La Cámara de Diputados, en particular, es el recinto que mejor refleja la enorme diversidad geográfica e ideológica de la nación. Los 300 diputados de distrito provienen de cada uno de los rincones de la República, desde Tijuana hasta Tapachula, desde Monterrey hasta Cancún. Y los 200 diputados plurinominales garantizan la representación de la más amplia diversidad de posiciones ideológicas, incluyendo izquierdistas, conservadores, anarquistas, liberales, socialistas, moderados y “ultras”, entre otros.  
Es precisamente por esta pluralidad, dinamismo y participación tan características del Poder Legislativo, que los presidentes de la República de los últimos dos sexenios, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, han hecho todo lo posible por cancelar su relevancia y autonomía. Como mandatarios que llegaron al poder a partir de votaciones minoritarias y altamente cuestionadas, ambos han tenido un terrible pavor a la voz del pueblo expresado por medio de sus representantes populares.
Calderón, por ejemplo, pactó con Manlio Fabio Beltrones, en 2008, ­reformar el artículo 69 de la Constitución con el fin de eliminar el requisito de que el presidente acuda personalmente a la Cámara de Diputados cada 1 de septiembre para rendir su informe de labores. Ello fue en respuesta a las aguerridas protestas protagonizadas por la bancada del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en la Cámara de Diputados en contra de Vicente Fox con motivo de la presentación de su sexto informe y del mismo Calderón durante su primer informe a raíz del fraude electoral de 2006.
A partir de ese momento, el titular del Ejecutivo federal ha podido evitar cualquier contacto con los “revoltosos” legisladores y organizar su propio espectáculo lleno de aplausos prefabricados para el consumo televisivo, tal y como ocurrirá este lunes 3 de septiembre con motivo de la presentación del sexto informe de gobierno de Peña Nieto. Hagamos votos para que esta sea la última vez que se le permita al presidente rendir su informe sin diálogo o intercambio alguno con el pueblo o sus representantes.
Después de la reforma de Calderón y Beltrones, la estocada de muerte para el Poder Legislativo fue el “Pacto por México” de Peña Nieto. Como documentamos en su momento en estas mismas páginas (véase: https://www.proceso.com.mx/326808/326808-acto-fallido), la forma de aquel acuerdo cupular era aún más preocupante que el fondo. El verdadero propósito del pacto era trasladar los debates y los acuerdos legislativos fuera del Congreso de la Unión, un foro público y transparente, a los oscuros salones y pasillos de Bucareli.
Durante el sexenio de Peña Nieto el Congreso ha funcionado sólo para validar los acuerdos tomados directamente con el presidente de la República atrás de puertas cerradas. Ha retornado la época de los legisladores “levantadedos” y el resultado ha sido una enorme pérdida de legitimidad y presencia pública del Congreso. Es Peña Nieto quien en realidad ha cancelado la separación de poderes.
En contraste, hoy, por primera vez en décadas, finalmente contamos con un mandatario que cuenta con el respaldo mayoritario de la población. López Obrador no tiene necesidad alguna de temerle al pueblo, y menos al Congreso de la Unión, porque es precisamente el pueblo mexicano el que lo ha enviado a Palacio Nacional.
Así que, al contrario de lo que muchos imaginan o pregonan, la fuerza y la independencia del Congreso de la Unión no tendría para qué reducirse, sino más bien aumentar durante el próximo sexenio. Sin el control férreo ejercido desde Palacio Nacional, los legisladores finalmente serán libres para proponer nuevas leyes, debatir públicamente sus diferentes posiciones y abrirse a la activa participación ciudadana. 
Es cierto que el control mayoritario de las fuerzas lopezobradoristas sobre el Congreso asegurará la tersa aprobación de la mayoría de las iniciativas presentadas por el presidente. Sin embargo, una buena coordinación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo no es necesariamente un signo de autoritarismo. La sana colaboración entre poderes es un aspecto medular en cualquier democracia, siempre y cuando sea una colaboración libre y no resultado de la coacción o la presión.
Como prueba, habría que estar muy atentos en el hipotético caso de que alguien del equipo cercano a López Obrador llegara a realizar una propuesta de modificación legal que chocara con los principios centrales que inspiraron la enorme victoria histórica del pasado 1 de julio. Podemos estar seguros de que en ese caso los representantes populares de Morena ejercerían con toda fuerza y claridad su independencia y no permitirían su aprobación. 
Los diputados y los senadores de Morena tampoco se conformarán con solamente aprobar las iniciativas del presidente, sino que sin duda tomarán la iniciativa para lanzar una multitud de propuestas propias. Por primera vez en la historia reciente, la izquierda contará con suficiente fuerza en el Congreso de la Unión para poder lograr sus propias “reformas estructurales” en busca de la resolución de los grandes problemas nacionales. Habría que aprovechar esta oportunidad de oro.
En general, es un grave error minimizar las fuertes convicciones democráticas y el compromiso social de los nuevos diputados y senadores de Morena. Por ejemplo, cuando corean a todo pulmón en el recinto parlamentario “¡Es un honor estar con Obrador!” ello no debe ser interpretado como una señal de servilismo al Poder Ejecutivo, sino más bien como un grito emocionado de justo reconocimiento a un luchador social que con su liderazgo ha logrado finalmente abrir de par en par el Congreso de la Unión al pueblo y sus representantes.
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Twitter: @JohnMAckerman
Este análisis se publicó el 2 de septiembre de 2018 en la edición 2183 de la revista Proceso.