Es
el título de un libro clásico cuyo prólogo y selección de textos es de
Orlando Ortiz [Editorial Diógenes, 1971]. El libro aborda en cuatro
grandes apartados la historia de la violencia en nuestro país; desde la
Época prehispánica y Conquista; la Colonia y Guerra de Independencia;
México independiente y Porfiriato; de la Revolución a nuestros días
[1910–1968]. La compilación llega hasta el fatídico 2 de octubre del
68. Pero la selección de documentos de hechos violentos podría seguir
de inmediato con la matanza del Jueves de Corpus del 10 de
junio de 1971 hasta el terror de los crímenes en Iguala. Al parecer, es
una historia interminable y fatal; parte de la Historia Universal de la Infamia, cuyo capítulo mexicano es muy voluminoso.
Las preguntas inevitables son: ¿Es una historia funesta inexorable?
¿Hay solución posible a tal historia de atrocidades del poder? ¿Es
posible que los mexicanos tengamos una paz social permanente?
Seguramente la mayoría anhelamos una paz que no es la paz de los
cementerios, la de las fosas comunes y clandestinas; seguramente a una
minoría le conviene que nunca exista la paz social porque eso implica
otra sociedad muy distinta a la actual ¿Quiénes son los beneficiados de
todo este mundo dantesco cuyo infierno, por lo general, le toca sufrir
a la población desposeída, humilde, explotada y humillada? La antología
del terror tendría que incluir necesariamente en algunos de los
círculos concéntricos dantescos la historia del feminicidio e
infanticidio. Por ejemplo, la mortalidad en niños y adolescentes por
homicidio en México creció en más del doble entre 2005 y 2011, ya que
pasó de 4.6 a 11.8 menores por cada cien mil, señaló el Unicef en el
informe Alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio con equidad.
Guerrero y Chihuahua son los estados con la tasa más alta de homicidios
infantiles con 12.3 y 17.3, respectivamente, por cada cien mil
habitantes, señala el documento que se presentó reciente en la sede de
Naciones Unidas. “Estos datos pueden asociarse con el contexto de
creciente violencia que ha experimentado el país en los últimos años,
vinculado a la lucha contra y entre el crimen organizado”, señala el
documento. Refiere que con base a datos oficiales entre diciembre de
2006 y 2010 en el país se registraron 34 mil 612 fallecimientos
“presuntamente relacionados con la delincuencia organizada”, la mayor
parte fueron en Chihuahua, 10 mil 135, y Guerrero, 2 mil 739. Debemos
añadir el “accidente” criminal de los infantes de la guardería ABC en
Hermosillo [05/06/09], cuyos principales responsables no han sido
castigados porque han sido protegidos por la impunidad de la mafia de
gobernantes locales y federales; impunidad asociada a la terrible
corrupción en las altas esferas del poder político.
La
historia no es un proceso fatalmente inexorable pues la historia social
misma es un proceso conflictivo entre las clases sociales que da lugar
a rupturas muy violentas de cambio revolucionario de transformación
social pero también a reacciones contrarrevolucionarias para mantener
el statu quo: nada está predeterminado. La historia es un campo
de batalla constante y, en tal sentido la historia de la violencia en
México es una historia donde percibimos muchas formas de violencia
social, desde las de naturaleza revolucionaria hasta las
contrarrevolucionarias. Lo que sí es un hecho es que en las últimas
décadas ha predominado la violencia del poder y del dinero, es decir,
la violencia del Estado y en ocasiones bajo formas terroristas. El
asesinato artero de los estudiantes de Ayotzinapa es un crimen de
Estado. Por supuesto que existe solución a la violencia social a
condición de conocer las causas fundamentales del problema; cuando un
problema es social la solución debe ser social. En nuestra sociedad lo
esencial de la anatomía humana de la violencia social, de la
destructividad de la condición humana, propia de una sociedad enferma y
su barbarie social –siguiendo a Erich Fromm–, reside en el capital, y,
por ende, debe ser una solución de naturaleza política; solamente
cambiando el orden político de raíz podemos empezar a (re)construir una
nueva sociedad ajena absolutamente a la búsqueda de la ganancia máxima
capitalista.
Es visible que la violencia en México es
consustancial a una profunda crisis política nacional –incluida la
crisis económica–, derivada de un creciente poder de la narco–política.
La impunidad ante la enormidad y la escandalosa evidencia de la
relación de los grupos políticos dominantes con el crimen organizado
tal y como ha salido a relucir en los últimos años en Michoacán,
Guerrero y Tamaulipas es un hecho inobjetable. Los únicos que pueden
ser beneficiados por este remolino de violencia terrible son aquellos
quienes hoy día se siguen enriqueciendo, directa o indirectamente, más
y más: la oligarquía local y extranjera. Es posible construir la
deseable paz social a condición de cambiar radicalmente el orden
político establecido. La crisis actual solamente tiene su alternativa
dentro de un programa anticapitalista, antiimperialista y socialista
iniciando por la lucha de un gobierno de los trabajadores del campo y
la ciudad. Se trata de la construcción de una democracia radical
–totalmente ajena al autoritarismo de mafias burocráticas corruptas de
un estalinismo y lombardismo trasnochados o de ilusiones electorales
mesiánicas caudillescas– donde el poder y el dinero se vayan
desvaneciendo con base a un humanismo revolucionario ¿Sueños utópicos?
Probablemente, pero podemos materializarlos a condición de creer
firmemente en ellos en el principio esperanza (Ernest Bloch, 1885–1977].
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