La cúpula de los
organismos de seguridad estadunidenses asestó ayer dos fuertes golpes a
la credibilidad del presidente Donald Trump, durante una audiencia ante
el Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes. Por una parte,
tanto el director de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI), James
Comey, como el titular de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA),
Michael Rogers, señalaron que no existe evidencia alguna para sustentar
las acusaciones del mandatario respecto de que su antecesor Barack Obama
intervino los teléfonos de sus oficinas durante la campaña electoral
que llevó al republicano a la Casa Blanca. Por otra, en un hecho de
potencial riesgo para la permanencia de Trump en el poder, los mismos
funcionarios confirmaron que desde julio de 2016 hay una investigación
en curso para determinar la presunta injerencia rusa para distorsionar
los resultados de la elección presidencial del 8 de noviembre pasado.
No parece que estos casos se encuentren aislados: en efecto, la
reiterada difusión, sin presentar alguna prueba, del bulo acerca del
espionaje a la Torre Trump presuntamente ordenado por Obama tiene el
aspecto, ante todo, de un intento mediático por desviar la atención de
los graves problemas en que se ha metido el gobierno republicano debido a
mentiras previas en el tema de la intervención rusa.
Ya existen dos precedentes relacionados con la implicación del
personal de campaña del magnate neoyorquino con la inteligencia rusa.
Tras menos de un mes en el cargo, el 13 de febrero se dio el escandaloso
despido del asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Michael
Flynn, al demostrarse que como asesor de campaña de Trump tuvo contactos
con el embajador ruso en Washington, Sergei Kislyak. Con este mismo
diplomático sostuvo reuniones el procurador general recién nombrado por
Trump, Jeff Sessions, quien durante una audiencia con el Senado había
negado bajo juramento estos encuentros, mentira que en la legislación
estadunidense configura perjurio y amerita su destitución. Sin embargo,
más allá de la renuncia de Flynn y lo insostenible que se ha vuelto la
permanencia de Sessions, que ambos integrantes de la campaña, y luego
del gabinete de Trump hayan mentido, pone en evidente entredicho la
confianza en toda la administración.
Si bien la estrategia de cubrir el daño de mentiras anteriores
sumando nuevos engaños pareció arrojar saldos favorables a Trump
durante su campaña electoral, ya en la Presidencia el afán por sostener a
como dé lugar las falacias enunciadas genera conflictos de preocupante
magnitud no sólo para su propio gobierno, sino para Estados Unidos.
Ejemplo de las consecuencias funestas de esta línea de acción es el
gratuito e innecesario roce diplomático generado con Alemania, aliada y
socia comercial indispensable de Estados Unidos, por el
chisteque el presidente hizo en su reunión con la canciller Angela Merkel al afirmar que ellos dos tenían en común el haber sido espiados por Obama.
En el país vecino existe una cultura política que permite a los
candidatos en campaña calumniar abiertamente a sus adversarios, práctica
que se mantiene en nombre de la libertad de expresión como valor
superior de la vida
americana. A cambio, esta misma cultura política da por sentado que una vez concluida la competencia electoral el discurso volverá a sus cauces institucionales y se alejará de estridencias poco ortodoxas, norma que Trump rompe de manera sistemática y peligrosa.
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