Escrito por Lucía Melgar Palacios
CIMACFoto: César Martínez López
Como cada 10 de mayo, este martes se pronunciaron empalagosos discursos sobre la bondad de las madres, se llenaron los restaurantes, se desbordó la venta de flores pese a precios inflados y quienes sólo recuerdan a su madrecita en este día celebraron su dedicación o se limitaron a “cumplir” un ritual vacío.
En contraste con esta devoción exaltada por un día, miles de madres lo vivieron con el pesar de la ausencia de sus hijas e hijos desaparecidos, de sus hijas asesinadas o sus hijos torturados y encarcelados injustamente, con angustia por la seguridad de sus hijas amenazadas por desconocidos que rondan las calles en busca de nuevas presas… Muchas de ellas, pese a su duelo o desesperación, dieron al país y a sus comunidades un ejemplo de dignidad y resistencia contra la necropolítica y la indiferencia de un gobierno que sólo se acuerda de ellas para exaltar su abnegación o conminarlas a atajar a sus hijos descarriados.
Pasar del duelo a la resistencia, transformar la angustia en lucha por la justicia no es fácil, menos en un país violento, con instituciones desfondadas, agentes estatales misóginos y una continua política de simulación ahora agravada por discursos populistas y polarizantes que estigmatizan a quienes ponen en cuestión el orden patriarcal, la arbitrariedad y la impunidad. En un país donde se matan mujeres “porque se puede”, donde se minimizan las desapariciones, donde se desdeña la violencia vicaria, esa que se ensaña contra las hijas e hijos para herir a las madres, donde se niega la justicia a tantas víctimas, mantener la dignidad y persistir en la búsqueda de justicia, es una hazaña. Hazaña que no se inscribe en letras de oro en las cámaras, ni se nombra en los libros de historia, pero que nos salva de la degradación y la asfixia absolutas.
Las madres que desde hace 12 años organizan la “Marcha por la Dignidad Nacional” para recordarnos el agujero negro de las desapariciones y que hoy gritan “¡Hasta encontrarles!” representan una luz de esperanza en un horizonte de tinieblas. Si ellas, pese a gobiernos omisos y coludidos con criminales que pueden controlar hasta el paso a un páramo de fosas clandestinas, persisten en la lucha por la justicia, la sociedad mexicana no ha perdido por completo el rumbo.
Si año con año, ellas y las madres de chicas devoradas por la máquina feminicida toman las calles para denunciar la impunidad y recordarnos que la violencia nos amenaza a todas (y todos), el futuro no está del todo clausurado para las mexicanas.
La lucha de estas mujeres y sus familias no es espectáculo efímero, es acción colectiva cotidiana, esfuerzo diario. Unas buscan con pico y pala, otras aprenden a usar tecnología de punta para ubicar zonas de exterminio, otras investigan ellas mismas el último recorrido de sus hijas para dar con los asesinos; otras más visitan una y otra vez juzgados para presentar denuncias, dar seguimiento a expedientes, interponer recursos de amparo para reabrir los expediente contra feminicidas, padres violadores, tratantes desconocidos; otras se organizan con sus vecinas para exigir seguridad en torno a escuelas donde desaparecen niñas… Todas enfrentan la incapacidad y desidia del Estado, la misoginia de autoridades que culpan a las víctimas y amenazan o sujetan a proceso a las denunciantes, o fabrican culpables; se exponen incluso al cinismo de medios que esculcan su vida pero pasan por alto el contexto delictivo y la negligencia gubernamental.
Ellas, Paula, Norma, Maricela, Araceli, Ceci, Mariel, Mónica, Rosa y miles de mujeres más, acompañadas de familiares, personas aliadas y colectivas diversas, han hecho y hacen un trabajo que corresponde al Estado, sostienen una lucha por el derecho humano a la vida, a la justicia, que incumbe a toda la sociedad.
En agradecimiento a su compromiso con la vida, la justicia y la verdad, a su labor indispensable, es hora de unir nuestras voces a sus justo reclamos, y tejer redes de solidaridad y resistencia contra la necropolítica misógina y el machismo exacerbado.
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