Se va el GIEI. El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes deja México. Sus miembros habían anunciado su retiro hace algunos meses, pero ayer, con la presentación de su último informe, dan punto final a un trabajo de más de ocho años. No son buenas noticias.
A pesar de la sensación de derrota —que no es de Ángela Buitrago o Carlos Beristain (sus últimos dos miembros), sino del propio Estado mexicano— conviene hacer balance de este ejercicio como lo que fue: una de las experiencias más extraordinarias de búsqueda de justicia en el México contemporáneo. La sensación de derrota no debe esconder su carácter excepcional.
El GIEI fue un ejercicio como ningún otro en el país. El grupo desmenuzó, mapeó, estructuró y comprendió, desde lo más local, y en un caso paradigmático, las imbricaciones entre Estado y crimen organizado en México. Desde su primer informe, el GIEI descreyó la narrativa del gobierno de Peña Nieto y se atrevió a cuestionar, detalle a detalle, las bases mismas de la investigación oficial. Esclareció —en el sentido de iluminar— aquellos lugares a los que las instituciones locales, estatales y federales no quisieron o no se atrevieron a mirar. El GIEI fue luz en una caverna que solo mostraba sombras.
Cada informe mostraba una nueva avenida de investigación. Así, por ejemplo, el primero descubrió la existencia de un quinto autobús que salió de la estación de Chilpancingo. El último resaltó la aparición de ocho bolsas con restos humanos en el rio San Juan que no volvieron a asomarse nunca más en documentos oficiales. Con todos sus reportes, sin embargo, el GIEI confirmó el involucramiento de actores de todos los niveles de gobierno, sea en la desaparición de los estudiantes o en el encubrimiento de los culpables. Sus seis informes son, desde ya, una fuente primaria excepcional para entender el país en el que vivimos. Leerlos será obligatorio para explicar el México moderno.
Ahora bien: ¿Por qué se van? Entre otras cosas, por la falta de respaldo de la presidencia de la República a su investigación. Durante meses, Buitrago y Beristain acusaron el ocultamiento de evidencia y la obstaculización sistemática por parte de las Fuerzas Armadas a su investigación.
Digamos las cosas tal cual son: las Fuerzas Armadas no entregaron información que podía ayudar a esclarecer el caso. Fingían la inexistencia de documentos clave, mentían sobre la existencia de otros, entregaban reportes a medias. El presidente, jefe de las fuerzas armadas del país, pudo hacer más —mucho más— frente a todo ello. Prefirió no hacerlo.
Escribo esta columna a título personal, pero también como uno de los cuatro comisionados del Mecanismo de Esclarecimiento Histórico de la Comisión de la Verdad de la Guerra Sucia (CoVEH, 1965-1990). No señalar las similitudes entre los retos que enfrentó el GIEI y aquellos que afrontamos nosotros frente a las Fuerzas Armadas sería, por decir lo menos, deshonesto.
Al igual que al GIEI, a los comisionados de la CoVEH se nos prometió, desde la presidencia de la República, acceso ilimitado y sin cortapisas a los archivos del Ejército y de cualquier fuerza de seguridad potencialmente involucrada en graves violaciones a los DDHH entre 1965-1990. Hay grabaciones, videos y compromisos firmados. Está la promesa presidencial frente a las víctimas de la llamada Guerra Sucia.
Sin embargo, a casi dos años de creada la CoVEH, esa promesa no ha sido honrada. Hasta hoy, el acceso a los archivos históricos ha sido limitado, dilatado y entorpecido. Más todavía, en los últimos meses las Fuerzas Armadas han asumido una posición cada vez más inaccesible a nuestras peticiones para abrir y digitalizar documentos históricos relacionados con graves violaciones a los Derechos Humanos. Asimismo, se han cancelado visitas a campos militares programadas desde hace meses. La evidencia del espionaje telefónico a Alejandro Encinas y a uno los funcionarios clave de la CoVEH termina por dibujar un panorama de obstrucción. En pocas palabras: el mandato de transparencia y máxima accesibilidad no se ha cumplido. Las víctimas reclaman. Y tienen razón.
No solo son las Fuerzas Armadas. Es también el viejo CISEN, hoy CNI. A pesar de la cacareada promesa presidencial de desclasificación de sus archivos históricos, es la hora que estos continúan reservados por “razones de seguridad nacional”. Otra vez, a casi dos años de creada la CoVEH, no existe una ruta crítica que garantice que los investigadores de la comisión tendrán acceso a los archivos históricos antes del fin de su mandato en septiembre de 2024. Bastaría una nueva y reforzada orden presidencial para que esto cambiara. ¿Llegará?
No regateo los avances de esta administración en generar condiciones de Verdad y Justicia. Hoy duermen tras las rejas varios de los mandos militares y civiles envueltos en la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. Del mismo modo, desde la CoVEH se han impulsado procesos de apertura de archivos históricos antes negados a la sociedad, incluyendo el de la policía de la Ciudad de México. Los avances están ahí. Es imposible no reconocerlos. Y, sin embargo, son todavía insuficientes frente al tamaño de reto que el presidente eligió asumir, y frente a las demandas de las víctimas.
El sexenio está por terminar. ¿Habrá oportunidad para una vuelta de timón? Quizás el presidente no se da cuenta, pero en este tema —también— se juega su lugar en la Historia.
Carlos A. Pérez Ricart
Carlos A. Pérez Ricart es Profesor Investigador del CIDE. Es uno de los integrantes de la Comisión para el Acceso a la Verdad y el Esclarecimiento Histórico (COVeH), 1965-1990. Tiene un doctorado en Ciencias Políticas por la Universidad Libre de Berlín y una licenciatura en Relaciones Internacionales por El Colegio de México. Entre 2017 y 2020 fue docente e investigador posdoctoral en la Universidad de Oxford, Reino Unido.
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