9/14/2025

Alito en Perú: el arte de internacionalizar el ridículo

 sinembargo.mx

Héctor Alejandro Quintanar

En el Siglo XX, si algo distinguió a la diplomacia y las relaciones exteriores mexicanas fue su capacidad de independencia relativa frente a los Estados Unidos, potencia que desde fines del Siglo XIX -con el control regional de rutas comerciales- se tornó en un indiscutible dominador continental. Esa independencia relativa tenía su origen en el pragmatismo y la capacidad de usar a su favor la estabilidad autoritaria interna de México, conveniente al vecino del norte, pero también había cierto ideario progresista y dignidad en el ejercicio de la política internacional.

Así, durante el cardenismo, o durante el periodo oscuro de las dictaduras latinoamericanas, México mantuvo una persistente dignidad, ya sea por razones de brillantez ideológica -como fue la visión humanista de Lázaro Cárdenas frente al avance del fascismo europeo- o por intentos oportunistas de construir “legitimidad revolucionaria”, como fue la política exterior en favor del Tercer Mundo que ejercieron Echeverría o López Portillo, que, más allá de su vena interesada, ayudó de forma efectiva a muchos latinoamericanos.

En México, esta política exterior de relativa autonomía contrastaba con una política interior represiva y antidemocrática. La contradicción no era una anomalía sino la regla, y eso era una constante también en el entonces partido de Estado que controlaba la vida pública: el PRI, que con todo y su carga autoritaria, supo hacer de la diplomacia una credencial de legitimidad, precisamente cuando ésta no le provenía de las urnas, o la poca que tenía producto de su arista progresista-revolucionaria, la desgastaba con sus actos de corrupción o represión.

Fue el entorno internacional el que por años le dio a México un prestigio latinoamericano, donde aparecía como una especie de hermano mayor, y el priismo hizo lo que pudo por exprimir esa cualidad mexicana, a sabiendas de que no era un invento casual sino parte de un proyecto político, de un partido cuyas tensiones internas lo hacían al mismo tiempo ser un ente con “potencial socialista” como con “potencial fascista”, y muchas delegaciones latinoamericanas y europeas, como provenientes de Brasil y Francia, estudiaban al priismo por considerarlo un modelo deseable para sus respectivos países.

En todo ese lapso, México descolló por su actitud digna ante los golpes de Estado, tan frecuentes en toda América Latina en el Siglo XX. Si bien la tradición golpista es una enfermedad que recorrió todo el siglo, se recrudeció en la Guerra Fría, periodo que significó la etapa más oscura en la región y se inició con la defenestración ilegítima del coronel Jacobo Árbenz en Guatemala en 1954, elegido democráticamente en la primavera guatemalteca cuatro años atrás.

En ese momento, México recibió a Árbenz como exiliado. Más tarde, México dio su apoyo de excepción a Cuba en la OEA, recibió exiliados de todas las dictaduras latinoamericanas -fundamentalmente la argentina, chilena y uruguaya-, y rompió relaciones con el Gobierno de la junta sangrienta de Videla o con el Gobierno del mastín fascista Augusto Pinochet.

Esa inercia, que por fines prácticos llamaremos progresista, se mantuvo incluso bien entrados los años ochenta, cuando pese al giro neoliberal mexicano, así sea por fachada, el Gobierno de De la Madrid y el salinista persistieron en su respaldo limitado a Cuba. Fue en el periodo zedillista cuando esa inercia perdió fuerza, no sólo con el distanciamiento con la isla sino también con un agravio histórico, cuando en diciembre de 1998 el Gobierno de Zedillo, a través de la Canciller Rosario Green, le dio una medalla de visitante distinguido a Hugo Bánzer, el golpista boliviano que derrocó al Gobierno democrático del general Juan José Torres, quien más tarde, refugiado en Argentina, sería una de las primeras víctimas de la Operación Cóndor, al ser asesinado en Buenos Aires en junio de 1976.

Así, el Gobierno de Zedillo dio un inmerecido reconocimiento a un sucio golpista, en un hecho que contrastaba con la digna tradición mexicana de guardar un mínimo de decoro en lo relativo a la política latinoamericana. Y, honra a quien honra merece, el gobierno capitalino de Cuauhtémoc Cárdenas, en ese invierno de 1998, se negó con mucho decoro a dar algún galardón simbólico al milico boliviano, mientras el PRD exigió a Rosario Green que se le declarara persona non grata.

Pese a todo, la historia autoritaria y contradictoria del priismo tuvo ciertos pasajes de seriedad en lo relativo a su política exterior. Así fuera por pragmatismo, simulación, fachada u oportunismo, el partido tricolor, apéndice del ejecutivo, trató de mantener la inercia revolucionaria, así fuera sólo en la retórica, y así fuera para guardar las formas de un partido que se asumió por décadas el monopolio de las causas populares y la justicia social.

Con ese historial, vale la pena abordar el caso del actual presidente del PRI, Alejandro Moreno Cárdenas, en sus recientes pasarelas en el exterior. No hace mucho, la conducta del también Senador de la República ha sido un timbre sintético de las rebabas restantes del priismo: acusado de corruptelas varias en su estado, acreditada su biografía de porro impresentable, autor de frases escalofriantes como “a los periodistas no se les mata a balazos sino de hambre”, y gestor de agresiones físicas a otros senadores, el deshecho priánico que dirige los restos del partido tricolor decidió que no era suficiente con hacer el ridículo a nivel nacional.

El pasado cuatro de septiembre, el saurio priista, quizá como parte de su fallida estrategia de control de daños luego de agredir a Gerardo Fernández Noroña, hizo un inútil viaje a Washington, donde, de acuerdo con sus palabras, se reunió con políticos y diplomáticos de Estados Unidos en una “gira de trabajo”, para, según él, evitar que en México se establezca una “dictadura narcoterrorista comunista”.

Pasemos por alto el vocabulario calderonista del saurio Alito, que, al igual que el panista espurio, alega que otros son los terroristas narcos cuando ese mal más bien parece estar en las filas de su partido, hoy o históricamente. Pasemos por alto también la bajeza de ir a reunirse con políticos de un país cuyo gobierno fascistoide, de manera abierta, tiene como enemigo ficticio a México y trata a los connacionales allá con un oprobio indignante. Ir a reunirse con eso hace de Alito un trumpista de facto.

Pero enfoquémonos no en esos hórridos errores sino en la incongruencia mayor. Como siempre, la mejor manera de combatir a los charlatanes como Alito es simplemente ponerles un espejo de cuerpo entero o retrovisor frente a ellos. Y ahí está el dato: el pasado 21 de octubre de 2024, el propio Alito, en una pretensión de supuesto progresismo, fue ni más ni menos que a la Internacional Socialista -organización latinoamericana de partidos donde el PRI figura desde 1951-, y ahí señaló la necesidad de impulsar la participación política de la mujer. No tanto porque el tema de equidad de género le interese, sino porque Alito quería confirmar la pertenencia de su partido desahuciado en esa lista de membretes que se asumen internacionales y socialistas.

Vaya contraste. El líder un partido que pertenece a la Internacional Socialista grita empavorecido porque en su país se pretende instalar un proyecto que él mismo acusó de comunista. ¿No es ése acaso el fin último de los partidos que conforman a la Internacional desde hace decenios? ¿Cómo se puede explicar ya no digamos el disparate de acusar al gobierno de narcoterrorista comunista, sino la insalvable mordedura de lengua de usar “comunismo” como insulto mientras se trata de afianzar la pertenencia a la Internacional Socialista?

Poco después de ese pandemónium, Alito decidió que no se había hundido lo suficiente en el fango, y el 8 de septiembre pasado, el saurio tricolor se reunió en Perú con la Presidenta espuria de ese país sudamericano, Dina Boluarte, en una visita cuyo principal efecto fue que el Congreso peruano declarara persona non grata a la Presidenta mexicana, ella sí legal y legítima, Claudia Sheinbaum.

El contexto es de todos conocido. Dina Boluarte llegó al cargo luego de la defenestración ilegítima de Pedro Castillo, Presidente del Perú que ganó limpiamente la elección de su país en 2021 y apenas pudo mantenerse en el cargo por poco más de un año, periodo en donde desde antes de asumir su cargo recibió el asedio de la derecha golpista -pleonasmo en Latinoamérica-, y que se vio obligado a hacer decenas de cambios en su gabinete para tratar de apaciguar a sus hostigadores, quienes al fin de cuentas lograron un golpe de Estado, mediante el argumento de que Castillo no estaba en capacidades para gobernar. Hoy, enfrenta el cargo de “perturbar la paz pública” del Perú y una posible condena de más de treinta años de cárcel, cuando el fondo del asunto es que se trató de un gobernante acosado por los resabios golpistas que aún inundan los belfos de las derechas en América Latina.

Luego de la llamada “vacancia” de Castillo, asumió la presidencia la golpista Dina Boluarte, cuya llegada al poder y actitud recuerdan mucho a la golpista boliviana Janine Áñez, quien hoy se encuentra, con toda justicia, en prisión, por antidemocrática y corrupta. Su similar peruana hoy padece unos niveles de rechazo inéditos en su país, que, con razón, no le perdona su origen espurio y su pésima e ilegítima gestión.

Como era de esperarse, y leal a la tradición honrosa de la política exterior mexicana, los gobiernos de López Obrador y Claudia Sheinbaum han respaldado a Pedro Castillo, a quien se trató de exiliar en México sin éxito, pero su familia logró tal cometido. En días recientes, Sheinbaum se posicionó a su favor, como lo haría cualquier demócrata, lo que desató la ira de la derecha golpista peruana, que la declaró non grata, nada menos que con el saurio Alito como testigo de deshonor.

Más allá de enfangar el legado diplomático de otros tiempos, la fotografía de Moreno Cárdenas con Dina Boluarte es sintomática y reveladora. Expone a dos porros impresentables, impermeables a cualquier resquicio de democracia, ya que mientras la una llegó al poder por la vía del golpismo, el otro, como émulo de un cacique retardatario o como un Porfirio Díaz posmoderno, reformó lineamientos de su partido para quedarse en la dirigencia más tiempo, quizá porque aún piensa obtener algún lucro personal de un partido en terapia intensiva, del mismo modo que el mal chofer trata de sacar dinero vendiendo como chatarra el auto que recién chocó.

Tales personajes son los que impulsaron la iniciativa de declarar persona non grata a la Presidenta más legítima en la historia de México y la única que mantiene en la región una aprobación rayana en el ochenta por ciento. Ante eso, sólo quedan dos alternativas: o considerar a Alito un eficaz aliado del obradorismo, infiltrado en el PRI para hacer ver a la oposición como un abominable hatajo de porros; o, la otra alternativa, hacer caso de la sabia consigna popular, que señala que las injurias de pillo dan honra y brillo.

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