Desde septiembre de 2009, cuando Eduardo Medina Mora renunció a la
PGR por diferencias nunca aclaradas con el entonces presidente Felipe
Calderón, han pasado por esa dependencia cinco procuradores y un
encargado de despacho, es decir, en promedio cada uno ha permanecido año
y medio en el cargo. Tan sólo en el actual sexenio hubo tres
procuradores y, desde el 16 de octubre pasado, un encargado de despacho.
La inestabilidad de esos funcionarios en sus cargos es a la vez causa
y consecuencia de la crisis que vive la impartición de justicia en
México, ya que impide la aplicación de programas de mediano y largo
plazo en una institución que claramente ha sido disfuncional y cuyos
titulares han sido designados y removidos más por motivaciones
partidistas que por sus competencias o incompetencia para ejercer esa
responsabilidad.
Es muy significativo que la salida de Medina Mora se diera tras el
llamado michoacanazo, “que mantuvo presos a 11 alcaldes, 16 funcionarios
y un juez de Michoacán en mayo de 2009, en el contexto de la
construcción de la candidatura al gobierno de la entidad de Luisa María
Calderón, hermana del presidente. Todos salieron libres por falta de
pruebas y violaciones a garantías” (Proceso 2001).
También lo es la actuación del primer procurador del actual sexenio,
Jesús Murillo Karam, quién se aferró a la llamada “verdad histórica” en
el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos el 26 de
septiembre de 2014, en lo que se convirtió, con el escándalo de la “Casa
Blanca de Las Lomas”, en el inicio del ocaso del actual gobierno.
El 10 de febrero de 2014 se publicó en el Diario Oficial de la
Federación la reforma constitucional que creaba la Fiscalía General de
la Federación, en el momento en que se promulgara la respectiva ley
reglamentaria y que, en un transitorio, daba lugar a lo que se llamó “el
pase automático”, que de alguna manera obligó a la renuncia del
entonces tercer procurador del actual gobierno, Raúl Cervantes Andrade.
Al anunciar su dimisión en octubre de 2017, en una comparecencia ante
la Junta de Coordinación Política del Senado de la República, Cervantes
indicó que la institución a su cargo había concluido las indagatorias
sobre los sobornos que Odebrecht había entregado a altos funcionarios de
Pemex, entre ellos su director Emilio Lozoya. Igualmente presumió que
durante gestión al frente de la dependencia se vinculó a proceso a
“varios exgobernadores que, sin distingo partidista, ahora enfrentan a
la justicia mexicana por los abusos y excesos que cometieron con
recursos públicos”, refiriéndose entre otros, sin mencionar su nombre,
al caso de Javier Duarte, de Veracruz.
A partir de ese momento, hace ya más de 10 meses, al frente de la PGR
se quedó como encargado de despacho Alberto Elías Beltrán, quien ha
obedecido fielmente las instrucciones del presidente Enrique Peña Nieto
para actuar con criterios claramente partidistas.
En esta lógica destituyó, el 20 de octubre de 2017, unos días después
de que asumió el puesto, al entonces titular de la FEPADE, Santiago
Nieto; persiguió a los líderes del Partido del Trabajo por presuntos
desvíos de recursos públicos para la operación de los llamados Centros
de Desarrollo Infantil; disputa con la Fiscalía General del Estado de
Chihuahua la competencia para perseguir el caso de Alejandro Gutiérrez
por delitos que presuntamente involucran a Manlio Fabio Beltrones y a
Luis Videgaray, y en la lista puede incluirse el expediente contra
Ricardo Anaya, entonces candidato presidencial, y, desde luego, la
filtración del video de su visita a la dependencia en compañía de Diego
Fernández de Cevallos.
Más allá de estas acciones claramente motivadas por intereses
partidistas, es un hecho que el caso Odebrecht permanece archivado en la
PGR y nada se sabe de él. Peores todavía son los reveses que ha sufrido
la dependencia en varios asuntos que consignaron sus predecesores,
entre los que destaca el caso de Elba Esther Gordillo (Proceso 2180).
Lo mismo sus actuaciones en los asuntos de César Duarte, exgobernador
de Chihuahua, caso cuyo control intenta arrebatar a la fiscalía estatal
en un intento por proteger a Gutiérrez, Beltrones y Videgaray; y, desde
luego, el de Javier Duarte, exgobernador de Veracruz, en el que
reclasifica uno de los delitos por los cuales se le acusaba y pasa de
delincuencia organizada a asociación delictuosa, lo que tiene
implicaciones en su situación procesal pero también en una eventual
sentencia condenatoria.
De acuerdo con información publicada en el periódico Reforma el 22 de
agosto, ésta es la segunda ocasión en la que retira la acusación de
delincuencia organizada para alguno de los implicados en el caso Duarte,
pues ya el 11 de abril de 2017 lo hizo con las acusaciones que les
imputaba a las hermanas Arzate Peralta, lo que les permitió a ellas
negociar un procedimiento abreviado y una reducción de su condena.
Dados los antecedentes, particularmente los de la actuación del
actual encargado de despacho de la PGR, resulta muy sospechoso que la
reclasificación se realice después del proceso electoral y en un
contexto en el que los jueces también tienen prisa por resolver los
asuntos controvertidos: Rodrigo Medina, en el ámbito de la justicia de
Nuevo León, y Elba Esther Gordillo, en el federal.
Particularmente los casos de algunos exgobernadores (especialmente
los dos Duarte y el de Medina) pueden tener elementos que impliquen el
desvío de recursos a las campañas electorales del PRI, e incluso a su
campaña presidencial de 2012, lo cual comprometería directamente a Peña
Nieto y algunos de sus colaboradores de campaña, como Videgaray.
En estas circunstancias lo que más conviene al gobierno actual es
heredar hechos consumados para evitar sorpresas que puedan involucrar a
altos funcionarios de la administración priista, y la PGR ya dejó
evidencias incontrovertibles de que está dispuesta a hacerlo sin ningún
recato.
Este análisis se publicó el 26 de agosto de 2018 en la edición 2182 de la revista Proceso.
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