y la
consagración, no sólo de libertades políticas, sino de participación
directa en asuntos de interés público.
Nuestra Constitución aporta un detalle nada menor para las
discusiones públicas, porque su orientación no solamente es política,
es, sobre todo, jurídica, vinculante aún para las mayorías en el
gobierno y los cuerpos legislativos, y todavía más, si no se pierde de
vista que en gran medida, se ha optado por el reconocimiento de varios
derechos humanos para establecer esa guía para cualquier administración.
De entrada, habrá que seguir con cuidado los trabajos para redactar
la llamada Constitución Moral. Cierto es que se anuncia como un
documento respetuoso de la libre manifestación de ideas, la diversidad,
la pluralidad, la no discriminación, y además se presume que contribuirá
a conformar una sociedad incluyente; pero, con todo y eso, tendría que
cuestionarse seriamente la necesidad del esfuerzo cuando nuestra
Constitución Política, máxima norma jurídica en el país, respalda
nuestra composición pluricultural como Nación, compromete la laicidad
del Estado y la educación –la cual debe combatir la ignorancia, las
servidumbres, fanatismos y prejuicios, entre otros fines–, reafirma
nuestra diversidad cultural, y reconoce nuestra libertad de convicciones
éticas, de conciencia y de religión. Así las cosas, por más
representativo que sea el proceso para crear dicha Constitución Moral,
¿para qué arriesgarnos a que no sea fiel reflejo de lo que son nuestros
derechos?
Hecha esa mención, como un mero recordatorio de que una verdadera
izquierda tendría que ser respetuosa de las libertades, tanto privadas
como públicas, lo que más me interesa es destacar un camino ordenado por
nuestra Constitución actual, y que obliga a que las políticas públicas
por venir sean de determinada manera y no de cualquier otra. –Aclaro
que, si eso suena impositivo, en nada descarta que se pueda discutir la
reforma a nuestra Constitución o la creación de una nueva, pero mientras
su texto no cambie, pienso que es vital defender que se le respete–.
De un gobierno de izquierda democrática se espera, y se le deberá
exigir, un giro de ciento ochenta grados a las políticas de combate a la
desigualdad social y económica. La realidad mexicana es lamentable: una
gran parte de nuestra población en la pobreza; una de las sociedades
más injustas, con las mayores distancias entre quienes menos tienen y
quienes acaparan las riquezas; políticas sociales que van de fracaso en
fracaso; mínimas expectativas de mejorar la condición social durante
toda una vida de esfuerzo, pues si se nace pobre lo más probable es que
así se muera; desventajas tales que son excepcionales las historias de
éxito de gente emprendedora si no parte con privilegios de origen; y
ello, escenario propicio para la corrupción, inseguridad e impunidad
generalizadas, no a cuenta de la pobreza, sino de la instauración del
privilegio y de la explotación.
Al respecto, nuestra Constitución vigente tiene mucho que ordenarle
al gobierno. En esta ocasión me enfoco en la forma de orientar la
actividad económica. En el artículo 25 constitucional ciertamente no se
adopta la indiferencia como política pública, no se deja al libertinaje
del mercado la guía de la economía. Al contrario, los mandatos
constitucionales encomiendan gran responsabilidad a nuestras autoridades
competentes. Si lo simplifico al máximo, la opción por apoyar al sector
privado, empresarial, industrial y financiero, para que cuenten con
oportunidades de privilegio y excepción, para impulsar el desarrollo
nacional, el crecimiento económico, el empleo y una más justa
distribución del ingreso y la riqueza, con el fin de lograr el pleno
ejercicio de nuestra dignidad y derechos, ha sido un fracaso.
El peor de los fracasos, porque el desarrollo por derrame, a
cuentagotas, para el resto de la población, brilla por su ausencia. Lo
que en su lugar abundan son historias de despojo, desplazamiento,
explotación humana y sobreexplotación ambiental, algo muy distante del
desarrollo nacional integral y sustentable que mandata la Constitución.
Por ello pienso que se necesita exigir al nuevo gobierno, incluso en
tribunales, que la regulación y fomento de las actividades económicas
que necesitan de su apoyo prioritario son las que le corresponden al
sector social.
Por orden constitucional de equidad social, por beneficio general de
la población y hasta para cumplir la promesa de que, por el bien de
México, primero los pobres, urge impulsar al sector social, a ese que se
identifica en el artículo 25 de nuestra Constitución: los ejidos, las
organizaciones de personas trabajadoras, las cooperativas, las
comunidades, las empresas que pertenezcan mayoritaria o exclusivamente a
la clase trabajadora –si alguna queda–. Pero no sólo a tal sector, sino
a las personas y comunidades indígenas y a las equiparables –como la
gente del campo o de zonas urbanas marginales que no se identifica como
indígena–, y eso también por mandato del artículo segundo
constitucional. Impulsar el desarrollo regional de zonas indígenas y
equiparables, fortalecer las economías locales, mejorar las condiciones
de vida comunitaria de los pueblos, fomentar y respaldar sus actividades
productivas, estimular sus propias inversiones para crear empleos,
mejorar su acceso a las tecnologías y a los mercados, teniendo en cuenta
en todo momento una perspectiva de género adecuada. Todo ello sin
discriminación alguna por su condición social, lo que se traduce, en los
hechos, en no negarles por anticipado oportunidades de desarrollo que
hasta ahora han beneficiado casi en exclusivo al sector privado
empresarial. En términos simples, ¿por qué se piensa que cualquiera de
los denominados proyectos de desarrollo se tiene que concesionar a
grandes empresas?, ¿por qué no se confían a la gente común?, ¿por qué
las zonas económicas especiales únicamente tienen un enfoque
industrial?, ¿por qué no dejar que las personas elijamos nuestros
propios modelos de desarrollo para así hacer realidad nuestros propios
proyectos de vida?
Si el tema es que sólo las grandes empresas tienen las capacidades
técnicas y financieras, eso prevalece por olvido e incumplimiento de la
Constitución, pues es obligación del gobierno propiciar que la gente
tenga igualdad sustantiva, incluso si para ello se requieren
temporalmente acciones afirmativas o políticas públicas equiparadoras.
El momento para demostrar realmente el compromiso del nuevo gobierno
inicia desde hoy, en ajuste de leyes y presupuestos. Continuará a la
hora de construir, con participación previa, informada y efectiva de
todos los sectores de la población, los planes nacionales y locales de
desarrollo. No más discursos.
El sector tradicionalmente privilegiado no debería huir despavorido
del país. El nuevo gobierno que presume ser de izquierda no lo es tanto,
no ha dado señales de pretender modular la propiedad privada por causas
de interés público, ni ha anunciado expropiaciones. Sin embargo, lo que
sí deberá terminar de una vez es el régimen de privilegios que nos
carcome como sociedad todos los días. Una realidad más justa, conviene a
todo mundo, en lo económico, en lo social y hasta en lo moral, para ser
condescendiente con la tónica de la siguiente administración.
Pero eso sí, que no se olvide, no es solamente tema de conveniencia,
es mandato de nuestra Constitución actual. Ella reconoce múltiples
derechos humanos en este sentido, derechos que no están abiertos a
consulta popular, porque, aunque el tema es de trascendencia nacional,
restringir esos derechos, secundar por esa vía al nuevo régimen que
anuncia que todo va a transformarse, únicamente para que todo siga
igual, no es algo permitido por el texto constitucional. Voté por el
nuevo gobierno y lo mínimo que espero es que honre la Constitución y se
acuerde que le marca un camino de izquierda adecuado. Si la ignora,
aunque suene ingenuo, todavía creo que tenemos al Poder Judicial para
defender nuestros derechos. Así que, por el bien de México, por favor,
por favor, primero toca acatar la Constitución.
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