10/31/2007

La represion nuestra de cada día...

Editorial.La Jornada.

Estado, presos políticos y represión social

Durante los siete años de gobiernos federales emanados del Partido Acción Nacional (PAN) ha tenido lugar una intensa campaña de hostigamiento en contra de activistas de diversos movimientos sociales, como lo muestra el elevado número de personas –alrededor de 900, muchas de ellas indígenas– que han sido encarceladas por motivos políticos. Esta situación plantea la necesidad de reflexionar sobre la dinámica que han seguido las administraciones panistas al enfrentarse con expresiones legítimas de inconformidad social.

En el inicio de su sexenio, Vicente Fox afirmaba ser un decidido defensor de las garantías individuales en México y otros países. Sin embargo, el supuesto compromiso inicial del entonces presidente con la procuración de los derechos humanos contrasta claramente con las cuentas que entregó una vez que dejó el poder: en las postrimerías del foxismo autoridades estatales y federales recurrieron a la represión policial como una medida para sofocar los descontentos sociales en diversas zonas del país como Lázaro Cárdenas, en Michoacán; Texcoco-Atenco, en el estado de México, y Oaxaca.

Diversas organizaciones como Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la Comisión Civil Internacional de Observación de los Derechos Humanos, pusieron bajo la óptica de la comunidad internacional los casos de graves atropellos a las garantías individuales cometidos por las autoridades mexicanas en el contexto de tales conflictos.

Lejos de aclarar y reparar el daño producido por los abusos de su antecesor, el gobierno de Felipe Calderón se ha distinguido por preservar la impunidad para los culpables de los episodios de represión mencionados, así como por incurrir en otros graves atropellos a las garantías individuales, como las detenciones de los líderes sociales oaxaqueños y su internamiento inexplicable e injustificable en prisiones de alta seguridad. Para colmo, el calderonismo ha continuado acciones como el empleo de las fuerzas armadas en el combate a la delincuencia y la criminalización de la protesta social, que históricamente tienden a desembocar en episodios de represión masiva y de atropello de los derechos políticos.
Estas conductas gubernamentales, en conjunción con el creciente número de presos por motivos políticos, ponen en evidencia la severa crisis que enfrenta el Estado respecto de su papel como mediador en los conflictos sociales y como interlocutor de los grupos que los protagonizan: éstos, al no encontrar canales de solución adecuados para sus demandas –muchas de las cuales son, a su vez, consecuencia de los desaciertos del gobierno, tienden a radicalizar sus luchas, y encuentran como respuesta la represión de las autoridades.

Por lo demás, la criminalización de las manifestaciones de descontento social no se limita al ejercicio de la fuerza represora del Estado en contra de los inconformes, sino que se apuntala, además, con triquiñuelas jurídicas como la invención de cargos y la lectura facciosa de las leyes en perjuicio de los acusados. Como ejemplo ha de referirse la sentencia dictada en mayo pasado en contra de dirigentes del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, condenados a 67 años de prisión, lo que constituye una virtual cadena perpetua. No deja de ser sorprendente e inaceptable que la pena que purgarán estos activistas campesinos es por demás desmesurada en comparación con los castigos que reciben los culpables de crímenes como el secuestro o el narcotráfico.

El empleo excesivo de la fuerza pública para acallar las manifestaciones de descontento es una práctica recurrente de los regímenes autoritarios. En un contexto democrático, sin embargo, tales acciones no pueden tener cabida. El gobierno federal debe entender que la solución a los conflictos sociales se alcanza mediante el diálogo y el reconocimiento de todas las partes; la represión y el encarcelamiento de los inconformes, en cambio, propicia que la descomposición social avance y que el daño alcance niveles que pudieran ser irreversibles.


Castigo a la disidencia, conducta común de los tres órdenes de gobierno
Criminalizar la protesta social, el pan de cada día


Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Yucatán, botones de muestra de la represión
Blanche Petrich /II


Las detenciones irregulares, las acusaciones judiciales “por motín, asociación delictuosa y terrorismo” y las órdenes de aprehensión emitidas “como amenaza permanente” contra activistas sociales y políticos “son hoy el pan de cada día” para los movimientos populares, advierte el dirigente del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, en Guerrero, Abel Barrera.
Como él, otros defensores de derechos humanos caracterizan las políticas del gobierno federal y varios mandatarios estatales como “de castigo a la disidencia”, de “criminalización de la protesta social” y de “persecución a la solidaridad y la libertad de expresión”, patrón que ejecutan lo mismo los gobernadores perredistas de Chiapas, Juan Sabines, y de Guerrero, Zeferino Torreblanca, que los ex mandatarios panistas de Yucatán, Patricio Patrón, y de Jalisco, Francisco Ramírez Acuña, además de los priístas de Oaxaca, Ulises Ruiz; del estado de México, Enrique Peña Nieto, y de Veracruz, Fidel Herrera Beltrán.
En su balance sobre el sexenio de Vicente Fox Quesada en materia de derechos humanos, el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro concluyó: “Las protestas generadas por situaciones económicas, políticas o sociales siguen siendo interpretadas como si fueran cuestiones de seguridad. Para enfrentar a la oposición y a la protesta el gobierno, en sus tres niveles, ha asumido una actitud con tintes autoritarios. Los reclamos y las demandas superan su capacidad de reacción en un contexto democrático”.

Un repaso de los expedientes de presos y ex presos –siempre cambiante e impreciso por las excarcelaciones dictaminadas por disolución de pruebas o imposición de fianzas arbitrarias y por la falta de un trabajo sistemático de las redes ciudadanas para actualizar la estadística– llevan al lector a un recorrido por las distintas expresiones de resistencia popular.

El fracaso de la política

En 2006, la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) protagonizó uno de los procesos de disidencia más significativos de los últimos años. Durante meses, las barricadas en la capital estatal y las huelgas del magisterio y de las organizaciones que se sumaron masivamente a la protesta pusieron en jaque al gobierno de Ulises Ruiz. Pudo haber sido, según definió el líder zapoteco Joel Aquino, “la oportunidad de erradicar definitivamente a los caciques de Oaxaca; la última gran batalla contra el sistema autoritario”. Pero no fue.

En el momento más crítico del proceso se entabló un diálogo para una salida política. Pero otra negociación paralela y secreta, al más alto nivel de la política, decidió salvar al cuestionado gobernador oaxaqueño a cambio de poder concretar la imposición del panista Felipe Calderón en la Presidencia. Con este pacto la posibilidad de una salida pacífica se derrumbó. Las armas y los toletes, bajo las órdenes del entonces secretario de Seguridad Pública –hoy procurador general–, Eduardo Medina Mora, entraron en escena.

La intervención violenta de la Policía Federal Preventiva en varias fases en Oaxaca, y la acción descontrolada de “escuadrones” informales bajo las órdenes de autoridades estatales, provocaron, además de un saldo total de 27 personas asesinadas entre julio y diciembre de 2006, redadas masivas que llevaron a las distintas cárceles “a más de 500 personas”, según estimaciones de Jessica Sánchez, de la Liga Mexicana de Defensa de los Derechos Humanos.

“Las detenciones masivas e indiscriminadas, el trato vejatorio y la violencia física y síquica para con las personas detenidas, y el uso desproporcionado de la fuerza contra toda la población, fueron las características predominantes” de la “solución de fuerza” al conflicto oaxaqueño, según denunció en un informe especial la Comisión Civil Internacional de Observación por los Derechos Humanos.

El primer aviso fueron los ataques a las barricadas de Santa María Coyotepec y Santa Lucía del Camino, el 27 de octubre del año pasado. Participaron autoridades municipales, varias corporaciones del estado y agentes paramilitares. Ese día fueron asesinados cuatro maestros y un periodista, el estadunidense Brad Will; resultaron heridas decenas de personas y cayeron presos 20 maestros, algunos con graves lesiones. Después vinieron el avance de la PFP hacia el zócalo, el 29 de octubre, un nuevo embate el 10 de noviembre y la ofensiva final, el 25 de noviembre. En ese lapso resultaron detenidas, golpeadas y torturadas cientos de personas que fueron repartidas en los penales de Miahuatlán, Tlacolula, Cuicatlán, Ejutla, Etla, en los separos de la PGR en la capital y en el penal federal de Nayarit. Además fueron arrestados ocho extranjeros y expulsados cuatro.

A pesar de que los detenidos no tuvieron acceso a una defensa justa, a que las autoridades médicas y humanitarias fueron omisas al certificar las lesiones de decenas de presos y a que los indígenas no tuvieron acceso a intérpretes, el Estado se desistió de la mayoría de las averiguaciones previas. Actualmente quedan siete presos relacionados con la APPO, entre ellos los hermanos Flavio y Horacio Sosa.

El primero, integrante de la dirección de la APPO, y su hermano fueron detenidos a principios de diciembre en el Distrito Federal. Se les internó en el penal del Altiplano, en Almoloya. Posteriormente fueron trasladados a Ixcotel, en Oaxaca. Son acusados de despojo agravado, por la ocupación de la radio y televisión del gobierno estatal –delito por el cual acaban de recibir un amparo–, privación ilegal de la libertad y robo a dos policías, sedición, asociación delictuosa y daños por incendio. Su defensa alega que todos “son delitos fabricados”.

Al margen del conflicto popular-magisterial de 2006, en Oaxaca hay 14 presos relacionados con conflictos electorales y la defensa de autoridades indígenas: siete de Santo Domingo Teojomulco, tres de San Isidro Aloapam y cuatro del Consejo Ciudadano de Xanica. Adicionalmente permanecen los 12 presos de San Agustín Loxicha, autoridades comunitarias presas en el contexto de la militarización de la región en 1996, que no alcanzaron la amnistía decretada por el ex gobernador José Murat por tener en su expediente causas del orden federal.
Para describir el panorama de la represión en Guerrero, apunta Barrera, de Tlachinollan, basta con seguir la ruta del movimiento popular. “Donde quiera que haya organización, protesta, defensa de los derechos humanos, movilización o bloqueo de caminos hay represión, arrestos irregulares y órdenes de aprehensión”. Los campesinos de La Parota, los ecologistas de Petatlán, los trabajadores despedidos del INEGI en Chipancingo, las autoridades comunitarias de Xochistlahuaca, los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa… todos han sufrido persecución”.

Así, los pueblos me’pha realizaron en febrero y julio bloqueos en la carretera Tlapa-Metlatónoc para exigir un camino rural y mejoría en las condiciones de educación en su lengua. En consecuencia, su líder Cándido Félix está preso y cuatro más tienen órdenes de aprehensión. En tierras amuzgas, David Valtierra, Genaro Cruz y Silverio Matías han sido presos y están libres bajo fianza por defender el derecho a un gobierno propio. Once más tienen órdenes de aprehensión. Lo mismo ocurrió con otras dos autoridades de El Camalote, Ayutla de los Libres. Docenas de campesinos que se oponen a la deforestación de Petatlán y la construcción de la presa La Parota han pasado por la cárcel. El episodio más reciente fue el arresto –y posterior liberación– de Cirino Plácido, fundador de la policía comunitaria de San Luis Acatlán.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario