Jorge Carrasco Araizaga
MÉXICO,
D.F. (apro).- Ni siquiera con el levantamiento zapatista contra el
gobierno de Carlos Salinas, en enero de 1994, el Estado mexicano se
proyectó al exterior tan vulnerable como ahora.
Aunque fue una declaración de guerra, aquella fue una crisis
político militar concentrada en una región de la selva de Chiapas.
Después de 12 días de represión militar, el levantamiento entró en un
proceso de negociación política que lo empantanó y permitió al
posterior gobierno de Ernesto Zedillo administrarlo en tanto ponía en
marcha acciones contrainsurgentes.
Una de ellas fue la creación de grupos paramilitares para
desestabilizar y reprimir al movimiento. Fue el caso de la matanza de
45 indígenas en Acteal, incluidos niños y mujeres embarazadas, el 22 de
diciembre 1997.
Esa masacre, que ha perseguido a Zedillo incluso judicialmente,
exhibió a México y lo colocó en el plano internacional, toda proporción
guardada, junto con los crímenes de lesa humanidad que en ese momento
ocurrían en Ruanda.
Sin solución hasta la fecha, el conflicto en Chiapas quedó acotado
política y geográficamente, a pesar de su gran visibilidad
internacional.
El presidente Enrique Peña Nieto vive una crisis peor que la de una
declaración de guerra por parte de un ejército irregular con limitada
capacidad de operación. No es ya ni siquiera una crisis de inseguridad.
Es, en toda su extensión, una crisis humanitaria.
La decisión de su gobierno de solicitar a la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos (CIDH) asistencia técnica para localizar a los 43
normalistas de Ayotzinapan desaparecidos en Iguala desde el 26 de
septiembre es un reconocimiento de que las instituciones del Estado
mexicano encargadas de la investigación y procuración de justicia han
sido rebasadas.
Los subsecretarios de Derechos Humanos, Lía Limón, de la Secretaría
de Gobernación, y Juan Manuel Gómez Robledo, de la Secretaria de
Relaciones Exteriores, así como la encargada de la Subprocuraduría de
Derechos Humanos de la PGR, Ileana García, tendrán que recordar su
visita de este jueves a la CIDH, en Washington, como la de los
funcionarios que mostraron ante la comunidad interamericana la
vulnerabilidad del Estado mexicano.
Por más que Gómez Robledo diga que la asistencia de la CIDH será
sólo un complemento para validar internacionalmente las acciones del
gobierno mexicano, como representantes del Estado mexicano, no del
gobierno de Peña Nieto, fueron obligados a guardar un minuto de
silencio, en plena audiencia, por las víctimas de la inseguridad en
México.
Enrique Peña Nieto pretendió que con el silencio iba a administrar
la crisis de seguridad en México. Apostó a desvanecer el tema sacándolo
de la discusión pública, en sentido contrario a lo hecho por su
antecesor, Felipe Calderón, que sólo hablaba para exacerbarlo.
Pero por más apoyo mediático que compró, la realidad se impuso y
terminó por exhibir ante el mundo la vulnerabilidad del Estado que
encabeza, incapaz de cumplir con su razón de ser: Garantizar la
integridad y bienes de sus ciudadanos.
La crisis del Estado mexicano va más allá de la seguridad pública.
El México de la segunda década del siglo XXI es tan vulnerable como un
país en guerra o cualquier nación con conflicto interno.
Iguala, Guerrero; San Fernando, Tamaulipas; o Allende, Coahuila y
cuantas fosas aún están por conocerse en todo el país, demuestran al
mundo la pérdida del control estatal en México, ya sea por masacres,
desplazamientos, desapariciones, tortura o ejecuciones extrajudiciales
a manos de agentes estatales, que por definición son crímenes contra la
humanidad.
El poder o la vulnerabilidad de un país dependen de su capacidad
militar, su fortaleza económica, la robustez de su sistema político y
su imagen en el exterior. Son las cuatro condiciones que
internacionalmente se reconocen para garantizar la seguridad y el
desarrollo de un país y su población.
A partir de Ayotzinapa, pero no sólo por ello, el mundo hoy sabe que México tiene vulnerabilidades en cada una de ellas.
jcarrasco@proceso.com.mx
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