Antes de empezar debo decir que la soberanía, junto con tantas otras cosas, como la historia, la sociedad, la voluntad política, el pueblo, había sido decretada como muerta por el discurso académico del neoliberalismo.
Tanto México como los Estados Unidos han hablado de soberanía en este primer episodio entre la Presidenta Claudia Sheinbaum y la repetición de Donald Trump. Ambos apelaron a la soberanía, pero se trata de dos tipos muy distintos de poderes, legitimidades, y simbolismos. De eso trata esta columna: de las dos soberanías en juego.
Antes de empezar debo decir que la soberanía, junto con tantas otras cosas, como la historia, la sociedad, la voluntad política, el pueblo, había sido decretada como muerta por el discurso académico del neoliberalismo. Ahora que reaparece en esta suerte del des-globalización del neoliberalismo, sus sepultureros no dan crédito a lo que ven: nombrar la soberanía despierta en el pueblo un interés genuino por la política. Soberanía, pueblo, y política eran tres de las palabras que el neoliberalismo había tachado de conceptos premodernos, confusos, demagógicos. Pues las cosas esta semana se movieron gracias a esas tres ideas tan pasadas de moda, anacrónicas, tan de los años setentas del siglo pasado.
Ahora empecemos. La soberanía es una práctica más que un precepto abstracto. Hubo soberanía desde que existió el primer gobernante porque el límite hasta donde llega su poder es, también, la forma en que los demás están persuadidos de apoyarlo. De eso hablamos cuando hablamos de soberanía, de legitimidad. Por eso, hasta la llegada de Andrés Manuel López Obrador y de Claudia Sheibaum a la Presidencia de México tuvimos puro vendepatrias en la silla presidencial, porque carecían de legitimidad popular y autoridad moral, porque venían del fraude, del chanchullo, de la simulación de democracia que muchos llamaron “transición democrática”. Se sustentaron en una élite corrupta, unos medios idem, y en los Estados Unidos.
Otra aclaración. La soberanía no es una independencia absoluta en cuestiones políticas, militares, económicas o tecnológicas porque las naciones no viven cada una en un desierto, sino precisamente interconectadas y la política como práctica las modifica. Pero esa interdependencia no afecta la autoridad suprema dentro de su propio territorio, es decir, su soberanía. Más aún, la capacidad de decidir qué información, bienes, personas, contaminantes y capitales ingresan depende de muchas variables, pero se topará, tarde o temprano, con una autoridad que decide basada en el interés general o, si pensamos en los presidentes, de Salinas a Peña Nieto, en sus intereses privados.
En su origen, la soberanía era la decisión sobre leyes, impuestos, y las declaraciones de guerra o paz. Un ejército, un cobrador de impuestos, y un legislador fueron los tres personajes que construyeron todo Estado, desde el mesopotamo, el chino, el maya, o el francés. Para ello debían contar con sistemas de justicia, moneda corriente, y ejércitos que defendieran eso. La palabra china para soberanía es “auto-dirección”, por ejemplo. Originalmente, nuestra palabra soberanía viene de “souverain”, que en francés antiguo significa excelente, supremo, y que a su vez deriva del latín “super”, que significa arriba. Era un calificativo, no un sustantivo. Se usaba para las montañas o las torres, pero llegó a significar auto-dirección, como dicen los chinos.
Quienes la empezaron a nombrarla como un sustantivo de la política venían, todos, de guerras civiles y masacres de décadas. Por ejemplo, Jean Bodin, que la pensó como una solución a todo conflicto político, escribió sobre ella durante el del conflicto entre la monarquía católica y los hugonotes calvinistas en Francia. Las guerras de religión francesas duraron más de tres décadas, entre 1562 y 1598, y las muertes se contaron por millones. Impulsado por esta experiencia, Bodin imaginó una estructura política que pudiera superar este desafío, en el centro del cual estaba su concepto de soberanía. A diferencia de una tiranía, la soberanía dependía de la consentimiento, la aprobación, la autorización, de los súbditos o de los ciudadanos. Legitimidad y soberanía nacían como gemelas. Otro: Hugo Grocio vivió la independencia de Holanda que duró de 1568 a 1648, es decir, ochenta años de guerra, más la Guerra de los Treinta Años en Europa Central.
Él también pensó sobre esa soberanía que podría arreglar diferencias tan terribles y propuso un marco internacional de leyes que regularan a los estados como iguales. Hobbes, por ejemplo, que pensó en la soberanía de un solo monarca que mediara entre los adversarios, era producto de la Guerra Civil Inglesa entre 1642 y 1651, y que culminó con la decapitación de Carlos I en 1649, la primera ejecución de un soberano europeo en la era moderna. Fue durante este periodo que escribió su libro más famoso, Leviatán, publicado originalmente en 1651 casi como un manifiesto de urgencia por lo que acababa de vivir. Vino, entonces, Rousseau que escribió: “La soberanía no es nada más que el ejercicio de la voluntad general y el soberano es de hecho un derecho colectivo que sólo puede ser representado por sí mismo. Por la misma razón es que la soberanía es inalienable, es indivisible; porque la voluntad o es general o no es”. Mientras que Hobbes veía la soberanía como transferida del pueblo al soberano, Locke y Rousseau la entendían como inalienable, es decir, intransferible por un pueblo que era su creador político. Mientras Bodin, Hobbes y Rousseau sostenían que la soberanía era indivisible, Grocio y Locke pensaban que podía separarse en poderes diversos. Hobbes y Bodin veían la soberanía necesariamente en manos de un soberano absoluto, pero Rousseau insistió en la soberanía del pueblo. Como fuera, la soberanía fue una práctica que apelaba a un pueblo para justificar determinadas decisiones y acciones y que, al tratar con estados y naciones de distinta índole y Gobierno, pujaba por un arreglo entre iguales. Desde su inicio con Bodin y Hobbes, la soberanía fue concebida como un máquina de pacificación. Pero ya para cuando Rousseau y Locke la describen, está convertida, también, en una máquina de libertades.
Antes, muchos antes, en los 300 años antes de nuestra era y no en Europa, sino en China y la India, estas definiciones también se dieron. El término chino tianxia, elaborado por Confucio y Kautilya, respectivamente, ya hablaban del reinado de un gobernante bajo tres condiciones: protegerse de la agresión externa, sostener el orden y las leyes dentro del territorio, y gobernar para el bienestar de los pueblos.
Pero, dentro de esa práctica política que llamamos “soberanía” hubo una distorsión. Cuando surgieron los imperios, algunos de ellos tenían, además de una legitimidad de sus gobernantes basada en linaje aristócrata o con cierta idea de la soberanía popular (como en el caso de la Roma antigua), tenían, además, una misión divina. Tal fue el caso de la España que invadió América o los Estados Unidos de la Doctrina Monroe. Esa misión los lleva, no a querer que los demás sean como ellos, sino a que reconozcan su inferioridad. Ahí hay un quiebre, una ruptura histórica que hace de muchos imperios una maquinaria de crueldad, dolor, y abuso. Eso inaugura la resistencia de los pueblos colonizados, como nosotros, donde el ejercicio de la soberanía no tiene nada que ver con lo divino, sino con la supervivencia, en el que hay historias de agravios, crueldades, esclavizados, saqueados, humillados y desplazados por la fuerza. Además de la legitimidad popular que es ya un consenso social nacional en México, Claudia Sheinbaum y muchos de los inmigrantes mexicanos o de origen mexicano que han protestado en las calles de California o Nueva York en estos primeros días de Trump, lo ha hecho desde ese lugar de la historia, la del agravio renovado cada cierto tiempo por la América esa, blanca, conservadora, patriarcal y abusiva.
Es una soberanía que se ejerce más allá de las fronteras, basada simplemente en una idea de la ciudadanía mexicana como algo que nos hace iguales de entrada con los gringos o con los canadienses, Esa politización de la que tanto habló López Obrador es justo ese ejercicio de soberanía incluso fuera de las fronteras propiamente territoriales. Para nosotros soberanía es una máquina de descolonización, de auto determinación y de libertad. Para los Estados Unidos es una máquina de invasión y expansión. Esas fueron las dos soberanía que se enfrentaron esta semana.
Pero miremos a Donald Trump y sus peculiaridades. El 25 de septiembre de 2018, en la 73 Asamblea de Naciones Unidas, Trump detalló lo que entiende por soberanía de los Estados Unidos. Dijo: “Honro el derecho de cada nación en esta sala a seguir sus propias costumbres, creencias y tradiciones. Estados Unidos no les dirá cómo vivir, trabajar o adorar. Sólo le pedimos que a cambio honre nuestra soberanía. La Corte Penal Internacional reclama jurisdicción casi universal sobre los ciudadanos de cada país, violando todos los principios de justicia, equidad y debido proceso.
Nunca entregaremos la soberanía de Estados Unidos a una burocracia global no elegida y que no rinde cuentas. Estados Unidos está gobernado por estadounidenses. Rechazamos la ideología del globalismo y abrazamos la doctrina de patriotismo. En todo el mundo, las naciones responsables deben defenderse de las amenazas a la soberanía no sólo provenientes de la gobernanza global, sino también de otras nuevas formas de coerción y dominación. Estados Unidos también está trabajando con socios en América Latina para enfrentar las amenazas a la soberanía provenientes de la migración descontrolada”.
Mientras que el soberanismo nacional se centra en la defensa de la “gente como uno” contra el otro cultural, es decir, los inmigrantes, pueblos originarios, o pueblos esclavizados, el soberanismo económico se refiere al rechazo de los acuerdos comerciales internacionales, la “recuperación de empleos” de otros países y el cierre del mercado laboral nacional a los trabajadores no nacionales. Por su parte, el soberanismo local implica que los organismos supranacionales representan élites que no rinden cuentas cuyos intereses son oscuros e inconfesables. Así, Donald Trump podría pasar por un soberanista de derechas normal, como lo fue Boris Johnson en la Gran Bretaña del Brexit. Pero a eso le añade una tradición vergonzosa de su país que es el Destino Manifiesto, es decir, la justificación divina de que ellos son elegidos para ordenar al mundo.
Como en el origen puritano de su convicciones religiosas, está la idea de que ganar es estar señalado por Dios como superior y perder es estar señalado como desechable, carne de algún círculo del infierno en esta tierra. Para Trump todo acuerdo es una suma cero: sólo puede haber un ganador y un perdedor en cada encuentro y él hace todo lo posible por decir, vía sus propagandistas, que siempre gana, siempre dobla a su oponente. Él no llega a acuerdos, más bien hace que los demás hagan lo que él les ordena. En este peculiar Destino manifiesto de spin control, de control de daños, siempre él será el elegido por Dios, el más hábil, talentoso, y siempre resultará victorioso, como un super héroe de Marvel, de los aburridos, esos que siempre ganan.
Pero miremos su discurso en la ONU de 2018. Él apela a un pueblo, no como el de Claudia Sheinbaum agraviado desde el pasado y en el presente por la prepotencia de los Estados Unidos y sus hipocresías como culpar de la adicción a las drogas a sus vecinos que sólo reciben armas de alto poder como avivadoras del fuego en nuestro propio territorio. No, el pueblo de Trump es un simulacro entre una élite internacional abusiva y los inmigrantes criminales. En medio están los cristianos blancos patriarcales que están siendo sustituidos poblacionalmente por los morenos, por los guadalupanos o musulmanes, por los de esos géneros que no vienen en la Biblia, por una élite woke que desprecia al que se divierte con la lucha libre, los concursos de belleza, y los realities de Donald Trump.
La ilusión de soberanía que da el cerrar las fronteras es una de las fantasías con las que la derecha mundial se planteó su estrategia contra la COVID-19. Como decía Hugo López-Gatell, una idea casi medieval de lo que es un epidemia. La misma idea medieval de soldar fronteras viene con los aranceles, la fuerza militar, las deportaciones. Pero, si el pueblo soberano de México viene de la historia, el de Trump viene de una simulación donde la propia idea de soberanía pierde todo significado. “Cuando abres tu corazón al patriotismo, no hay lugar por prejuicios”, dijo Trump en campaña. Es una forma elegante, o no tanto, de decir, que hay un solo Estados Unidos y que no es el de la diversidad ni la desigualdad. En México es precisamente la puesta en política de nuestras desigualdades e injusticia lo que le ha dado un contenido profundo a la actividad ideológica. En el caso de Trump todo parece una pesadilla en la que la televisión, los tabloides, el New York Times y hasta Hollywood ayudaron a un candidato de ficción transformarse en un Presidente de verdad. Dos veces.
Pero, ¿qué tan reales son los simulacros que Trump lleva a cabo como un método de hacer política? Tan reales como las deportaciones de personas sin documentos, pero en la misma proporción que su antecesor, Joe Biden. Tan reales como la perforación de pozos petroleros en Alaska que, desde que lo propuso en su primera Presidencia, sigue sin llevarse a cabo. Como una ficción que se hizo presente alternativo, Trump lucha por llevar a cabo su discurso político de meme para que abandone el lugar de la propaganda sin dejar de serlo. Es una operación complicada, habida cuenta de que el trumpismo y el Partido Republicano apelan a una América que nunca existió realmente: la de los varones blancos, híper conservadores, en sus casitas de los suburbios con reja en el jardín y perro, asador para hamburguesas y un trabajo en una misma empresa durante toda su vida.
Si esa América existió fue para una minoría, no para los afroamericanos, no para los latinoamericanos y caribeños inmigrantes, no para las mujeres, ni se diga los gays. Hay una ausencia total de un principio de realidad que no puede ser tratado como mentira porque, en realidad, se trata de una simulación. Se simula que existe una soberanía que respalda a Trump como alguien que doblega al mundo, que es una especie de superhéroe cuyo principal poder es que presume de superioridad en todo momento: como empresario, como gobernante, como machín, como creyente en su propio carisma.
Por eso, ahora, en que estas dos ideas de soberanía se enfrentan, gana la que tiene profundidad histórica, la de los mexicanos.
Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.
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