Según datos del INEGI, Guerrero registra una tasa de 63 homicidios por
cada 100 mil habitantes. Si esa entidad federativa fuera un país, sería
el cuarto más peligroso del mundo.
Es
comprensible y hasta indispensable la indignación pública por la
desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Las manifestaciones
que hemos visto en estos días han sido fruto de la rabia, el dolor y la
impotencia de no saber qué les pasó a esos jóvenes, y se han alimentado
además por la certidumbre de muchas otras muertes de las que dan
testimonio las decenas de fosas clandestinas encontradas no solamente
en Guerrero, sino en muchas otras entidades del país.
Pero para
ser completamente justos, lo cierto es que habría muchas otras razones
para indignarse y protestar. México sigue siendo el país de la
impunidad y de un alto grado de violencia con el que convivimos
cotidianamente.
El Estado de Guerrero es un buen ejemplo. Según
datos del INEGI Guerrero registra una tasa de 63 homicidios por cada
100 mil habitantes. Si esa entidad federativa fuera un país, sería el
cuarto más peligroso del mundo. Y la violencia en ese Estado no es
nueva, como lo saben quienes han estudiado los movimientos insurgentes
de los años 60 y 70 del siglo pasado, así como la secuela de la guerra
sucia que los acompañó casi desde su alumbramiento.
Ahora bien,
esas muertes y la desaparición de los normalistas no surgen en el
vacío, sino que son el resultado de décadas de atropellos, corrupción,
malos gobiernos, complicidades de todo tipo y, sobre todo, de años y
años de impunidad.
De hecho, hay muchos datos que son públicos y
que nos debieron haber servido como llamada de alerta roja, pero muchos
ciudadanos (entre ellos varios de los que ahora protestan y se sienten
muy ofendidos por la tragedia de Ayotzinapa) decidieron ignorar.
Por
ejemplo, ¿dónde están las marchas por el incumplimiento flagrante del
Estado mexicano de la sentencia del caso “Campo Algodonero” sobre el
feminicidio en Ciudad Juárez, Chihuahua? ¿dónde está la indignación
respecto al dato proporcionado en el sexenio anterior por la Secretaría
de Salud del gobierno federal, según el cual se producen cada año 20
mil violaciones sexuales en el país, el 95% de ellas en contra de
mujeres? ¿Dónde están las voces que claman contra el inicio de un
extenso feminicidio en varios municipios mexiquenses del oriente del
Valle de México (más de 170 mujeres jóvenes han desaparecido en lo que
va del 2014)? ¿Cuántos son los ofendidos por el clamoroso fracaso del
estado mexicano en la investigación de los delitos, por la corrupción
en los juzgados penales, por el florecimiento de la delincuencia dentro
de las cárceles y reclusorios?
Lo de Guerrero es solamente una minúscula muestra del horror cotidiano con el que hemos aprendido a sobrevivir.
En
realidad deberíamos estar más atentos a los datos disponibles y menos a
lo que los medios nos dicen que debe ser lo importante. El INEGI ha
señalado en los resultados de la ENVIPE 2014 que lejos de mejorar, la
seguridad pública sigue empeorando: han aumentado el número de delitos
que se cometen en México (33 millones en 2013) y la tasa de delitos no
denunciados (93%). Pero de eso se habla poco, o casi nada. Toda la
atención se va en la tragedia de hoy, en el árbol que nos impide ver el
bosque, en lo que sale en los noticieros.
El feminicidio en
Ciudad Juárez comenzó en 1993. Hace 21 años. Según algunas
estimaciones, desaparecieron 4,500 mujeres y niñas (lo cual es una
barbaridad partiendo del hecho de que el municipio tenía en esos años
poco más de 1,5 millones de habitantes). Al día de hoy no hay nadie en
la cárcel por esos crímenes. Tampoco hay nadie que los esté
investigando, ni nadie que esté decidido a iluminar con la verdad lo
que pasó en esos años atroces.
Ojalá que el tiempo no pase de la
misma forma sobre la tragedia de Iguala. Ojalá que nos sirva como
revulsivo y nos lleve a pensar mejor en lo que hacemos, cada uno de
nosotros, para construir una sociedad mejor. O de otra manera no habrá
futuro para este país tan lleno de problemas y tan incapacitado para
hallarles solución.
Las alarmas existen para ponernos en alerta;
si decidimos no escucharlas, tendremos más tragedias por las que seguir
marchando. Marcharemos durante siglos, de hecho.
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