MÉXICO,
D.F. (Proceso).- Hannah Arendt decía que “la furia no es de ninguna
manera una reacción automática frente a la miseria y el sufrimiento
como tales; nadie se enfurece ante una enfermedad incurable o un
terremoto, o frente a condiciones sociales que parecieran imposibles de
modificar. Solamente en los casos en que tenemos buenas razones para
creer que esas condiciones podrían ser cambiadas, pero no lo son,
estalla la furia. No manifestamos una reacción de furia a menos que
nuestro sentido de justicia se vea atacado”. Este razonamiento de la
filósofa da una explicación de lo que se ha querido plantear como actos
vandálicos o irracionales (la quema y destrucción de oficinas)
relacionados con los dolorosos acontecimientos de Ayotzinapa.
La manera en que se califica un hecho político no es un
problema superficial o de estilo, ya que influye en la forma de
percibir lo ocurrido. En ese sentido, cuando hablamos, opinamos o
discutimos usamos términos que nunca son inocuos, sino que suelen ser
funcionales a cierto paradigma. Y suele pasar que el nombre que se pone
a un hecho político también es resultado de las relaciones de poder que
existen en la sociedad.
¿Cómo nombrar las reacciones violentas provocadas por la
desaparición de los jóvenes normalistas? Más que vandalismo, me acerco
a pensar en venganza, en el sentido en que lo hace un intelectual
argentino, Mario Goloboff. Él reflexiona sobre la venganza y señala que
entre los griegos no había límites para la furia desatada en las
víctimas por un hecho que consideraban criminal. Este escritor dice que
son varios los mitos que se fundan a partir del daño y el consecuente
castigo y la reparación (tal vez el más famoso es el de Prometeo, donde
la venganza no puede ser más feroz), pero que estos grandes mitos que
representan a la venganza en general la justifican o la enaltecen, y
pocas veces la condenan.
Según Goloboff, son muchos los episodios mitológicos que
tienen como origen una venganza o un desquite: un “me hiciste esto, te
hago esto otro, que va a ser sin duda peor”. La venganza, como
reparación, tiene en el fondo una idea de justicia y de restitución de
la convivencia social. La mitología griega está llena de venganzas
entre dioses, pues el hecho de que un dios no pueda anular o deshacer
lo que hizo anteriormente su par, lleva, entre otras cosas, a esta
abundancia en la imaginación y en la fabricación permanentemente
distinta de una nueva realidad. Goloboff subraya que las venganzas
entre dioses (y deja en claro que hoy en día también podría decirse
“entre dirigentes”) las pagan los ínfimos mortales.
Además, advierte que el espíritu de venganza es un
sentimiento que no persigue ni acepta racionalidad alguna; por lo
tanto, pedirle cálculo o frialdad es prácticamente extravagante e
inútil. Por ello a menudo actúa precipitada y ciegamente y a veces
termina malogrando los objetivos reparadores que a todas luces
perseguía. La buena venganza “es un plato que debe comerse frío” y, en
efecto, una adecuada respuesta al daño recibido necesita del tiempo.
Pero justamente el tiempo es lo único que en verdad mitiga el dolor del
agravio. Por eso Goloboff constata una paradoja: cuando llega la hora
de que la venganza puede alcanzar su más alto grado de
perfeccionamiento, el deseo de venganza se ha postergado y acallado
tanto que para la parte ofendida quizá ya no tenga sentido su
realización.
Goloboff piensa sobre el efecto que produce la
satisfacción del odio sobre la sociedad, y recuerda que uno de los
grandes motivos de placer de las masas griegas que participaban del
teatro era el de experimentar la kátharsis, una suerte de liberación o
de canalización de las pasiones. El escritor registra el paso de la
tragedia griega, es decir, de la urdida y querida por los dioses, al
drama shakespeareano, ocasionado por los furores de los pobres hombres,
y concluye que entonces puede decirse que la venganza se “humaniza” o
que se hace más “civil”, aunque no menos mortífera. La venganza en
Shakespeare exhibe mejor las inconsistencias y debilidades humanas, en
lo desmesurado y/o lo ridículo de sus propósitos. Finalmente, Goloboff
recuerda a los chinos, siempre más sutiles y más líricos, aunque no
menos proféticos ni dramáticos, que han acuñado una frase que sostiene:
“El que persigue la venganza, cava dos fosas”.
Uniendo las reflexiones de Arendt y Goloboff pareciera
que la venganza es una actividad donde se expresa la furia ante la
injusticia. Tal vez ni siquiera así, con una revancha destructora, se
logre alguna reparación. Más bien, como dice Goloboff, quizá la
verdadera venganza ni siquiera exista, quizá no sea posible, realizable
ni, en el fondo, deseable practicarla. Que tal vez baste con la
justicia y la memoria.
¿Cuál será, en nuestro país, una estrategia adecuada de
reparación ante tanto dolor y horror? Esto implica mucho más que
lamentar las consecuencias de lo ocurrido y centrase en las
circunstancias previas a la desaparición de los estudiantes. No basta
condenar lo que permitió la desgarradora violación de sus derechos
fundamentales, sino también buscar la manera de que nunca más nadie se
atreva a repetir algo similar. Sí, lo que necesitamos en México es una
acción de justicia que mientras encuentra a los estudiantes también
persiga las causas que condujeron a la tragedia. Ni perdón ni olvido.
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