Carlos Bonfil
Una ansiedad existencial. Pienso en el final (I’im thinking of ending things, 2020), cuarto largometraje del estadunidense Charlie Kaufman (Nueva York en escena, 2008; Anomalisa, 2015), mejor reconocido por su labor de guionista en ¿Quieres ser John Malkovich?, Jonze, 1999; El ladrón de orquídeas/Adaptation. Jonze, 2002, o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos,
Gondry, 2004), insiste, de modo perturbador, en las temáticas que más
lo obsesionan (crisis de identidad, desvaríos de la memoria, desarreglos
de la conducta), a las que ahora añade una inesperada alusión al
proceso de envejecimiento como súbita preocupación de Jake (Jesse
Plemons), hombre de 40 años observado de manera paciente e intrigada por
su novia Lucy (Jessie Buckley), quien valora seriamente la decisión de
abandonarlo.
Como suerte de ceremonia de despedida afectiva, la joven acepta
acompañar a Jake a visitar a sus padres hasta un pueblo distante bajo la
continua amenaza de una tormenta de nieve. En el largo trayecto en
automóvil, la pareja se libra a múltiples disquisiciones –algunas
interesantes, otras un tanto pretenciosas–, sobre literatura y cine
(David Foster Wallace, Guy Debord, John Cassavettes, William
Wordsworth), que son como las notas de pie de página para ese probable
discurso de ruptura amorosa que Lucy viene preparando en su mente.
El realizador Charlie Kaufman elige precisamente la narración en
primera persona de la protagonista para que ella comente sus inquietudes
y vacilaciones frente a ese desenlace sentimental que sigue
postergando.
El punto de quiebre de esa historia es la visita a los padres de
Jake, dos ancianos lunáticos y estrafalarios (soberbiamente
interpretados por David Thewlis y Tony Collette) que son la proyección
caricaturesca del posible futuro que aguardaría a la pareja. En ese
extraño refugio doméstico que resguarda celosamente las memorias de la
infancia y juventud de Jake, la muy cerebral Lucy comienza a percibir
las alteraciones más inquietantes de la realidad. La joven asiste
perpleja al flujo de memoria de su novio, a segmentos varios de su vida
pasada, al recuerdo de los ensayos escolares del musical Oklahoma!,
de Rodgers & Hammerstein, para luego aterrizar en la conducta
caprichosa del padre ya maduro, dueño de una lucidez inquisidora de la
que pronto se desprende una sospecha de demencia senil, todo en armonía
con el temperamento colérico y a la vez afable de su esposa. Un panorama
realmente desolador que el cineasta, guionista original e inventivo,
convierte muy pronto en un asunto de comedia negra.
Los efectos cómicos y dramáticos de esta trama delirante, cercana al cine de David Lynch (Sueños, misterios y secretos/Mulholland Drive, 2001) o al de Jordan Peele (¡Huye!/Get Out,
2017), son notables, pero habrían sido, sin duda, más contundentes con
un trabajo de edición que limitara sus excesos discursivos y el carrusel
abrumador de referencias culturales, tanto visuales como sonoras, que
van de la mención cultural más sofisticada hasta las comedias musicales
de Broadway que azarosamente irrumpen en el relato. Lo que mejor procede
es valorar la cinta no como un banal entretenimiento de trivias y
adivinanzas, sino como lo que es en definitiva: un inventario de
atmósferas opresivas muy parecidas a esa nueva normalidad que, con los
vaivenes inciertos de un confinamiento virtual o verdadero, marca la
realidad a que se ve sometido el mundo entero. No es un azar que después
de hacer esta cinta para la plataforma Netflix, Charlie Kaufman haya
optado por realizar, como proyecto inmediato, una serie para HBO basada
en la novela IQ83, del neoyorquino Arthur Herzog, sobre una
epidemia viral responsable de una estupidez colectiva. Convendría
valorar ahora una suposición razonable: es probable que las
exploraciones fílmicas más interesantes acerca de la realidad social que
vivimos estén encontrando, de modo inesperado, un terreno fértil muy al
margen de las inercias y rutinas de una cartelera comercial hoy
súbitamente envejecida.
Estreno disponible en la plataforma Netflix.
Twitter: CarlosBonfil1
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