Editorial La Jornada
La detención de Jorge Torres
López, ex gobernador interino priísta de Coahuila (2011), dada a conocer
ayer, así como la liberación condicionada del ex mandatario panista de
Sonora, Guillermo Padrés (2009-2015), realizada el sábado anterior, han
vuelto a poner en el centro de la opinión pública el problema de la
cauda de recientes ex gobernantes estatales envueltos en acusaciones de
actos ilícitos de todo tipo, cuyo denominador común es la corrupción.
Además de las referidas, deben recordarse las situaciones que encaran
los ex gobernadores Javier Duarte (Veracruz, preso), Roberto Borge
(Quintana Roo, preso), Eugenio Hernández Flores (Tamaulipas, preso),
Humberto Moreira (Coahuila, arrestado en España y puesto en libertad),
César Duarte (Chihuahua, prófugo), Rodrigo Medina (Nuevo León, arrestado
y luego absuelto) y Andrés Granier (Tabasco, en prisión domiciliaria).
Este recuento evoca, por extensión, las sospechas y señalamientos en
torno a los ex presidentes de la República.
El país tiene ante sí un preocupante legado de corrupción cuyas
dimensiones intuyen los ciudadanos, debido a la devastación monumental
causada al erario –y, por tanto, a los servicios públicos y al
funcionamiento general de las instituciones–, los problemas de
gobernabilidad, así como la inseguridad en las entidades afectadas; sin
embargo, la extensión y la gravedad de esa cauda tóxica aún permanece
parcialmente oculta.
En esta circunstancia, la propuesta presidencial de evitar una
pesquisa masiva de la descomposición imperante en sexenios anteriores
(borrón) y dejar que las instancias ministeriales y judiciales sigan el
curso a procesos y denuncias específicas, contrasta con el reclamo de
amplios sectores de la sociedad para los que la transformación del país
ha de pasar, necesariamente, por la judicialización sistemática contra
quienes amasaron fortunas escandalosas a partir del pillaje regular de
los bienes públicos.
En la concepción de algunos resulta ineludible y obligatorio
esclarecer y fincar todas las responsabilidades debidas en torno a la
extendida podredumbre que campeó en las oficinas públicas. En cambio, la
postura del presidente Andrés Manuel López Obrador se sustenta tanto en
la independencia y la autonomía de la que deben gozar la fiscalía y los
tribunales, instancias en las que recae la procuración e impartición de
justicia, como en una visión realista sobre la escasa viabilidad
institucional y política de perseguir de manera activa al grueso de los
mandos gubernamentales que promovieron la corrupción y se beneficiaron
de ella, en la inteligencia de que una suerte de
maxiprocesossupondría empeñar en ese esfuerzo toda la energía y los recursos gubernamentales que se requieren, a veces de manera urgente, en otros rubros.
Lo cierto es que la cada vez más insoslayable montaña de robos,
pillajes, complicidades con la delincuencia organizada y saqueos sobre
la que hoy se encuentra sentado a la nación hace necesario un debate
abierto acerca de los procedimientos para llevar ante la justicia a
quienes causaron daños incuantificables.
En suma, se trata de poner en la balanza, de un lado, la liberación
de recursos institucionales para atender otros asuntos de la agenda
nacional y evitar el empantanamiento del quehacer gubernamental en
procesos judiciales difíciles y tal vez infructuosos, por la dificultad
de documentar la mayor parte de los ilícitos cometidos, y de otro, la
erradicación de la impunidad como requisito para que los logros no sean
devorados por la corrupción que, como el mismo Presidente ha reiterado,
es el mayor mal que azota al país.
Acaso este dilema pudiera destrabarse mediante la participación
social, entre otras formas, con la denuncia de aquellos elementos
probatorios que conozca y no hayan sido hechos del conocimiento de las
autoridades correspondientes. Al fin de cuentas, en el combate a fondo
de la impunidad está en juego la funcionalidad misma de la justicia
mexicana.
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