El periodo neoliberal
destruyó el pacto social construido por los gobiernos
posrevolucionarios. Bueno, malo o pésimo, con sus aciertos históricos,
sus contradicciones y sus miserias inocultables, aquello funcionó hasta
la penúltima década del siglo pasado, hizo posible la gobernabilidad, la
movilidad social y el crecimiento económico. La arquitectura del
desarrollo estabilizador descansaba sobre un Estado fuerte, una
propiedad pública robusta, un régimen profundamente antidemocrático y la
promoción de un sector social que fue con frecuencia terreno fértil
para el surgimiento de cacicazgos, instrumentados a su vez por el
régimen como mecanismos de control político. El partido originalmente
diseñado para gestionar las diferencias entre los distintos liderazgos
militares que emergieron como vencedores del periodo violento de la
Revolución deglutió la mayor parte de la actividad política y fuera de
él casi todo era marginal o, a lo sumo, testimonial. La cooptación
generosa y la represión implacable mantenían las oposiciones partidistas
y sociales en niveles mínimos, los arreglos extralegales eran
considerados un mal menor para mantener la estabilidad y la convivencia
forzada entre las llamadas
fuerzas productivasfue poco a poco suplantada por una relajada complicidad entre sus cúpulas.
Ese pacto social empezó a ser vulnerado en el interregno del sexenio
delamadridista y después del golpe de Estado electoral de 1988 que
resolvió las diferencias intestinas del régimen en favor del bando
neoliberal inició su franca demolición. La alianza de facto Salinas-PAN
remplazó los viejos mecanismos institucionales o corporativos de
movilidad social y redistribución de la riqueza por sistemas
clientelares personalizados que garantizaran fidelidad electoral al
partido tricolor, repartió innumerables bienes públicos e hizo
posible la conformación de la oligarquía político-empresarial que se
hizo con el control de las instituciones durante las siguientes tres
décadas. En lo sucesivo el desmesurado poder presidencial no fue usado
para equilibrar las contradicciones sino para exacerbarlas; no para
preservar la siempre precaria soberanía nacional sino para rendirla a
los intereses trasnacionales; no para impulsar la producción de riqueza
sino para concentrarla en unas cuantas manos, en detrimento de las
mayorías.
Desde luego, con semejantes lineamientos, el régimen neoliberal y
oligárquico así conformado no fue capaz de generar un nuevo pacto social
que sustituyera al que construyeron las presidencias
posrevolucionarias. Para perpetuarse, la oligarquía neoliberal subsanó
esa carencia con hegemonía mediática, control mafioso de las
instituciones –particularmente, de las electorales–, la compra masiva de
votos y la represión pura y dura. El sistema de
partido casi únicofue remplazado por una alternancia presidencial bipartidista, cuyos componentes podían tener desacuerdos en muchas cosas, salvo en tres: el llamado Consenso de Washington como único mandamiento de la política económica, la vida condominial en la corrupción y la preservación de hilos de impunidad transexenal. En suma, a falta de un pacto social que hiciera posible la convivencia entre los distintos sectores sociales y productivos, el régimen neoliberal instauró el pacto delincuencial que hizo estragos en todos los ámbitos de la vida pública y que acabó por ser derrocado, después de tres décadas, por la insurrección cívica que se expresó el primero de julio del año pasado.
Hoy, a 70 días de iniciado el gobierno de la Cuarta Transformación,
hay sectores antaño privilegiados que aún no encuentran acomodo y se
resisten a tomar su sitio en el nuevo pacto social que se está
construyendo; el aparato administrativo del gobierno cruje ante la nueva
orientación impulsada desde la Presidencia y desde las cámaras
legislativas, la parvada mediática e intelectual que antes aplaudía las
ofensivas neoliberales perdió casi toda su credibilidad y las
oposiciones políticas no atinan a formular alternativas a las
estrategias gubernamentales y se atrincheran en una crítica meramente
reactiva. Sólo algunos sectores de los movimientos sociales y de
resistencia han podido adversar al gobierno en forma coherente.
Tal vez a esos estamentos y a la sociedad neutral –si es que existe–
le tome un tiempo comprender que los índices crecientes de aprobación a
la presidencia de López Obrador no son una mera expresión de popularidad
sino producto de un consenso programático. Hoy como nunca, la persona
simboliza el proyecto y éste empezó a gestarse mucho antes de la
elección del año pasado. En verdad, el Proyecto de Nación 2018-2024
tenía errores y omisiones, y en el ejercicio del poder no han faltado
los yerros, las exclusiones e incluso algunas injusticias –y hay la
disposición manifiesta a la rectificación– pero eso no va a menguar el
respaldo social sin precedentes con que cuenta, en lo general, este
proyecto transformador que tiene como centro lo que ha faltado en el
país durante tres décadas: un pacto social.
Twitter: @navegaciones
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