Como cualquier candidato del PRI a la jefatura del Poder Ejecutivo, cuya designación ocurre cuando ese partido ocupa la presidencia de la República —y sólo en dos casos no ha sido así—, la designación de José Antonio Meade obedece fundamentalmente a la voluntad unipersonal del presidente en turno; el dedazo en su más fiel expresión.
¿Por qué Peña Nieto lo escogió?
Responder a esta pregunta es una tarea harto complicada, porque equivaldría meterse en la mente de un individuo que posiblemente sopesó desde cuestiones vinculadas a los escenarios previsibles para el País, a los retos que según su criterio enfrentará quien ocupe su lugar hasta asuntos más íntimos, que quizá tuvieron mayor peso, vinculados a la empatía personal, a la comunión de valores, a la coincidencia de opiniones y, sobre todo, a la expectativa de que, una vez investido como su sucesor, le seguirá manifestando su lealtad cubriéndole las espaldas.
Imposible saber con exactitud las razones que hicieron a Peña Nieto escoger a Meade como su remplazo, pero lo que quizá no consideró con suficiente atención es si este cuenta con las aptitudes, la personalidad y el carácter para hacer frente a los retos que demanda ser un candidato extraído de un gobierno que, además de estar encabezado por un presidente con bajísima popularidad, ha entregado resultados mediocres o de plano negativos. Como ocurre el ámbito económico o con la violencia e inseguridad, amén de casos de corrupción de compañeros de gabinete que, pese a las evidencias, no han pasado del escándalo mediático, aunque sí calado en la opinión pública.
Meade parece ser un buen hombre, un individuo inteligente y articulado, un tecnócrata que supo navegar en ambientes tan disímbolos como las presidencias de Fox, Calderón y Peña Nieto. Lo que hace suponer que actuó como un excelente y dócil segundo de abordo, cuya sobrevivencia —como ocurre en muchos casos de carreras burocráticas longevas—, se debió a su habilidad para ajustarse a las circunstancias y estilos de sus jefes sin asumir riesgos, tomar posiciones o lucir amenazante.
Pero ahora, habiendo dado un paso al frente del pelotón y con los reflectores puestos sobre él, su personalidad desabrida y un carácter lejano de aquel que quiere proyectarse como líder, no parecen equiparlo como el candidato ideal que logrará remontar el largo trecho que perdió su predecesor, deshacerse de las cargas heredadas y, además, ganar con contundencia la carrera presidencial.
Claro que la apuesta de Peña Nieto no está sólo en el jinete sino en el caballo. El PRI y sus aliados controlan el 40% de los recursos que en 2018 el INE les entregará a los partidos, es decir dos mil setecientos millones de pesos del erario federal más lo que le aportan los estatales. Además, cuenta con catorce gobernadores y, desde luego, con la presidencia de la República, lo que supone una enorme capacidad operativa para mover voluntades e influir en la opinión pública. Sin dejar de considerar también, que el perfil y la experiencia de Meade lo colocan más cerca del corazón de los poderes fácticos que al resto de sus contrincantes.
Por otra parte, la verdadera estatura de un candidato no es aquella que se mide contra un ideal sino la que resulta de compararlo con sus contendientes. Así, cuando entre las opciones disponibles prevalece la mediocridad y la improvisación, como sucede en nuestra enclenque clase política, el desenlace del proceso electoral lo determina, en buena parte, la intención de escoger al menos malo o al que represente el menor de los riesgos. De hecho, ocurre en cada elección que muchos ciudadanos votan más en contra de un candidato que favor del que marcan en sus boletas.
Cabe señalar que quizá este fenómeno se acentuará ahora, una vez que la poca lealtad partidista que todavía quedaba —el llamado voto duro—, ha sido dinamitada por alianzas políticas ideológicamente inverosímiles y por un transfuguismo masivo que evidencia el personalismo que impera en los partidos, la desmemoria, la ausencia de convicciones, a cambio de aspirar a un pedazo de poder público y al disfrute continuado de una teta presupuestal.
Pero aún si estas circunstancias pueden hacerle a Meade menos pesada la cuesta y remediar parcialmente sus limitaciones, será difícil que salga airoso si sigue proyectándose como la continuación de Peña Nieto y, además, como alguien próximo al priísmo más rancio y opaco, donde amparo del poder público se han acumulado fortunas insultantes e inexplicables por la vía salarial en el servicio público.
Meade asumirá su verdadero rol como candidato cuando decida romper con Peña Nieto y se manifieste dispuesto a emprender, no meras reformas, sino un proyecto propio construido con acciones distintas y novedosas que lo hagan ver como una opción de cambio y renovación, que no de continuismo y menos de tapadera. De lo contrario, la propuesta de cambio será la baza de sus opositores, más aún porque, a diferencia de él, ellos tienen la ventaja de que nunca han trabajado en el Gobierno Federal como sucede con Anaya, o en el caso de López Obrador, este lo hizo sólo a nivel de un entidad federativa por un lapso breve y hace más de diez años, lo que significa que en ambos casos hay pocos o ningún elemento en la memoria reciente de electorado como para sensibilizarlo exponiendo sus errores y limitaciones.
Después de criticar al propio sistema desde los inicios de su campaña, Echeverría culminó su rompimiento con Díaz Ordaz cuando, con el afán de desvincularse del 2 octubre, guardó un minuto de silencio en la Universidad de San Nicolás en Morelia en memoria de los caídos en esa fecha, lo que puso en vilo su candidatura ante el enojo de su exjefe y mentor, quien optó por contenerse.
Por su parte, Colosio entendió, en su célebre discurso en el Monumento a La Revolución, que para ganar debía apartarse de Salinas, manifestando una visión propia que planteará opciones distintas a la aplicación a ultranza de políticas neoliberales que, por un lado, habían concentrado sus beneficios en unos cuantos, sobre todo en aquellos a quienes se les transfirió buena parte del patrimonio nacional a precios de saldo, y que, por el otro, mostraban, pese a un esfuerzo por ocultarlos, tendencias preocupantes que terminaron por estallar en diciembre de 1994.
El impacto del asesinato de Colosio, que con habilidad el PRI transformó en el voto de miedo, le sirvieron a este para poner en Los Pinos a Ernesto Zedillo, un tecnócrata tan anodino en ese momento como es Meade ahora. Pero ese temor ya no existió en la siguiente elección, cuando Fox, con una experiencia nula en el Gobierno Federal, le ganó a un candidato priísta mejor preparado para gestionar el Poder Ejecutivo, apoyándose para ello en una eficaz campaña mediática que supo capitalizar el hartazgo del PRI, vender la vaga promesa de “un cambio” sin realmente definirlo y a él proyectarlo como un brillante “empresario”, pese a que en Coca Cola había sido solo un empleado y de un nivel inferior en su estructura global.
Colosio, cuya campaña empezó desangelada y más por las reacciones en contra que su candidatura provocó en el círculo íntimo de Salinas y el levantamiento zapatista en Chiapas, comprendió que debía proyectarse como un renovador y no como un continuista de políticas cuyo costo social y político era evidente, y que la postre podían, como sucedió seis años después, causar la derrota de su partido.
No sé si Meade tendrá la misma claridad y las agallas que en su momento tuvo Colosio, pero estoy seguro de que, si no las tiene para romper con su mentor, dar un paso al frente y asumir las circunstancias del trance donde lo colocó el destino será muy difícil que gane las elecciones.