Es evidente que el presidente Felipe Calderón ha considerado una prioridad de su gobierno la lucha contra las partes más hiperviolentas del narcotráfico. A través de efectivos militares y navales, así como de Bloques de Operación Mixta a la que están agregados agentes de la Policía Federal, el gobierno ha concentrado su fuerza en contra de Los Zetas y la organización de los hermanos Beltrán Leyva.
Esta concentración puede, sin embargo, producir un resultado indeseable con el fortalecimiento colateral de otras organizaciones criminales en México, principalmente los cárteles del Pacífico y de Juárez, que disfrutan y también explotan el debilitamiento de sus adversarios.
A pesar de ese impacto, el gobierno parece estar resuelto no dar marcha atrás. Según el Cuarto informe de labores de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), el Ejército Mexicano ahora emplea un promedio mensual de más de 70 mil elementos en las diferentes operaciones contra el narcotráfico, lo que casi duplica el promedio mensual de efectivos militares que emplearon los dos gobiernos anteriores.
Los soldados están distribuidos en 12 puestos de control estratégicos que forman a su vez dos barreras de seguridad, una en el Istmo de Tehuantepec y otra en la frontera Norte. A ese dispositivo, la Sedena agrega 542 puestos de seguridad móviles con los que intenta controlar el flujo de armas, drogas y convoyes de sicarios.
La aplicación selectiva de esa fuerza militar está acompañada de la explotación de las rencillas entre los jefes del narcotráfico con el objeto de profundizar la división entre ellos, estimular su autodestrucción y neutralizar lo más rápidamente posible a las bandas más proclives a la violencia.
Lo primero que hizo el gobierno fue sembrar la desconfianza. Esta parte de la estrategia comenzó años atrás con las operaciones del gobierno estadunidense para infiltrar al cártel del Golfo y a Los Zetas e interceptar sus comunicaciones, según lo demuestra una acusación formal en la Corte Federal de Washington, DC. La imputatción detalla pormenores de las reuniones entre la cúpula del cártel del Golfo y sus enlaces telefónicos con los jefes regionales de Los Zetas.
Esa acusación penal, junto con una sentencia relativamente blanda contra el jefe del cártel del Golfo, Osiel Cárdenas Guillén, en la Corte Federal de Houston representaron un mensaje a estas bandas criminales de que estaban penetradas y que la deslealtad estaba minando sus filas.
Lo mismo sucedió con la detención de Édgar Valdez Villarreal, la Barbie, presunto jefe de sicarios de los hermanos Beltrán. A través de filtraciones a la prensa, el gobierno ha intentado dibujar un cuadro de traición entre narcotraficantes que acabó con los hermanos Beltrán y ha diezmado las fuerzas de uno y otro lado en esta guerra entre cárteles.
En ese contexto, ambos gobiernos han labrado la imagen de que Los Zetas son el enemigo más duro por vencer. En diferentes reportes de inteligencia que fueron filtrados y publicados en la prensa estadunidense, el gobierno de Estados Unidos pintaba a Los Zetas como la amenaza más formidable a la seguridad fronteriza por su capacidad de librar la guerra contra bandas rivales del narcotráfico con formas de operación militar.
El gobierno estadunidense trazó entonces una estrategia especial contra Los Zetas, apoyada por el Centro de Inteligencia de la Oficina Federal de Investigación en McAllen, Texas, que condujo a la explotación del arresto y extradición de Cárdenas Guillén y, posteriormente, a la detención o a la muerte de la mayoría de Los Zetas originales que tenían un pasado militar. Los Zetas no desaparecieron como grupo criminal, pero su núcleo duro quedó prácticamente aniquilado.
El siguiente grupo por derrotar era el clan de los hermanos Beltrán Leyva, originarios de Sinaloa, que también intentó contratar a militares desertores con el objetivo de formar grupos de fuerzas especiales y enfrentar con efectividad la ofensiva gubernamental. La alianza temporal de Los Zetas con los hermanos Beltrán Leyva generó la percepción de que estaba en gestación una fuerza formidable capaz de retar al gobierno federal.
El gobierno respondió con la utilización de generales retirados del Ejército para dirigir los cuerpos de seguridad pública y con la saturación de los estados del país donde operaban Los Zetas con grupos de inteligencia militar, principalmente en las “plazas” emergentes como Monterrey y Acapulco. La contraofensiva de Los Zetas no tardó en ocurrir y comenzaron los atentados contra el personal militar.
En los primeros meses de 2010, hubo otra ofensiva contra Los Zetas, pero esta vez no provino del gobierno, sino del lado criminal. Durante los días de combate en las ciudades de la frontera chica de Tamaulipas entre las fuerzas del cártel del Golfo y los Zetas, los primeros se ufanaban de contar con el apoyo del Ejército para acabar con los segundos.
Fuera un ardid para desinformar a la población e infundirle miedo o no, lo cierto es que, durante varios días, los convoyes de camionetas pick up con las siglas CDG (cártel del Golfo) circulaban con libertad por las calles de las ciudades de esa zona de Tamaulipas, hasta que la Armada de México comenzó a enviar sus tropas de infantería de Marina y sus helicópteros de combate.
En cierta forma, la estrategia mexicana tiene un parecido con la colombiana, en la que también hubo una explotación de la rivalidad entre los cárteles y un escalonamiento de la lucha antinarcóticos. Sin embargo, la ejecución de esa estrategia fue distinta en el caso colombiano.
En un artículo recientemente publicado en la revista Foreign Affairs, Robert C Bonner, exdirector de la agencia antidrogas estadunidense y excomisionado del Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos, afirmó que el gobierno colombiano libró batalla por batalla y destruyó uno por uno a sus enemigos internos: primero al cártel de Medellín, después al de Cali, luego a los grupos paramilitares y ahora está en proceso de terminar con las columnas remanentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.
El crimen organizado no desapareció, sólo se transformó. Tanto en México como en Colombia, los grandes cárteles han dado paso a una miríada de organizaciones que trafican con 1 o 2 toneladas de droga y luego desaparecen en la clandestinidad. Los nuevos jefes de estas organizaciones atomizadas han encontrado la manera de reconstituirse mediante cambios generacionales, fusiones, alianzas y generación de nuevos grupos.
La diferencia principal entre ambos países podría estar en el hecho de que la multitud de nuevas organizaciones de narcotráfico en Colombia ya no pone en riesgo la soberanía del Estado ni amenaza con tomar el control de zonas territoriales. En México, en cambio, las nuevas organizaciones, alianzas, recomposiciones del crimen organizado están librando una batalla atroz para conservar el control territorial por medio de la violencia. El resultado a corto plazo aún no está definido para ninguno de los dos lados.
Bonner apunta otra diferencia sustancial: los colombianos pusieron al frente de la lucha contra el narcotráfico a los cuerpos profesionales de policía y usaron al Ejército sólo para operaciones específicas donde la fuerza militar era imprescindible. En México, en cambio, la estrategia es opuesta: las Fuerzas Armadas están al frente de la lucha contra el narcotráfico y lo seguirán estando por la inexistencia de una policía federal totalmente profesionalizada.
Para el gobierno mexicano, no habrá marcha atrás y no hay visos de que quiera aprender de la experiencia colombiana. El uso de la fuerza militar para combatir al narcotráfico está tan arraigado en la mentalidad estratégica de las fuerzas de seguridad mexicana que por el momento no existe ningún plan “b” ni otra alternativa que lo pueda reemplazar.
jlsierra@hotmail.com
*Especialista en fuerzas armadas y seguridad nacional, egresado del Centro Hemisférico de Estudios de la Defensa, de la Universidad de la Defensa Nacional en Washington
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