Blanquita (2022), largometraje de ficción del chileno Fernando Guzzoni (Carne de perro, 2012) y producción de cinco países que incluye a Chile y México, está basada en hechos reales. Estos remiten al exitoso empresario de 56 años Claudio Spiniak, dueño de una red de gimnasios, quien fue descubierto, de modo fortuito, durante una revisión en carretera, como jefe máximo de una red de pornografía infantil que incluía el secuestro de menores de clase popular y su explotación sexual en fiestas privadas. Todo transcurrió en uno de los barrios más elegantes de la capital chilena.
El cineasta y guionista Guzzoni retoma los elementos esenciales de este suceso de nota roja, y se centra en la relación de la joven Blanquita, de 18 años, y el cura Manuel empeñado en esclarecer el caso hasta sus últimas consecuencias, mismas que para él resultarán nefastas al verse enfrentado con una autoridad eclesiástica interesada en cerrar rápidamente un asunto también embarazoso para la Iglesia católica. Al respecto es elocuente la escena en la que un cardenal ordena a Manuel abandonar a la joven a su suerte, en una actitud que pone de manifiesto el encubrimiento que hace esa institución religiosa de los proxenetas pederastas. El señalamiento de Guzzoni es aquí frontal y muy valiente, y posee la contundencia dramática de una cinta como El club (2015), de su connacional Pablo Larraín, sobre un tema parecido.
Con un ritmo de acción ágil, de intensidad creciente, la cinta adquiere tintes de thriller político, aunque hay también en la trama una propuesta de exploración sicológica, pues a medida que el asunto de trata de menores va dirigiéndose hacia un posible deslinde de responsabilidades, surgen dudas muy serias sobre la credibilidad misma de quienes han presentado la denuncia. El testimonio de Blanquita es poco sólido, presenta contradicciones, permite suponer algún dolo premeditado en contra del senador Vásquez, sospechoso principal del entramado criminal.
Por su parte, el cura Manuel, desautorizado y atacado por la jerarquía católica, enfrenta el dilema más grave aún de no entender en definitiva de qué lado está realmente la justicia que defiende. El filme se enfila entonces hacia un territorio de ambigüedad inquietante donde se ha difuminado la línea divisoria entre víctimas y victimarios en un planteamiento novedoso, alejado de toda corrección política. ¿Hasta que punto es justificable la simulación, incluso un grado de mentira, por parte de los denunciantes, cuando con ello se intenta proteger la suerte de un número mayor de posibles víctimas de un abuso?
En Blanquita, el caso de la joven, y el de otros jóvenes sexualmente violentados, se sale de control en una nación con resabios todavía muy vivos del viejo orden de una dictadura, y rebasa su ámbito original para ser recuperado y explotado por el sensacionalismo mediático y por diversos intereses políticos y religiosos. Al centro de esta vorágine, Blanquita se convierte, sin proponérselo, en una suerte de emblema popular y la película la muestra en medio de una marcha feminista #MeToo sin precisar en ella perfil contestatario alguno ni otro compromismo político consecuente. Poco importa. La cinta de Guzzoni plantea con inteligencia y astucia la complejidad del caso. A los espectadores corresponde desentrañar sus otras vertientes y sus pistas más incómodas.
Se exhibe en Cineteca Nacional, Cine Tonalá y salas de Cinemex y Cinépolis.
Twitter: @CarlosBonfil1
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