Fabrizio Mejía Madrid
La polvareda que se ha armado alrededor de la decisión de excluir a ciertas naciones latinoamericanas de la novena Cumbre de las Américas que se llevará a cabo en junio de este año en Los Ángeles convocó a todas nuestras historias continentales. Ya desde diciembre de 2021, Joe Biden habían sacado a Guatemala, Honduras, Haití, Nicaragua, y El Salvador, además de Cuba, Venezuela y Bolivia de su “Cumbre para la Democracia”, mientras elogiaba la lealtad ideológica de Panamá, Costa Rica y República Dominicana. Ahí Biden anunció un fondo de 425 millones de dólares para algo llamado “medios independientes en el extranjero”, y organizaciones de la sociedad para —dijo— “combatir el autoritarismo, la corrupción, y fomentar elecciones libres”.
Ahora, no obstante los titubeos de la vocera de la Casa Blanca, la novena Cumbre de las Américas excluiría a esos mismos países. Tanto México, Argentina, y Bolivia han dicho que sus presidentes no irán si se descartan estados americanos que no comparten la identidad política con los demócratas estadunidenses. Es un momento difícil para los Estados Unidos, metido en una guerra por interpósito país contra Rusia —muy parecida a la que promovió en Corea a mediados del siglo pasado—, en una disputa comercial con China, y sin entender la segunda ola de las ciudadanías plebeyas en América Latina que, ésta vez, incluye a México.
El Presidente López Obrador en su gira relámpago por el Triángulo de Centroamérica y Cuba le ha disputado el liderazgo regional a Biden y, tras los litigios con las eléctricas y por la propiedad del litio, recordamos aquí que el Congreso de los Estados Unidos no ha aprobado la ayuda de cuatro mil millones de dólares para desincentivar la migración centroamericana, ni ha respondido sobre el dinero que le brinda a Mexicanos contra la Corrupción de Claudio X. González o a los ambientalistas de “Sélvame del tren”. Se niega a abandonar la estrategia de presiones intervencionistas que usó en América Latina para desestabilizar gobiernos que no le convenían, desde Guatemala en 1954 hasta Bolivia en 2019. No ha respondido al clamor de que la Organización de Estados Americanos (OEA) sea reconstruida después de su papel de instigador del golpe policiaco-militar contra Evo Morales.
En ese contexto es que México condiciona la asistencia de su Presidente a la novena Cumbre pero, en el camino, y como les decía, saltan los nombres que hemos tenido como Continente. Esta columna se trata sobre esas palabras.
Hemos recibido varios nombres que siempre han tenido que ver con lo que alguna potencia extranjera esperaba extraernos. Empezamos como “Indias” por la pretensión puramente mercantil de Cristóbal Colón de encontrar la ruta hacia las especias asiáticas. De ahí que el témino “indios” tenga esa carga de extraer, saquear, y explotar a estas tierras por medio de sus habitantes. Es la forma en que las corporaciones bancarias o energéticas nos siguen viendo. Luego, fuimos el “Nuevo Mundo”, desde la perspectiva religiosa de los españoles que nos vieron como un lienzo en blanco que podía evangelizarse casi sin obstáculos. Lo “nuevo” le significó a la Corona Española y sus órdenes religiosas un imposible encuentro con el Edén virginal, lleno de prodigios, ciudades de oro, amazonas sin un pecho, hombres de un solo pie o cabezas de perro.
Es la forma en como nos siguen viendo desde Europa cuando se sorprenden con lo “real maravilloso” que dejó de ser Remedios La Bella que flotaba de tan hermosa, en Cien años de soledad para ser, ahora, las series de narcotraficantes en la televisión, como lo fueron, antes, las historias de antropófagos o sacrificios humanos.
El nombre de “América” para el continente, no obstante su origen en un mapa de 1507, no se generalizó sino hasta el siglo XVIII y fue expropiado por el libertador Simón Bolívar para referirse a una extensión que habitaban en 1815, cuando redactó su Carta de Jamaica, 16 millones de personas que hablaban español y que, hasta la fecha comparten los mismos colores en sus banderas: Colombia, Ecuador y Venezuela. En Simón Bolívar encontramos todavía esa idea que él nombró como un “orden distinto del universo” y que era el cambio de los equilibrios entre las potencias y un estado independiente, la Gran Colombia.
Cuando hablamos de proyectos continentales encabezados por otros que no son Estados Unidos, estamos haciendo uso de esa idea bolivariana. Cuando el Presidente López Obrador habla de una integración americana que trate a las migraciones como fuerza de trabajo y no como ilegales, está aludiendo a la América integrada.
Latinoamérica fue un término acuñado por el imperio francés. El principal asesor de Napoleón III, Michel Chevalier, se la inventó para justificar su expedición para invadir México. La invención de América Latina es interesada, pero no poco ingeniosa. Según Chevalier, Europa estaba dividida en tres culturas por su origen lingüístico: los anglosajones, cuya cabeza es Gran Bretaña; los eslavos, con Rusia; y los latinos comandados, por supuesto, por Francia. El hecho de que el español, el francés, el italiano y el portugués tuvieran una raíz común en el latín, jugaba como una especie de hermandad cultural, junto con el catolicismo romano, distinto del protestantismo y de la Iglesia Ortodoxa.
Así, según los imperialistas franceses, América tenía, a la mitad del siglo XIX, una parte anglosajona, los Estados Unidos, y otra latina, de México hasta Argentina. La idea de Chevalier era invadir México y seguir hacia el sur hasta Panamá, donde construiría un canal para el comercio. La aventura francesa en México terminó, como sabemos, con el fusilamiento del emperador Maximiliano en el Cerro de las Campanas en el verano de 1867. Pero lo latinoamericano no murió con los franceses. Fue retomado por la Revolución Cubana, tras su triunfo. Más allá de la idea guerrillera del Che Guevara en Bolivia, fue un aliento cultural que coincidió con el llamado boom latinoamericano en la novela y con el canto nuevo en la música popular. Lo latinoamericano, hasta la fecha, suena a quenas y charangos, a Benedetti y Neruda.
Para contener esa nueva identidad bajo el influjo de la Revolución Cubana y su Casa de las Américas, John F. Kennedy alistó su Alianza para el Progreso en 1961: un proyecto de inversión en el campo latinoamericano que contuviera, no las causas de la inmigración como ahora, si no las causas de la revolución. Una década después, la CIA orquestó la campaña de golpes militares con su cauda de muertes desapariciones y exilios en Chile, Argentina, Uruguay, y Brasil.
La “América para los americanos”, ahora conocida como Doctrina Monroe o del Destino Manifiesto, fue enunciada por el Presidente de los Estados Unidos frente a su Congreso en 1823. Supuestamente enunciaba la idea de que los países del continente se defenderían entre todos de una invasión europea. Pero tres años más tarde, los Estados Unidos se negaron a participar del Congreso convocado en Panamá por Bolívar porque, en realidad, vislumbraban una América para los estadunidenses. La llamada “doctrina”, era un aviso de intervención militar fundada en una supuesta superioridad otorgada por Dios a los estadunidenses para gobernar el continente.
Hasta la fecha, la idea de que la democracia estadunidense es un modelo a imitar, con su bipartidismo corporativo y la insistente supresión de los derechos de los afroamericanos, habita los discursos como el de Joe Biden que sustrae del continente a los países que pertenecen geográfica y culturalmente a la región. Es esa superioridad de origen teológico que les da, según ellos, el derecho divino de calificar las democracias ajenas, la libertad de expresión, la vigilancia de los derechos humanos y, ahora también, la sustentabilidad ambiental. A esta visión de James Monroe pertenecen también la idea de evaluar y juzgar a las otras naciones desde la isla continental que ha hecho de Estados Unidos un país aldeano, ensimismado, que desprecia todo lo que no traiga Catsup.
Así como los latinoamericanos caricaturizamos y tememos a los estadunidenses, ellos tampoco han sabido disimular su ignorancia y recelo frente a nosotros, aunque vivamos en sus ciudades por millones. Es Richard Nixon el que cambia oficialmente el término “latino” por “hispano”. Como hemos visto, el “latino” abre una identidad que se va hasta el imperio romano, algo que la minoría blanca de los Estados Unidos siempre ha querido emular. La de “hispano” limita esa cualidad al idioma que habla, “Spanish”, pero, al sostenerlo como identidad racial, es un recordatorio de nuestro sometimiento colonial a España.
Así, desde el censo de 1980, a los latinoamericanos en Estados Unidos se les niega su herencia propiamente continental y caribeña y se les recuerda su pasado dominado. Siempre en la vaguedad, racialmente, no son blancos ni negros, sino cafés. Se escoge el 5 de mayo y no el 15 de septiembre para celebrar la mexicanidad en la Casa Blanca porque se quiere conmemorar la expulsión de los franceses de Napoleón III y no tanto la rebelión popular contra la esclavitud del cura de Guanajuato.
Las palabras contienen la carga y el influjo de lo que alumbran. Como sea que termine esta pequeña disputa entre “ellos” y “nosotros” por la novena Cumbre de las Américas, de lo que seguiremos hablando es de Bolívar, y el Che Guevara; de Colón y de Napoleón III; de James Monroe y de Kennedy. América, Latinoamérica, hispanos, y latinos. En lo interno, seguimos hablando de los traidores que invitaron a Maximiliano y de los que miran el declive de los Estados Unidos como una fuente de remedo.
No hay que evitar el peso de las palabras cuando una cumbre se convierte en un abismo.
Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.
https://www.sinembargo.mx/12-05-2022/4180841
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