El memorial por los normalistas desaparecidos en Reforma. Foto: Germán Canseco |
MÉXICO, D.F. (apro).- Casi todos los gobiernos que hemos
tenido le han apostado al olvido cuando se habla de tragedias producidas
por actos de injusticia, abusos de poder o de corrupción. Con el PRI se
apostó a que las víctimas del movimiento estudiantil del 68 y 71, así
como los desaparecidos de la guerra sucia y las matanzas de Aguas
Blancas y Acteal fueran un expediente cerrado. El gobierno del PAN busco
lo mismo con las víctimas de la guerra contra el narcotráfico.
Ninguno de ellos quiere aparecer en la historia oficial como uno de
los gobiernos tiránicos y opresivos en que se han convertido con estas
ausencias de justicia y por ello intentan cerrar los expedientes de cada
caso lo más rápido posible.
Pero la memoria colectiva, la que protesta en la calle no está
convencida de las versiones o explicaciones oficiales, ha tomado la
iniciativa de levantar memoriales o antimonumentos para recordar estos
actos, no como parte de un calendario de desgracias que celebrar, sino
como un ejercicio de memoria vida para que no se vuelvan a repetir o
para exigir justicia.
El domingo pasado se cumplieron siete meses de la desaparición de los
estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa que se ha convertido en el
más claro ejemplo de la fusión del crimen organizado y el poder
político. Para el gobierno de Enrique Peña Nieto este caso ya está
cerrado asegurando que fueron asesinados por el crimen organizado. Pero
para la gente no fueron víctimas del narco sino desaparecidos del
gobierno convertido en crimen organizado y hasta no tener prueba
fehaciente de su muerte para ellos los estudiantes normalistas siguen
vivos.
De eso se trató el ejercicio del antimonumento erigido por la gente
en la avenida más transitada de la capital del país, Reforma, dedicado a
los estudiantes de Ayotzinapa. Forjado en hierro y fijado en la tierra
con una base de metal el número 43 pintado de rojo, con una altura de
más de dos metros, está a la vista de los miles de automovilistas que
pasan por ahí y de los transeúntes que van de paso por ese punto
estratégico de la capital política del país.
Se trata de una acción social de memoria viva, un ejercicio de
memoriales colectivos, de acciones de manifestación social que exigen
transparencia y justicia no sólo para los normalistas sino para las
miles de víctimas que han muerto, desaparecido o han sido desplazadas a
raíz de la guerra contra el narcotráfico y el crecimiento del poder del
crimen organizado.
La apuesta oficial a la desmemoria es tratar de negar la realidad y
esquivar responsabilidades por parte del gobierno en turno. Es tratar de
evadir la deuda en los hechos en los que están involucrados distintos
agentes de autoridades políticas, judiciales, militares o policiacas
como es Ayotzinapa, pero también Tlatlaya, Apatzingán y antes El Charco,
Aguas Blancas, Acteal, Tlatelolco, la Normal de San Cosme, entre otros
muchos.
Pero a diferencia de algunas de estas masacres que forman parte del
calendario de tragedias, la de los normalistas de Ayotzinapa está más
viva porque se trata de uno de los casos de desaparición forzada más
escandalosos y emblemáticos de la historia actual del país, el cual
habrá de teñir la administración peñista con una marca imborrable a
pesar de los esfuerzos que han hecho personajes como el exprocurador
Jesús Murillo Karam que mostró su despotismo en el trato a los
familiares a quienes pidió aceptar la versión oficial sin mostrar una
sola prueba tangible de la muerte de los estudiantes a manos del crimen
organizado.
Twitter: @GilOlmos
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