Lorenzo Meyer
Dos fantasmas recorren hoy el mundo electoral mexicano: el de las elecciones del pasado cuyo resultado estaba predeterminado y otro, muy reciente, el de la incertidumbre democrática, donde el resultado depende efectivamente de lo que digan las urnas el día de la elección. El primero es muy antiguo, el segundo esta llegado y está a prueba.
En principio las elecciones son procesos para seleccionar por la vía del voto libre y consciente a quien debe ocupar un puesto público con algún poder de decisión. Uno de los campos de la enorme literatura sobre los sistemas electorales es justamente el estudio de elecciones donde se respetan las formas, pero no la sustancia. Se trata de sistemas donde el voto no es la fuente original de la legitimidad de los procesos políticos. Sobre este tipo de comicios la experiencia mexicana es tan amplia como es corta la que se tiene de su antítesis: las elecciones con contenido real.
Durante el porfiriato, cada cuatro años se organizaban grupos interesados en ir a pedirle al “héroe del 2 de abril” que aceptara ser candidato a la presidencia, oferta que graciosamente el general y presidente aceptaba sabiendo todos que su victoria estaba tan segura como que a la noche le seguiría el día. Esa rutina finalmente se interrumpió tras la 7ª reelección en 1910. Por causas que Díaz dijo no comprender, el pueblo se insurreccionó y el “hombre indispensable” tuvo que abandonar el país. Francisco I. Madero sí debió hacer campaña y bajo el lema “sufragio efectivo”. Concluida la Revolución Mexicana con un partido “oficial” que en 1930 derrotó sin problema a José Vasconcelos y puso en la presidencia al improbable Pascual Ortiz Rubio, quedó claro que el resultado de la “elección popular” volvería a depender de los arreglos internos del grupo en el poder y no de las urnas.
Los comicios ganados antes de la elección empezaron a mostrar su obsolescencia cuando en 1976, José López Portillo debió aceptar una victoria sin credibilidad pues se le atribuyeron el 100% de los votos válidos. El problema se volvió a presentar en 1988 cuando a Carlos Salinas su supuesta victoria electoral en realidad le restó legitimidad por ser considerada producto de un gran fraude y por eso debió intentar la peculiar operación de “ganar la presidencia desde la presidencia”.
El costo creciente de continuar con elecciones que se decidían con anterioridad a la votación obligó al grupo en el poder a aceptar que sin desechar las practicas del pasado —control de los medios, recursos ilegales, relleno de urnas, alteración de actas, etcétera— había llegado la hora de empezar a competir efectivamente por el voto pues en México ya había una masa crítica de ciudadanos que no eran imaginarios sino reales y tenían que ser tomados en cuenta. Fue así que ya se cargaron los dados sólo en contra de esa oposición vista como un peligro para el status quo, pero calificada como “un peligro para México”. Finalmente, el partido oficial debió ceder la presidencia a la “oposición conveniente” y convivir con el pluralismo.
Tras años de reformas electorales precedidas por protestas, movilizaciones masivas y dosis de violencia, las elecciones realmente competidas fueron ganando terreno en nuestro país. La normalidad democrática aún dista de tener raíces fuertes en México, pero avanza pese a que le han surgido nuevos obstáculos, notoriamente la intervención efectiva del crimen organizado en elecciones locales. Por lo anterior, las seis elecciones estatales de hoy tienen una importancia que trasciende lo local y son vistas como campos donde está a prueba el proceso democratizador nacional. Su calidad permitirá saber hasta qué punto han arraigado o no las nuevas reglas del juego y ser un preámbulo digno de la gran lucha del 2024 donde se busca que el voto vuelva a ser, como en 2018, el factor que decida entre los proyectos nacionales en pugna.
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