A partir de esta premisa, bastante obvia y esquemática, el director y guionista francés Luc Besson (Azul profundo, 1988; Nikita, 1990; El quinto elemento, 1997), polémico por ser el blanco de repetidas acusaciones de abuso sexual, ofrece en Dogman (2023) una combinación de acción efectista y melodrama lastimero que, apuntando hacia un posible éxito de taquilla, pudiera resarcirlo de una serie de fracasos artísticos y comerciales en su filmografía reciente. De ser éste el caso, el cálculo ha sido tal vez erróneo: su nueva cinta poco aporta a su cadena de retratos de seres marginales, animados por un espíritu revanchista, dispuestos a cobrarle caro a la sociedad una larga cadena de agravios personales. Se trata aquí de un relato que combina mañosamente el victimismo social y una fuerte misantropía marcada por el resentimiento.
De la larga confidencia que Douglas hace a la siquiatra, se desprenden los saldos desastrosos de una infancia martirizada. Hijo de un padre esquizofrénico, entrenador de perros de peleas, quien lo maltrata violentamente por haberse encariñado con ellos, el niño Douglas encuentra en esos canes el único asidero afectivo que le permite seguir con vida. En una disputa, el hombre dispara contra su vástago, dejándole parcialmente paralítico. Lo que sigue es el encarcelamiento de ese padre y de un hermano mayor cómplice, y la reclusión de Douglas en un centro de rehabilitación para menores difíciles donde el ahora adolescente destaca por sus insospechados talentos artísticos. Su ángel salvador y mentora acomedida será la joven maestra Salma Bailey (Grace Palma), aspirante a actriz, de quien él se enamora sin grandes esperanzas.
Más que un relato realista, plagado de desgracias que se ciernen sobre un hombre desvalido, Luc Besson propone una suerte de cuento de hadas deliberadamente grotesco, cargado de tintas melodramáticas, con guiños a La bella y la bestia o El fantasma de la ópera, donde el atribulado protagonista se topa con repetidos rechazos al buscar empleo hasta conseguir colocarse como travesti e improvisado cantante en un cabaret. Al no ser este trabajo suficiente para mantener a la gran jauría que ahora le rodea y protege, Douglas se las ingenia para que sus perros asalten, en su lugar, algunas mansiones de personas adineradas.
Inútil tratar de desprender deesta trama absurda un ápice de verosimilitud. El manejo de canes adiestrados, capaces de proezas inauditas, tiene más que ver con animatronics para niños que con fieras mascotas defensoras de la seguridad de un hombre. El desacierto mayor de la cinta es no lograr extraer de sus personajes, en particular del propio Douglas, el grado de emoción creíble que pudiera conectar con los espectadores. Todo es superficial, exagerado y maniqueo, desde los villanos atroces –un padre dictatorial o una banda de mafiosos latinos– hasta el recurso pesadamente sentimental que identifica la suerte del atormentado hombre inválido con la de una doctora afroestadunidense víctima de abusos domésticos. Nada simboliza mejor ese afán de autolaceración narcisista que la interpretación patética que hace el Douglas travesti de una célebre canción de Edith Piaf o su eventual transfiguración en mártir de un cristianismo humanista. Si por azar se pretendió hacer aquí una variante de aquel otro Dogman (2018) del italiano Mateo Garrone, el contraste resulta para Besson particularmente desfavorable. Si por el contrario, y en más de un aspecto, el director se inspiró en la trama y el personaje de Joker (Todd Phillips, 2019), el modelo le ha quedado también demasiado grande.
Se exhibe en la Cineteca Nacional Xoco y CNA, Cine Tonalá, Cinépolis y Cinemex.
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