Lorenzo Meyer
Cuando Deaths of despaire and the future of capitalism (2020), de Anne Case y Angus Deaton, fue reseñada en The New York Times, (06/03/20), el diario recibió 1,739 comentarios antes de poder cerrar su recepción.
Case y de Deaton, economistas de Princeton, dividen en dos a la población norteamericana de adultos blancos, no hispanos, de entre 25 y 74 años. Por un lado, aquellos que cursaron los cuatro años básicos de universidad (college) y por otro los que no pasaron de secundaria. Para los autores, los años de educación formal son indicador del estatus socioeconómico de ambos conjuntos: el de los profesionistas y empleados de cuello blanco y el de los trabajadores manuales. Ahora bien, si se examinan los certificados de defunción de quienes fallecieron entre los 25 y 74 años a lo largo del último cuarto de siglo —de 1992 a 2017— y se saca el promedio por cien mil habitantes de decesos atribuidos al alcoholismo, al uso de drogas o al suicidio, se descubre un fenómeno: la “muerte por desesperación” y que afecta más a quienes menos tienen.
Al inicio del período examinado, la proporción de las “muertes por desesperación” no era particularmente alarmante y, sobre todo, era casi igual en ambos grupos. Sin embargo, a lo largo del tiempo esa divergencia poco significativa se tornó en un golfo y hoy es indicador de un mal social que, al decir de la reseña, es el más grave de los que afectan a los trabajadores de “cuello azul”, es decir, al proletariado blanco norteamericano, especialmente a los que ya no son jóvenes y que difícilmente puede modificar su forma de vida, (Washington Post, 20/11/20).
Veamos las cifras. En 1992 y por cada cien mil norteamericanos blancos no hispanos sin educación universitaria y que fallecieron a los 45 años, en 35 casos su muerte se debió al alcoholismo, las drogas o el suicidio, pero en 2017 la cifra se había casi cuadruplicado: 125 casos. También hubo aumentó entre aquellos con grado universitario, pero sólo de 20 a 33 casos. Entre aquellos que fallecieron a una edad un poco mayor, a los 55 años, la situación es igual de dramática. En 1992, en el grupo los que no fueron a la universidad, el promedio de fallecimientos atribuidos al alcohol, las drogas o el suicidio fue de 37 casos por cada cien mil, pero, en 2017 había subido a 127; de nuevo un aumento de casi cuatro veces. El panorama para los de la misma edad, pero que llegaron al mercado de trabajo con un título universitario bajo el brazo, la cifra de “muertes de desesperación” sólo pasó de 27 a 40 casos.
Los autores atribuyen este fenómeno a que entre los blancos menos afortunados hay una pérdida del sentido de la existencia porque han perdido la seguridad y confianza en su entorno. De identificarse por tradición con una empresa manufacturera y confiar en ella para el sostén de su proyecto de vida han pasado abruptamente al desempleo o al outsourcing porque la empresa cerró o migró a otro país y en el mudo del outsourcing las oportunidades de ascenso y estabilidad son pocas o nulas, de ahí el aumento del alcoholismo, las drogas, el suicidio, la renuencia a formar una familia o padecer dolor crónico.
Finalmente, los comentarios. Muchos de los lectores que reaccionaron al planteamiento de Case y de Deaton subrayaron que en “la muerta por desesperación” se encuentra una de las claves para entender el apoyo de esos blancos pobres y descontentos a un personaje con un discurso anti status quo como Donald Trump. Es una reacción popular frente a las élites que dieron forma a un sistema que simplemente les robó su horizonte.
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