Lorenzo Meyer
A los expresidentes mexicanos se les puede calificar de varias
maneras: irrelevantes, constructivos, disfuncionales, etc. En estos días
la atención se ha centrado en Felipe Calderón por su empeño en seguir
jugando un papel protagónico pese a lo cuestionado de su sexenio.
En el país que inventó el presidencialismo —el vecino del norte— los
expresidentes asumen que ya son historia, se retiran y se dedican a
obras de caridad, a dar conferencias o a construir la biblioteca que
albergará sus enormes archivos. La excepción son Barack Obama y su
esposa, que se han visto empujados a romper el molde y meterse de nuevo
al activismo político al considerar que su país está en una crisis muy
profunda.
En México el papel de los exjefes del gobierno y del Estado ha sido
variado en extremo. En el inicio de la vida independiente de México, el
carácter de exjefe del Estado fue realmente peligroso; Agustín de
Iturbide y Vicente Guerrero perdieron la vida por ello, Miguel Miramón y
Maximiliano fueron fusilados e Ignacio Comonfort murió por heridas
recibidas tras un choque con guerrillas conservadoras. Ya en el siglo
XX, Victoriano Huerta fue puesto preso en Texas y murió ahí. Álvaro
Obregón logró imponer su reelección, pero fue asesinado antes de volver a
asumir el mando. Otros, y para no correr riesgos, optaron por el exilio
temporal o permanente, como fue el caso de Porfirio Díaz, los tres
expresidentes de la Convención de Aguascalientes, de Adolfo de la
Huerta, Plutarco Elías Calles, Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo y hoy
de Peña Nieto.
Antonio López de Santa Anna fue un caso extremo, presidente varias
veces entre 1833 y 1855, nunca se resignó a vivir sin poder. Ni sus
rotundas derrotas militares frente a texanos, norteamericanos y
liberales ni sus exilios le hicieron desistir de su empeño; ofreció su
espada lo mismo a liberales que a conservadores, a Juárez que a
Maximiliano y poco antes de su muerte a los 82 años, y para mantenerle
en alto la moral, su esposa pagaba a personas que fingían consultarle
altos asuntos de política.
Durante la pax priista se impuso la regla de la “autonomía sexenal”:
al final de su mandato, quienes habían ocupado el centro del escenario
político lo abandonaban de inmediato y sólo si un presidente en
funciones lo permitía o sugería, desempeñaba por voluntad o fuerza algún
papel secundario. La II Guerra Mundial llevó a que se nombrara a
Cárdenas comandante de la región militar del Pacífico (Abelardo
Rodríguez lo fue de la del Golfo) y luego secretario de Defensa.
Cárdenas, como Miguel Alemán, siguieron hasta el final de sus vidas como
discretos animadores de sendas corrientes y proyectos de izquierda y de
derecha respectivamente pero dentro de los límites del sistema.
Echeverría y Díaz Ordaz fueron nombrados embajadores.
Con el final del régimen priista se abrió el abanico de posibilidades
para los expresidentes. Una es dejar el país y dedicarse a la docencia y
a múltiples consejerías de empresas privadas a la Ernesto Zedillo, otra
es seguir operando en las sombras, a la Carlos Salinas de Gortari, otra
es hacer declaraciones a diestra y siniestra a la Vicente Fox, también
pueden intentar labrarse un lugar en la oposición incluso si tienen
varios flancos muy débiles, a la Felipe Calderón o perderse en el
extranjero perseguidos por acusaciones de corrupciones a la Peña Nieto.
Andrés Manuel López Obrador, consciente del tema, ya se ha
comprometido a retirarse por entero de la vida pública al término de su
mandato. Y es que revivir el principio de la autonomía sexenal en un
contexto diferente al que le dio origen no parece una mala opción, tanto
para el personaje como para el país.
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