El encubrimiento fue ordenado por el Procurador Murillo Karam que manufacturó una escena de un crimen y una historia de narcotraficantes en un municipio del sur pobre de este país.
Fabrizio Mejía Madrid
Los normalistas iban asustados pero decididos a conseguir los quince autobuses para llegar a una conmemoración más de la matanza de estudiantes el 2 de octubre de 1968. En Chilpancingo, unas horas antes, la policía los había perseguido y las líneas de transportes se habían negado esta vez. Pero tenían el compromiso. Lo habían adquirido el 19 de septiembre, en la reunión de las 17 normales en la Emiliano Zapata, de Amilcingo, Morelos. Una vez que la normal de Tenería, en el Estado de México, se declaró incapaz de operar la logísitica de la movilización, que incluía comida y estancia por varias noches, Ayotzinapa se obligó a ello. Eran la normal de Genaro Vázquez Rojas, de Lucio Cabañas, de Othón Salazar. No podían quedar mal. Después del revés en Chilpancingo, decidieron mandar a los de primer ingreso a la toma de los camiones en Iguala. La mayoría tenía 16, 17 años y estaban rapados. Sabían que era el territorio de los Casarrubias Salgado, los “Guerreros Unidos” que se dedicaban desde hacía décadas al tráfico tanto de heroína como de metanfetaminas. Los criminales, dueños de autolavados, tenían en un puño a las policías municipales de Guerrero hasta Morelos, pasando por las del Estado de México. Eran las 5 y media de la tarde del 26 de septiembre de 2014 cuando los muchachos salieron de Tixtla.
No había forma de separar a las policías municipales de “Guerreros Unidos”: a “Los Bélicos”, el grupo de élite encargado de la seguridad en Iguala y Cocula; el cartel los uniformaba, dotaba de armas, y salarios. De hecho, los policías eran el brazo armado de los delincuentes, y no al revés. “Guerreros Unidos” se habían hecho del control, entre otras, de las indeminizaciones que les corresponían a los ejidatarios del Carrizalillo y Mezcala, por el uso de sus tierras para la extracción de oro, plata y cobre por parte de varias mineras canadienses. Había muchos negocios con las mineras: desde el pago por derecho de piso, el uso de los transportes y las rutas, hasta la venta de heroína para los mineros que se fracturaban los huesos. Ni policías ni sicarios, sino un cuerpo intermedio entre autoridad legal e ilegal, “los bélicos” llegaron a ser secretarios de seguridad del estado de Guerrero. Nada sorprendente en el país de Genaro García Luna y Felipe Calderón. Se encargaban de cobrar venta de protección, extorsiones, y levantones para el crimen organizado. El informe de la Comisión sobre Ayotzinapa nos recuerda tan sólo que Víctor Jorge León Maldonado, el coordinador general de la SIEDO de Eduardo Medina Mora como procurador, integró mal la averiguación que permitió la liberación de Salomón Pineda, acusado de atacar a los normalistas. Después, el gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, lo invitó a ser el subprocurador del estado. Esos eran los policías como brazo ejecutor del crimen. No hay por qué considerarlos por separado.
El Ejército tenía espiados los movimientos y comunicaciones de los estudiantes de Ayotzinapa desde 2010, mediante el programa Pegasus. Para ellos, eran subversivos y los trataron con planes de contrainsurgencia. Por haber inflitrado a tres estudiantes, entre ellos a Julio López Patolzin, que llevaba dos años dentro del internado normalista, los militares sabían de las movilizaciones, los debates, los apodos, los nombres y procedencias de los demás alumnos y maestros. El teniente de infantería, Francisco Macías Barbosa era a quien reportaban en el 27 Batallón. Éste recibía órdenes directas del Coronel José Rodríguez Pérez. El Comandante de la 35 Zona Militar en Chilpancingo, el General Alejandro Saavedra, estaba al tanto de todas las comunicaciones en tiempo real. Después de Ayotzinapa, el secretario de la defensa, Salvador Cienfuegos, pensó en él como su sucesor, y así se lo pidió al Presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, pero él se negó.
A las 7 y cuarto de la tarde, los normalistas toman un autobus Costa Line que venía de Acapulco. A las 8 otros negocian con un chofer en la central camionera de Iguala pero se niega a manejar a la Normal. Una hora más tarde, llegan los estudiantes que se habían quedado boteando en la caseta de Iguala y en Rancho de la Cura. Recorren los andenes en busca de otro camión que les de chance. Se les permiten dos autobuses de Costa Line y uno de Estrella Roja. Antes de subirse a los camiones, es la última vez que estarán juntos. A eso de las nueve 25 de la noche salen en cinco autobuses rumbo a su escuela. Pero la policía estatal comienza a seguirlos. Le disparan a uno y se detiene en la carretera Iguala-Chilpancingo. Otro, es detenido debajo del puente con rumbo al Palacio de Justicia. A los otros tres, un operativo policiaco de bloqueos les impide dar vuelta a derecha o izquierda por la Calle Juan N. Álvarez. Cuando los estudiantes pretenden mover una de las patrullas atravesadas, un balazo le da en la cabeza al normalista de 19 años, Aldo Gutiérrez Solano. Es entonces que las policías desatan una balacera indiscriminada contra los autobuses. Algunos tienen 96 impactos. Los estudiantes se comunican con sus compañeros en Tixtla y Chilpancingo para pedir ayuda. Un personaje que el informe identifica como “El Caminante” sirve de enlace entre los policías que disparan y los “halcones” de “Guerreros Unidos”. Es en ese momento que el subdirector de la policía de Cocula, César Nava González, se desplaza hacia el tiroteo en Iguala sin que nadie se lo ordene. También lo hace el director de policía de Huizuco, Javier Nuñez Duarte con sus dos hijos, Celedonio y Ariel, en cinco camionetas con casi la mitad de los policías del municipio, que son 89. Son los que hacen las detonaciones contra un camión del equipo de futbol Avispones y contra unos taxis, y participan en el ataque al autobus de los estudiantes en las inmediaciones del Palacio de Justicia. Mueren un jugador, el chofer del autobus del equipo de futbol, y una pasajera del taxi. También se apersonan hasta ahí los policías federales. Su jefe, Victor Manuel Colmenares Campos y sus oficiales, Luis Dorantes y Emmanuel de la Cruz Pérez Arizpe, justo en el puente, cobijados de las cámaras de videovigilancia. “Guerreros Unidos” bloquea las carreteras a Chilpancingo y hacia Teloloapan. Entonces tenemos que se instala un cerco a los autobuses por parte de los policías, desde las 9 y media de la noche hasta casi las once. Dentro de ese sitio se dispara a civiles desarmados. Están heridos, tumbados boca abajo en las calles, esposados. Esa noche hay 6 asesinados por las fuerzas policiaco-sicario. Hay 40 heridos de bala. En la clínica Cristina, un capitán del ejército, José Martínez Crespo, toma nota de los heridos, les pide identificaciones, y se va. Durante todo el episodio homicida, el ejército patrulló vigilando el evento y lo comunicó en tiempo real. El CISEN de la secretaría de Gobernación de Osorio Chong también lo estuaba monitoreando.
La desaparición de los 43 es una orden. Algunos de los normalistas que están detenidos a las once y media de la noche en la barandilla de Iguala, son sacados por los policías de Cocula. Son desaparecidos. Se les va separando en grupos, de diez, de quince, para irlos moviendo en camionetas, con los policías vestidos de civiles. Los normalistas que alcanzan a escapar por un cerro se unen a los maestros de la Coordinadora en Guerrero, la CETEG, y organizan una conferencia de prensa pasada la media noche. Quince minutos dura su aparición porque llegan disparando sicarios de “Guerreros Unidos” y asesinan a dos normalistas que acababan de llegar de Tixtla en apoyo a sus compañeros. Uno corre por la calle Juárez, Julio Cesar Mondragón, a quien después se encontrará sin rostro. Son “Los Bélicos”, el grupo de élite policiaco, el que se encarga de las desapariciones. Son las 3 de la mañana cuando se da esa orden. La da alguien desde la ciudad de México, un “licenciado”, llamado el A1, que promete que todo se va a enfriar rápido. Son asesinados, despedazados, y puestos en bolsas que se dispersarán en las siguientes horas en las inmediaciones de Iguala y, otros, cremados en las dos sedes de funeraria “El Ángel”. Luego, las bolsas se disgregan en pozos de minas, cerros, y dentro de las instalaciones del ejército en Guerrero. A quienes participan en esta monstruosidad, se les prometen cinco mil pesos extras. Un grupo de seis jóvenes que están en un lugar oscuro llamado La Bodega Vieja permanecen con vida todavía hasta el 30 de septiembre. Hay evidencias telefónicas de que muchos de los cuerpos, llamados “paquetes”, son llevados al cuartel del 27 Batallón del ejército. Ahí, el Coronel José Rodríguez Pérez, los resguarda. Los batallones y zonas militares cuentan con crematorios. A pesar de que uno de sus inflitrados, Julio López Patolzin es uno de los desaparecidos, el ejército no hará nada por rescatarlo, como ordena su protocolo y código militares. El secreto es más potente que la institución.
El día siguiente comienza la otra historia de Ayotzinapa: la del encubrimiento de lo que había sucedido. A eso se le llamó “la verdad histórica”. Se trata de hacer pasar a las víctimas como narcotraficantes. Se inventa una versión en la que el encargado de la toma de los autobuses por parte de los estudiantes, Bernardo Flores Alcaraz, a quien apodaban “El Cochiloco” —por la película El infierno—, era parte del cartel enemigo, “Los Rojos”, así como el mismísimo director de la normal “Isidro Burgos”, José Luis Hernández Rivera. Las declaraciones son obtenidas mediante tortura. El 27 de octubre, la Marina graba con un dron cómo el Procurador Jesús Murillo Karam y el Tomás Zerón, el encargado de la investigación criminal en el país, siembra bolsas con restos en un basurero de Cocula, encienden un fuego para, después, dar paso a los forenses que acrediten la escena. Lo que vimos en marzo pasado fue el video de la Marina expuesto por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, el GIEI, donde se comprueba que se fabricó una escena del crimen que iba a ser ratificada como real por los miembros de “Guerreros Unidos” bajo tortura física y amenazas. 77 de esos saldrían libres, sin que el juez de Tamaulipas, Samuel Ventura Ramos, investigara quién y por qué los había torturado para declarar contra los normalistas desaparecidos y asegurar que los 43 había sido incinerados en un basurero. Otra magistrada, ahora de Guerrero, mandó destruir los videos de vigilancia tomadas por las cámaras callejeras en el Palacio de Justicia la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014. A esto se le acompañó de una película, libros, y cientos de columnas y primeras planas en los principales medios de comunicación. 26 testigos de los hechos murieron en el transcurso de estos ocho años, incluyendo al jefe de “Guerreros Unidos”, Mario Casarrubias Salgado. Hasta el jefe de gobierno en la ciudad de México, Miguel Ángel Mancera participa del encubrimiento: el 20 de noviembre de ese año, ordena que el cuerpo de granaderos embista a una multitud de 220 mil personas que nos manifestábamos en el Zócalo capitalino.
La orden de la desaparición la dio alguien llamado A1. El encubrimiento fue ordenado por el Procurador Murillo Karam que manufacturó una escena de un crimen y una historia de narcotraficantes en un municipio del sur pobre de este país. En esos días, el gobierno de Peña Nieto celebraba en Guadalajara el Día Mundial del Turismo, enaltecía los discursos del Presidente en Naciones Unidas, el secretario de Hacienda, Luis Vidergaray, era nombrado ministro de finanzas del año por la revista Euromoney. La idea era darle vuelta a la página. El 5 de diciembre del año de la desaparición, Peña Nieto declara: “Superemos esta etapa de dolor y demos un paso adelante”. Un mes después, delante de los rectores de las universidades, insiste: “Este instante de pena, tragedia y dolor, no puede dejarnos atrapados. No podemos quedarnos ahí”.
Esta columna contiene la pregunta por los motivos de Ayotzinapa. El informe presentado por el subsecretario Alejandro Encinas, implica que, en el llamado “quinto” camión había una “mercancía” que les importaba a los criminales. Quizás droga, quizás dinero. Se insiste en que, en un retén de sus adversarios en Puebla, unos meses antes, se habían perdido paquetes de heroína por un valor de 30 millones de dólares. El otro motivo que aduce el Informe es que los “Guerreros Unidos” creyeron los autobuses de los normalistas eran de un grupo rival que les disputaba el control de la zona minera recién conquistada. Lo cierto es que, para saber el motivo, hay que recurrir a la historia.
Una mañana del 28 de junio de 1995, cuando a Guerrero lo gobernaba un compadre del Presidente Zedillo, Rubén Figueroa Alcocer, unos campesinos que cultivaban café tomaron unos camiones para ir a Coyuca de Benítez para participar en un mitin que exigía que los apoyos al campo se cumplieran. Un grupo de policías judiciales, les paró el alto, y los bajó de los camiones de carga. Una vez sometidos, los fusiló. Ahí murieron 17 campesinos desarmados de la Organización Campesina Sierra del Sur. Tras matarlos y herir a 40 más, la policía judicial les sembró armas a los cadáveres para que pareciera un enfrentamiento. El motivo fue tan difuso como el de Ayotzinapa: desprecio por los pobres, incredulidad de que su muerte tendrá repercusiones, certeza de que, desde las altas esferas de la autoridad, se puede fabricar y comprar la verdad.
Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.
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