Cuando la Unión
Soviética colapsó en 1991, los voceros e intelectuales de Washington se
apresuraron a anunciar el fin de las ideologías. En efecto, ante el
colapso de la amenaza comunista, ¿acaso no entrábamos al reino de la
razón y el fin de las pasiones desbordadas? La propia izquierda, a nivel
mundial, asumió la derrota dando la razón a los vencedores. Comenzaron a
circular libros y libros de autores “críticos” anunciando la entrada a la era post-moderna, donde conceptos como ‘capitalismo’ y ‘comunismo’ o ‘burguesía’ y ‘clase obrera’ habrían perdido toda vigencia y significado.
Lo sorprendente es que las teorías del fin de las ideologías, tanto de
derecha como de izquierda, se ponían de moda al mismo tiempo que un
proyecto mesiánico consolidaba su poder: me refiero, por supuesto, al
neoliberalismo, la ideología que sostiene que el mejor estado que puede
tener un país es el que –como bien explica David Harvey–
garantiza fuertes derechos de propiedad privada, libre mercado y libre
comercio. ¿Cómo llamar a este fenómeno en el que pasa desapercibida una
ideología dominante? Gramsci le llamaba hegemonía, y es justamente la hegemonía del neoliberalismo lo que debemos combatir.
- El TLCAN: herramienta neoliberal
La revolución neoliberal triunfó en Estados Unidos e Inglaterra a
finales de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado, y a
partir de entonces estos estados buscaron implantar su dogma en el
resto del mundo –esto es, con un internacionalismo militante sólo
comparable al movimiento comunista del siglo XX. El neoliberalismo entró
a México en 1982, cuando el Fondo Monetario Internacional y el Banco
Mundial otorgaron –por primera vez en su historia– un rescate financiero
a cambio de “reformas estructurales.” Pero fue con el sexenio de Carlos
Salinas que el neoliberalismo dejaría de ser una imposición y se
convertiría en doctrina de estado. Salinas dirigió una amplia
privatización de empresas estatales, privatizó los ejidos y, por
supuesto, impulsó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte
(TLCAN).
El TLC entró en vigor en 1994. Este tratado representó
una apuesta ambiciosa de la burguesía mexicana: sería el mecanismo que
permitiría a México anexarse como último vagón al tren de desarrollo de
Estados Unidos. En esta lógica, México pronto ingresaría al Primer
Mundo. La apuesta era ambiciosa pero también era testimonio de la
holgazanería de la clase empresarial mexicana: a fin de ahorrarse el
diseño de una estrategia interna de desarrollo capitalista, simplemente
dejó la suerte de la economía nacional anclada al destino de la economía
de Estados Unidos. La burguesía mexicana, entonces, se lanzó como
parasitaria y socia menor de la gringa.
Veintitrés años después,
el TLCAN ha sido un fracaso rotundo en términos de los beneficios
prometidos a las mayorías. Sin embargo, el tratado ha sido un éxito para
los grandes empresarios de ambos lados de la frontera.
- ¿Quién ganó y quién perdió con el TLCAN?
La clase obrera tanto de México como de Estados Unidos son los grandes perdedores del TLCAN. De acuerdo con el académico mexicano López Bolaños
(de quien tomamos los demás datos que en el resto del texto aparecen
sin referencia), el traslado de empresas gringas a México provocó la
pérdida de unos 700 mil puestos de trabajo en EU, lo cual significó que
los sindicatos industriales del país vecino perdieran capacidad
negociadora frente a sus patrones a la hora de defender sus salarios y
prestaciones. Básicamente, las empresas podían decir: “acepta mis
condiciones o nos vamos a México.”
Otro efecto negativo sobre
los salarios en Estados Unidos fue provocado por la masiva entrada de
migrantes mexicanos dispuestos trabajar cambio de pocos dólares. Esta
oleada migratoria tuvo como una de sus principales causas el colapso del
sector agrícola mexicano causado por el TLCAN, el cual orilló a
millones de campesinos a la migración. México, en este sentido, perdió
soberanía alimentaria a partir del tratado, al permitir la entrada al
país de productos agrícolas de Estados Unidos altamente subsidiados por
su gobierno. El TLC fue, en los hechos, una sentencia de pena de muerte
sobre el grueso del campo mexicano.
A la clase trabajadora
mexicana, como ya se puede intuir, le fue todavía peor. Quedó orillada a
la migración, como decíamos, o a subsistir en la precariedad. De este
modo, como han mostrado economistas de la UNAM,
si en 1987 un trabajador que ganaba el salario mínimo debía trabajar 4
horas y 53 minutos para poder comprar la canasta alimenticia
recomendable, para 2016 se necesitaban 23 horas y 38 minutos de trabajo
para poder comprar la misma canasta. Si antes de 2013 los salarios en
China eran más bajos que los de México, ahora es al revés. Por si fuera poco, el sector informal agrupa a cerca del 70% de la población ocupada desde 1994.
La industria mexicana, por otro lado, sufrió una reorientación hacia
Estados Unidos (como las maquilas) que desvinculó las fuerzas
productivas mexicanas de otras ramas de la industria en el país. La
manufactura mexicana representa sólo un eslabón de las línea de
producción de EEUU, por lo que el resto de la economía mexicana no se ha
beneficiado del auge exportador.
Los grandes ganadores del
tratado han sido, por supuesto, las burguesías de ambos lados de la
frontera. Los empresarios de EEUU aumentaron sus ganancias al reducir
sus costos de mano de obra. En México, la masa salarial (la suma de
todos los salarios de los trabajadores del país en un año) se contrajo
desde que entró el TLC en vigor. Pasó de representar el 38,4% del PIB a
tan sólo 28% en esos veinte años. En contraste las ganancias de las
empresas crecieron del 51,7% al 59,1% del PIB en el mismo periodo. En
suma, las pérdidas obreras se tradujeron en ganancias burguesas.
En síntesis, concluye López Bolaños, “el TLCAN generó el abandono de
una estrategia industrial que abasteció el mercado nacional, destruyó
importantes sectores productivos, provocó dependencia alimentaria y
concentró en pocas manos los beneficios de la especialización secundaria
exportadora.”
- Donald Trump hizo llorar a la burguesía mexicana
Como es sabido, Donald Trump ganó la presidencia con el voto de la
clase trabajadora de EEUU que se empobreció o perdió su empleo cuando
sus antiguas empresas se mudaron a México o a China. Así como durante el
siglo pasado en Europa crecieron las voces que echaban la culpa a los
judíos por la crisis económica, ahora en Estados Unidos el chivo
expiatorio es otra minoría oprimida: los mexicanos.
De este
modo, el magnate Trump ha logrado eximir a su clase social, los grandes
empresarios, y ha convertido a los mexicanos en el enemigo público. Si
los mexicanos viven en Estados Unidos, son unos ojetes por robarle
empleos a los gringos. Si son mexicanos que no salieron de su país,
también son unos ojetes por apoderarse de las fuentes de empleo que se
fueron de Estados Unidos. En su visión del mundo, Trump promete
justicia: que México pague lo que han perdido los trabajadores de EEUU;
una forma de hacerlo, es que los mexicanos paguen el muro.
La
burguesía mexicana está horrorizada, pero no por el sufrimiento de sus
trabajadores. Le preocupa que llegue a su fin ese acurdo comercial que
les ha permitido enriquecerse desde la hamaca, durmiendo desde hace 23
años en el último vagón del automóvil gringo. El falso nacionalismo que
hoy despliegan políticos y empresarios mexicanos consiste en defender al
TLCAN, como si hubiera beneficiado a todos y no sólo a esa minoría
encabezada por Slim, Larrea y Salinas Pliego.
Trump se ha
encargado de abrir un abismo entre los trabajadores de EEUU y de México,
justo cuando es más necesaria la solidaridad entre ellos. Por su parte,
la élite mexicana pretende que nadie mire la verdad: que la burguesía
mexicana es una clase social parasitaria carente de proyecto de
desarrollo. Los revolucionarios de ambos lados de la frontera debemos
ofrecer una alternativa: que los trabajadores al norte y al sur del Río
Bravo ganen; y que las respectivas burguesías, paguen. El TLC debe
terminar, pero no para dividir a los de abajo, como busca Trump, sino
para enfrentar a los de arriba.
Urge que
tanto en México como en Estados Unidos se replantee el modelo económico,
que se someta al neoliberalismo a una crítica despiadada. Esto no
ocurrirá mientras el TLCAN permanezca como algo intocable. Urge
reinventar las bases económicas de la región, haciendo justicia a las
clases trabajadoras, las cuales llevan mucho a tiempo contra las
cuerdas.
*Este artículo fue publicado el 22/mar/2017 en Carabina 30-30.
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