Carlos Bonfil
El aspecto más significativo del FICMorelia es el diálogo entre
diversos participantes de diferentes latitudes.
En la imagen, la actriz
francesa Juliette Binoche, quien estuvo presente en la pasada edición Foto Iván Sánchez
Desde
su inauguración, en octubre del 2003, el Festival Internacional de Cine
en Morelia no ha dejado de crecer y posicionarse como la mejor
plataforma de promoción y estímulo de los talentos emergentes de la
cinematografía nacional. También como espacio muy hospitalario para los
realizadores extranjeros y sus narrativas más arriesgadas. El diálogo
que cada edición propicia entre guionistas, directores de festivales
internacionales de cine, actores y actrices de latitudes muy diversas y
jóvenes talentos locales, reunidos en un lugar acogedor, donde domina
el trato democrático, es sin duda el aspecto más significativo del
festival de Morelia. Se dirá que otros certámenes de cine en México
cumplen una tarea parecida, lo cual es muy cierto, aunque cabe precisar
que ninguno mantiene una vitalidad semejante.
El Festival Internacional de Cine de Guadalajara, referente
insoslayable, ha ensayado, por ejemplo contrastante, fórmulas de
expansión y diversificación no siempre afortunadas. Habiendo sido la
mejor plataforma para la difusión y estímulo del cine mexicano, eligió
perder esa valiosa identidad para presentarse como un festival más de
cine iberoamericano, donde la propuesta nacional perdió buena parte de
una visibilidad y una distinción que hoy le son indispensables.
Otros festivales, Guanajuato, Riviera Maya, Ficunam, Los Cabos o
Aguascalientes, entre muchos otros, aún buscan consolidar un perfil
propio y sus esfuerzos son notables. A lo largo de sus primeros 11
años, Morelia ha conseguido, sin embargo, mantener vigente, con
relativa facilidad, el sello y la reputación de ser una actividad
cultural eficaz y generosa. A friendly Fest (festival
amigable), coinciden en señalar sus invitados extranjeros. Y esto
gracias a varios factores. Por un lado, por su compromiso de promover
las producciones de cortometraje y documental por largo tiempo
desdeñadas en nuestro país, y también por no sustraerse en ningún
momento, y en las coyunturas más delicadas, al compromiso de reconocer
en la creación cinematográfica no sólo sus valores artísticos, sino
también el reflejo de la realidad social y política del país. En más de
una ocasión ha sido el marco de alguna protesta ciudadana, encabezada
por actores y directores, como la reciente exigencia de la aparición
con vida de los 43 normalistas desaparecidos en Iguala.
Hay algo más en FICMorelia: la organización eficiente por parte de
un equipo pequeño y bien estructurado y la ubicuidad sorprendente de su
directora, Daniela Michel, presente en casi todas las actividades,
atendiendo con singular presteza asuntos que van desde la calidad de
las proyecciones o de alguna traducción simultánea, hasta los
requerimientos más triviales de los invitados.
A riesgo de caer en la retórica sentimental o en el cliché de ocasión, se llega incluso a hablar del festival como de una
hermandad, donde prensa, invitados y talento participante se apropian de él y se involucran a la par de los organizadores. Con mayor propiedad, cabría evocar una pequeña sociedad civil de cinéfilos que hoy se organiza, y que a la postre transformará a los festivales de cine en el país en espacios de ese diálogo democrático por tanto tiempo ausente en este medio nuestro tan atento a las viejas jerarquías y a vanidades hoy ya enmohecidas.
No sorprende así que Morelia haya distinguido este año a cineastas jóvenes y a proyectos tan valiosos como Carmín tropical, segundo largometraje de Rigoberto Perezcano (Norteado, 2009, o corto documental XV en Zaachila,
2001), una aproximación novedosa al tema de los crímenes de odio en
nuestro país desde la perspectiva de una historia sentimental centrada
en un personaje travesti de la comunidad de los muxes oaxaqueños. O a Güeros,
de primer largometraje de ficción de Alonso Ruizpalacios, que con una
actualidad sorprendente evoca un clima de luchas estudiantiles y en él
ubica la experiencia agridulce de un grupo de jóvenes en búsqueda
afanosa de una mitológica leyenda de la canción popular.
El contraste lacerante entre utopía y realidad es el sustento de una
narrativa fascinante. Otra cinta distinguida: el documental Matria,
de Fernando Llanos Jiménez, original exploración de la figura también
mitológica de Antolín Jiménez, un combatiente villista que en 1942
organizó un ejército de charros para frenar una posible invasión nazi a
México. El jefe de esa legión de guerrilleros antifascistas fue también
presidente de la Asociación Nacional de Charros. Otras distinciones
fueron para las estupendas cintas de ficción La danza del hipocampo, de Gabriela Ruvalcaba, e Hilda, de Andrés Clariond Rangel, y para el documental Bering: equilibrio y resistencia, de Lourdes Grobet, cintas de las que se hablará, con mayor oportunidad, en el momento de su estreno.
Mientras tanto, cabe esperar que las lecciones de vitalidad que
prodiga el festival de Morelia sean justamente valoradas por una
comunidad fílmica que hoy, como nunca antes, está deseosa de cambios.
Twitter: CarlosBonfil1
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