En tiempos posteriores, un dinosaurio era feliz poseedor de sus propias escamas, de sus huevos y de un territorio definido en el cual cazar o pacer. Verdad es que las bestias primitivas, carentes de intelecto y de razón, no asimilaban el concepto muy bien que digamos y que ello daba lugar a frecuentes pugnas por el territorio, por la comida o por la hembra. Pero los seres humanos, reyes de la Creación, están llamados a comportarse de otra manera y a reconocer en la propiedad el principio que ordena y armoniza la vida civilizada. Así ha sido siempre, así es y así debe seguir siendo.
Si de dirimir conflictos se trata, para eso existe un Legislativo capaz de distribuir los bienes que permanecen en el desorden de lo público entre algunas decenas de bolsillos sabios que podrán hallarles mejor provecho, o rescatar a las mujeres de su propia cortedad mental y situarlas bajo la tutela de jueces, curas, padres o maridos que les digan lo que pueden hacer, y lo que no, con sus cuerpos; para eso hay decretos presidenciales que convierten –ya lo verán– ineficientes entidades de la nación en empresas privadas competitivas, transparentes y, sobre todo, prósperas; para eso hay una Suprema Corte que legaliza la usura, así como poderes nacionales y supranacionales y mecanismos de transparencia que estipulan quién debe ganar cuánto, qué países pueden explotar los recursos de otras naciones, quiénes tienen legitimo derecho a saquear oficinas y presupuestos: ¿qué tal el del Instituto Mexicano de la Juventud (Imjuve), puesto por el Altísimo a disposición de la parentela presidencial para que ésta progrese, ensanche su hacienda y se haga con los medios necesarios para su felicidad?
Quienes critican esa muestra de normalidad democrática incurren en el pecado de la envidia, porque carecen de los pequeños lujos que esa honorable familia ha sabido ganarse a fuerza de astucia, o bien en el de la soberbia, porque quiénes son ellos (es decir, los críticos) para juzgar vidas ajenas.
En este mundo, el principio de la propiedad privada ha de primar en toda circunstancia, incluso en situaciones de catástrofe o de hambruna. Quienes, por alguna razón, se vean privados de alimentos, habrán de abstenerse de aprovechar víveres que les son ajenos, aunque éstos se encuentren abandonados; el deber moral del hambriento consiste en vigilar la integridad de la propiedad privada. Así, en el infortunado Haití, los víveres en las ruinas de una tienda son del tendero, aunque éste haya muerto y se encuentre sepultado entre escombros, en tanto que en México los yacimientos mineros y los campos petrolíferos pertenecen a Repsol, Iberdrola y otras empresas extranjeras, y las mujeres y sus cuerpos son propiedad de los arzobispos y de sus aliados legislativos. Así ha sido, así es y así será.
Escuché por ahí que en estos días se regalan niños haitianos y he pensado en optar por la propiedad de uno de ellos. Me interesa especialmente el linchado, ese puberto que apareció en la primera plana de La Jornada del viernes 22, lloriqueante, con la cabeza quebrada y llena de sangre, y un hilo de baba colgando de sus labios reventados. Parece ser que, en medio de la tragedia, ese mozalbete, en vez de resignarse y acatar los designios del Creador, pretendió saciar el apetito con mercancías ajenas. Lo dejaron hecho un Cristo.
Supongo que habrá escarmentado y habrá aprendido el principio sacrosanto de la propiedad, y de ahí mi interés particular: el jovencito ya está listo para la vida en el mundo civilizado y para acatar (eso es lo importante) las normas de la decencia: el pillaje (como la evasión fiscal) es derecho exclusivo de unas cuantas empresas y familias de bien, no prerrogativa de un muerto de hambre cualquiera, y para practicarlo existen formas y maneras: robar, sí, pero robarse la Presidencia; imponer, sí, pero mediante decretos; saquear, sea, pero por medio de contratos; hincharse con dineros públicos, okey, pero a través de una tabla de remuneraciones. Así ha sido siempre. Así es. Así debe seguir siendo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario