La Jornada
En su conferencia de prensa
matutina de ayer, el presidente Andrés Manuel López Obrador y el
subsecretario de Gobernación para Derechos Humanos, Alejandro Encinas,
expusieron en toda su crudeza y complejidad uno de los peores agravios
padecidos por la sociedad mexicana en los tiempos recientes: los
alrededor de 40 mil casos de desaparición forzada, la gran mayoría de
los cuales sigue a la espera de esclarecimiento, justicia, reparación
del daño, castigo a los culpables y garantía de no repetición.
Las cifras pavorosas de ausentes, de cuerpos sin identificar en las
morgues –unos 26 mil– y de fosas clandestinas –más de mil descubiertas
hasta ahora– resultan tan estrujantes como el exasperante desinterés
mostrado en sexenios anteriores por el Estado mexicano ante semejante
cúmulo de delitos frente a los cuales existe una responsabilidad
oficial, ya sea por omisión o por comisión: en su momento, las
autoridades no sólo fueron incapaces de preservar la seguridad, la
libertad y la vida de decenas de miles de personas sino que carecieron
de la voluntad para procurar justicia y ni siquiera para establecer
mecanismos de registro que permitieran dar un cauce definido e
institucional a la búsqueda de los desaparecidos.
De esta manera, las autoridades se desentendieron del problema y han
sido preponderantemente los familiares de las víctimas quienes se han
hecho cargo de las tareas de búsqueda. Es revelador, asimismo, el hecho
de que la gran mayoría de los ausentes corresponda a un perfil preciso:
jóvenes de escasos recursos de entre 17 y 29 años de edad, y que se
trate, en 8 o 10 por ciento de los casos, de migrantes. Lo anterior,
aunado a los casos de desapariciones en las que se puede presumir el
móvil de trata de personas, habla claramente del grado de desamparo en
el que los anteriores gobiernos dejaron a la población.
Otro dato escalofriante es que el grueso de las desapariciones fue
perpetrado por la delincuencia organizada, pero hay 349 denuncias que
involucran en el crimen a policías de los tres niveles y a elementos de
las fuerzas armadas. Frente a estos antecedentes, Encinas anunció, en
nombre del Ejecutivo federal, un conjunto de medidas para hacer frente a
este horror social, empezando por el reconocimento de las
responsabilidades del Estado.
Es claro que el primer paso para hacer justicia y sancionar a los
responsables, sean quienes sean, consiste en una tarea de identificación
de cuerpos y una documentación rigurosa, sistematizada y centralizada
en una base de datos única. Esta sola tarea será necesariamente ardua y
compleja, además, requerirá de una estrecha coordinación entre los
gobiernos estatales y la Federación. Pero aun si ello se logra habrá
mucho camino por delante en materia policial, ministerial, judicial y
social para saldar este capítulo de pesadilla hasta lograr justicia,
reparación y garantía de no repetición. Como lo señaló el propio
funcionario, el problema no se va a revertir de inmediato, pues es el
saldo de muchos años de desdén hacia la vida y la seguridad de los
habitantes, particularmente de los más pobres.
No debe dejarse de lado la contextualización formulada por el
presidente López Obrador respecto de que, al fin de cuentas, la tragedia
de los desaparecidos es consecuencia de la descomposición general
inducida en el país por gobiernos y políticas neoliberales que pusieron
el acento en las ganancias corporativas y dejaron de lado el bienestar
de las personas.
Cabe esperar ahora que el gobierno se mantenga en su propósito de no
desdeñar más a los familiares de los desaparecidos, que lleve al fondo
su propia determinación de acatar las recomendaciones de las instancias
internacionales y de aceptar su colaboración así como que logre el
esclarecimiento de los casos y el castigo para los responsables. Sólo de
esta manera se podrá reducir y erradicar el crimen intolerable de las
desapariciones forzadas.
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